Cristo Rey, de «Quas primas» a «Redemptor hominis»
De la encíclica de Pío XI se cumplen cien años. Medio siglo después, San Juan Pablo II reafirmó lo esencial de ella.

Desde su encíclica considerada programática, 'Redemptor Hominis', Juan Pablo II afirmó la centralidad de Jesucristo y su potestad sobre todas las realidades humanas.
En el centenario de una encíclica casi olvidada, con un nombre que parece decir poco a nuestros contemporáneos, hemos hallado en distintos países -como en Argentina, Perú, entre otros- muchos eventos que recordaron la encíclica Quas primas. Más aún, no han sido para mirar el pasado con nostalgia, han servido para extraer virtualidades en orden a fortalecer la fe, meditando su cristología, y encender el ardor apostólico, contemplando la grandeza del Rey Divino.
En este caso, me propongo compartir algunas reflexiones, a la luz de la hermenéutica de la continuidad, sobre los vasos comunicantes entre la Quas primas (1925) de Pío XI y la Redemptor hominis (1979) de San Juan Pablo II.
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De este modo, veremos la centralidad universal de Jesucristo, los fundamentos de su Realeza Redentora y la comunicación de ese influjo a la Iglesia para que con parresía lo anuncie, a tiempo y a destiempo.
Contexto espiritual y social
En el Año Santo de 1925, cuando fue publicada la encíclica, se conmemoraban también los 1.600 años del Concilio de Nicea, donde se definió para siempre “como dogma de la fe católica la consustancialidad del Hijo Unigénito con el Padre, además de que, al incluir las palabras cuyo Reino no tendrá fin en su Símbolo o fórmula de fe, promulgaba la real dignidad de Jesucristo”.
Es decir, la proclamación de la Realeza de Cristo por parte de Pío XI venía respaldada por una verdad de fe, la definición dogmática de un concilio, en el marco festivo de un Año Santo y, por la necesidad de dar al pueblo cristiano un nuevo motivo de celebración y compromiso con su fe. Frente a eso, se alzaba el laicismo “la peste que hoy intoxica a la humana sociedad. Juzgamos peste de nuestros tiempos al llamado laicismo con sus errores y abominables intentos”.
Seguidamente, Pío XI indica que el laicismo no surgió de repente, fue el emergente “que se incubaba desde mucho antes en las entrañas de la sociedad”, y en pocas palabras nos muestra desde la teología de la historia distintas etapas de la descristianización de Occidente. En ese sentido, afirma, “no faltaron Estados que creyeron poder pasarse sin Dios y pusieron su religión en la impiedad y en el desprecio de Dios”.
En esencia, aquel laicismo es lo que hoy llamamos secularismo, pero los 54 años que median entre la Quas primas de Pío XI y la Redemptor hominis de San Juan Pablo II, no transcurrieron en favor de la doctrina católica y la ley natural, encarnadas en leyes y conductas públicas. Todo lo contrario.
Con respecto a la encíclica Redemptor hominis, también estuvo rodeada de hechos significativos, desde la asunción al pontificado de su autor -un Papa polaco-, la división del mundo en dos bloques ideológicos con vínculos financieros, una Iglesia sin lograr una paz interna duradera, los desvíos doctrinales, pastorales y litúrgicos, con ocasión del Vaticano II.
En ese contexto, y como un eco de la Quas primas, que nos dijo “el deber de adorar públicamente y obedecer a Jesucristo no sólo obliga a los particulares, sino también a los magistrados y gobernantes”, San Juan Pablo II clamó con voz potente:
- “No tengáis miedo. ¡Abrid, abrid de par en par las puertas a Cristo! Abrid a su potestad salvadora los confines de los Estados, los sistemas económicos y los políticos, los extensos campos de la cultura, de la civilización y del desarrollo. ¡No tengáis miedo! Cristo conoce lo que hay dentro del hombre. ¡Sólo Él lo conoce!".
Dos encíclicas con un mandato
Aquella homilía pronunciada por San Juan Pablo II el domingo 22 de octubre de 1978, encontró desarrollo y profundización en Redemptor hominis.
En distintos pasajes de esa homilía, el Papa mencionó implícitamente varias veces la realeza de Jesucristo, lo hizo al pronunciar la expresión “el misterio de la suprema potestad del mismo Cristo”.
Interpreto que, mientras Pío XI nos legó la carta magna de la Realeza de Cristo, con su proyección social -lo que se ha denominado la Realeza Social de Jesucristo- para inspirar santidad y heroísmo en el testimonio privado y público, Juan Pablo II por su lado, proclamó a Cristo Rey, entrando en diálogo de salvación con el mundo moderno, al formular como consigna permanente de su pontificado: “La única orientación del espíritu humano, la única dirección del entendimiento, de la voluntad y del corazón es para nosotros ésta: hacia Cristo, Redentor del hombre; hacia Cristo, Redentor del mundo” (n. 7).
Por su parte, la Iglesia sigue siendo un misterio divino con una misión humana, misión que los fieles laicos estamos llamados a realizar en la ordenación ad intra de las realidades temporales.
Si somos fieles al mandato de Pío XI acerca de cultivar la realeza de Cristo en nuestras inteligencias por el estudio de la verdad, en nuestras voluntades por el cumplimiento de sus Mandamientos y en nuestros corazones por un amor teologal hacia Él y el prójimo, estaremos pertrechados para empujar eficazmente las puertas cerradas de la política, de la economía y de la cultura, a fin de que Cristo Rey ingrese por y con su potestad salvadora, parafraseando a San Juan Pablo II.
Ambos romanos pontífices coinciden en el diagnóstico ético y teológico, cada uno en su momento histórico. A saber:
- “Nuestro siglo ha sido hasta ahora un siglo de grandes calamidades para el hombre, de grandes devastaciones no sólo materiales, sino también morales, más aún, quizá sobre todo morales”: este aserto de Juan Pablo II en el n°17 de Redemptor hominis ha venido a confirmar la descripción de Pío XI, según la cual “los amarguísimos frutos que este alejarse de Cristo por parte de los individuos y de las naciones ha producido con tanta frecuencia y durante tanto tiempo, los hemos lamentado (…) al ver el germen de la discordia sembrado por todas partes" (Quas primas, n° 24).
Por lo tanto, no hay otra solución para la paz interior, para la paz familiar, social e internacional, que el retorno a Cristo Rey. Pero, en un gesto de maternal misericordia, la Iglesia pide que abran a Cristo las puertas de las sociedades, de los Estados; mientras tanto, sale a buscar a los que están lejos, y lo hace sobre todo por medio de sus hijos seglares, insertos como están, por derecho propio, en las estructuras temporales y humanas.
En un mundo disgregado -donde la diversidad termina en enfrentamientos dialécticos y la pérdida de la Fe ya no logra hacer pie en ningún sucedáneo-, levantar con la vida y con el gesto callejero a Jesucristo Rey de los corazones y de las naciones no es un recurso metafórico: Cristo es Rey con toda propiedad. Él es el analogado supremo en quien la noción de Rey halla su realización perfecta, Él es el único Príncipe de la Paz, y por eso, la armonía que los seres humanos anhelamos sólo está en la Verdad sinfónica, en el carácter sinfónico de la Fe, que Cristo quiere entregarnos.
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