Lunes, 29 de abril de 2024

Religión en Libertad

Pentecostés, la ley, la alianza y sus orígenes judíos


por Luciana Rogowicz

Opinión

Como judía católica, me encanta descubrir los paralelos que existen entre la tradición judía y la cristiana. Por un lado, es hermoso desde mi parte judía ver cómo son cumplidas y llevadas a su plenitud las promesas de Dios en su Primer Alianza. Y también me parece fascinante ver lo esencial que es el estudio de las raíces judías para comprender el significado profundo del mensaje cristiano.

Esto es lo que veremos en este artículo hoy, con la fiesta de Pentecostés. La cual refleja de formas maravillosas y claras cómo Jesús no vino a abolir ni la Ley ni los Profetas, sino a llevarlos a su plenitud (Mt 5,17). Y, al conocer el origen judío de esta festividad y sus significados, podremos apreciar de un modo mucho más profundo lo que ocurrió ese día en que estaban todos reunidos en Jerusalén cuando descendió el Espíritu Santo.

Este vídeo amplía la temática del artículo y la ilustra con gráficos e imágenes.

La festividad de Pentecostés existía antes de la venida del Espíritu Santo a los apóstoles. Era una festividad judía llamada Shavuot. Lo leemos en los Hechos de los Apóstoles y quizás, sin conocer el judaísmo, este dato pasa desapercibido: "Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en el mismo lugar. De pronto, vino del cielo un ruido, semejante a una fuerte ráfaga de viento, que resonó en toda la casa donde se encontraban. Entonces vieron aparecer unas lenguas como de fuego, que descendieron por separado sobre cada uno de ellos. Todos quedaron llenos del espíritu santo, y comenzaron a hablar en distintas lenguas, según el espíritu les permitía expresarse. Había en Jerusalén judíos piadosos, venidos de todas las naciones del mundo. Al oírse este ruido, se congregó la multitud y se llenó de asombro, porque cada uno los oía hablar en su propia lengua…”  (Hch 2, 1-6).

En este relato se dice que estaban todos reunidos en Jerusalén, judíos de todas las naciones. Y estaban allí precisamente porque estaban celebrando mediante una peregrinación al templo, la fiesta de Shavuot (Pentecostés).

En la época de Jesús, y mientras existía el Templo de Jerusalén, de las diferentes festividades judías había tres que requerían la peregrinación al Templo: Pesaj (Pascua), Sucot (Cozas) y Shavuot.

Shavuot tiene varios significados:

1) La Fiesta de las Semanas: Shavuá quiere decir “semana”. Shavuot es la fiesta de las semanas, ya que se celebra 7 semanas después de la Pascua Judía. Estas 7 semanas se comienzan a contar al día siguiente de la Pascua, de modo que son 50 días después. Y por eso se la designa como pentecostés (proveniente del griego pentecosté que significa ‘quincuagésimo’).

2) Significado agrícola: corresponde a la época del año en la cual  se recogen los primeros frutos. Y éstos eran consagrados al Templo de Jerusalén como símbolo de agradecimiento a Dios y demostración de confianza en su providencia.  Es por esto que la festividad también es llamada la Fiesta de las Primicias (Lev, 23, 9-32; Dt 16, 9-12).

3) Juramento (Shvuá): se conmemora la entrega de la Torá (Las tablas de la Ley) por parte de Dios a Moisés, en el Monte Sinaí. Y a partir de ese evento se sella la Alianza de Dios con su pueblo. “Yo seré su Dios y ustedes serán mi pueblo” (Ex 6, 7).

En este evento hubo un intercambio de juramentos.

Uno de ellos fue de parte del pueblo de Israel de cumplir con los mandatos de la Torá y el otro fue el de Dios, quien al hacer esta alianza con el pueblo de Israel juró que iba a ser su pueblo elegido y no iba a cambiarlo nunca. No importa lo que nosotros hagamos, el juramento de Dios nos unió más allá de todo. Es una alianza, no un contrato.

Dios hace Alianzas, no contratos. Y son permanentes. Por eso no cambia su promesa, a pesar de que nosotros no cumplamos lo que prometemos.

Y esto se ve claramente demostrado sólo 40 días después, cuando el pueblo de Israel cae en la idolatría construyendo el becerro de oro y rompiendo el propio juramento que ellos hicieron días atrás. Sin embargo, Dios no los abandonó jamás.

A partir del día de Pentecostés, 7 semanas después de la Pascua de Jesús, nace la Iglesia, los primeros frutos de lo que Jesús sembró durante su ministerio público,

Esta Iglesia, formada por personas habitadas por el Espíritu Santo, se vuelve el nuevo Templo de Dios.

El templo que Jesús dijo que si se destruía, en tres días lo volvería a levantar… porque Él hablaba del Templo de su cuerpo (Jn 2, 19-21).

Ya Dios no habita más en el Templo de Jerusalén. Por eso ni siquiera el velo del Santo de los Santos quedó entero (Mt 27,51).

A partir de este momento, la Gloria de Dios habita en cada una de las personas que son receptoras del Espíritu Santo y capaces de actuar como templo del mismo, como “piedras vivas del templo” (1 Pe 2.5): "Porque nosotros somos el templo del Dios viviente, como lo dijo el mismo Dios: Yo habitaré y caminaré en medio de ellos; seré su Dios y ellos serán mi Pueblo” (2 Co 6,16).

A esto se refería Jesús, en la conversación con la mujer samaritana, cuando ella le pregunta cuál es el lugar adecuado para adorar a Dios: "La hora se acerca, y ya ha llegado, en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque esos son los adoradores que quiere el Padre” (Jn 4, 23).

Pentecostés también trajo las primicias de la unidad de las naciones tan anunciada y deseada por tanto tiempo.

Este deseo de unidad está expresado a lo largo de toda la Escritura.

Uno de los símbolos más grandes de la pérdida de esta comunión fue el episodio de la Torre de Babel, donde por la soberbia terminaron por confundirse todas las lenguas, de forma que nadie podía comprender al otro, a punto tal de quedar esa construcción inconclusa.

Pentecostés se interpreta como las primicias de la restauración de esta unidad perdida, donde, al revés que en ese episodio, ahora, si bien hablaban en lenguas diferentes todos comprendían lo que escuchaban de los apóstoles: “¿Cómo es que cada uno de nosotros los oye en su propia lengua?“ (Hch 2, 8).

Este deseo de unidad se ve también reflejado en las oraciones que se rezan en lo que se llama la Cuenta del Omer (Sefirat Ha’omer). Éste es el cómputo de los 49 días o siete semanas entre Pésaj Shavuot.

La Cuenta del Omer se comienza a llevar a partir de la segunda noche de Pesaj y se continúa hasta Shavuot, recitando una oración especial cada día. Los días de la Cuenta del Omer son especiales, casi festivos pues son días en los que el pueblo judío se prepara espiritualmente para recibir la Torá.

Entre las oraciones que se recitan, hay salmos como el 67,  que pide por todas las naciones, por su unidad y reconocimiento de un único Dios: "Dios tenga gracia con nosotros y nos bendiga, que haga resplandecer Su semblante sobre nosotros para siempre; para que sea conocido Tu camino en la tierra, Tu salvación entre todas las naciones. Las naciones Te alabarán, Dios, todas las naciones Te alabarán. Las naciones Se alegrarán y cantarán jubilosamente, pues Tú juzgarás a los pueblos con justicia y guiarás a las naciones de la tierra para siempre. Los pueblos Te alabarán, Dios; todos los pueblos Te alabarán, pues la tierra habrá rendido su fruto, y Dios, nuestro Dios, nos bendecirá. Dios nos bendecirá; y todos, desde los más remotos rincones de la tierra, Le temerán".

A esta súplica la podemos ver respondida en la descripción que hace Lucas luego de la llegada de Pentecostés en Los Hechos de los Apóstoles: "Todos los creyentes se mantenían unidos y ponían lo suyo en común: vendían sus propiedades y sus bienes, y distribuían el dinero entre ellos, según las necesidades de cada uno. Íntimamente unidos, frecuentaban a diario el Templo, partían el pan en sus casas, y comían juntos con alegría y sencillez de corazón; ellos alababan a Dios y eran queridos por todo el pueblo. Y cada día, el Señor acrecentaba la comunidad con aquellos que debían salvarse” (Hch 2, 44-47).

La “nueva” ley escrita en nuestros corazones

Podemos decir que en el Monte Sinaí, con la Primer Alianza, la ley fue entregada escrita sobre piedra. En cambio, bajo la nueva alianza que vino a traer Jesús, la ley fue escrita directo en nuestros corazones (Jr 31) , con el “espíritu de Dios”.

Como bien lo describe San Pablo: "Evidentemente ustedes son una carta que Cristo escribió por intermedio nuestro, no con tinta, sino con el Espíritu del Dios viviente, no en tablas de piedra, sino de carne, es decir, en los corazones” (2 Co 3,3 ).

También los profetas lo habían anunciado y con Pentecostés podemos verlo traducido en hechos concretos. Las profecías de Jeremías y Ezequiel y también Joel, entre otros,  son muy claras y realmente brillan si las analizamos a la luz de estos eventos: "Llegarán los días… en que estableceré una Nueva Alianza con la casa de Israel y la casa de Judá. No será como la Alianza que establecí con sus padres el día en que los tomé de la mano para hacerlos salir del país de Egipto, mi Alianza que ellos rompieron… Esta es la Alianza que estableceré con la casa de Israel, después de aquellos días… pondré mi Ley dentro de ellos, y la escribiré en sus corazones; yo seré su Dios y ellos serán mi Pueblo” (Jr 31, 31-33).

Y el profeta Ezequiel dice lo siguiente: "Yo los tomaré de entre las naciones, los reuniré de entre todos los países y los llevaré a su propio suelo. Los rociaré con agua pura, y ustedes quedarán purificados. Los purificaré de todas sus impurezas y de todos sus ídolos. Les daré un corazón nuevo y pondré en ustedes un espíritu nuevo: les arrancaré de su cuerpo el corazón de piedra y les daré un corazón de carne. Infundiré mi espíritu en ustedes y haré que sigan mis preceptos, y que observen y practiquen mis leyes. Ustedes habitarán en la tierra que yo he dado a sus padres. Ustedes serán mi Pueblo y yo seré su Dios” (Eze 36, 24-28).

Tenemos entonces:

-una nueva alianza;

-una nueva ley escrita en el corazón;

-el envío del Espíritu Santo.

¿Qué significa para nosotros todo esto?

Algunos comentaristas bíblicos dicen que la primer ley no podía ser cumplida sin la Gracia, sin el Espíritu Santo. Pero yo pensaba, ¿acaso Dios nos va a dar algo que no podamos cumplir? Asimismo, existen muchísimos judíos piadosos que cumplieron la ley.

Quizás lo que se podría pensar es que la primer ley, escrita en piedra, Israel la recibió quizás sin comprender del todo que venía de su Padre. Después de 400 años como esclavos, aún no sabían cómo recibir preceptos o leyes fuera de la relación amo-esclavos.

Y en mayor o menor medida y sin hacerlo de modo consciente, tomaron estas leyes divinas dentro de esa estructura de pensamiento, como una obligación más de cumplir algo por obediencia y temor a las consecuencias.

A través de los profetas, de los sabios y reyes, Dios nos comunicó su amor, sus intenciones buenas para su pueblo. Pero recién, llegada la plenitud de los tiempos, envió a su Hijo quien, compartiendo nuestra humanidad, nos compartió su Divinidad y nos hizo hijos adoptivos de Dios. Y ahora sí, bajo esta relación filial sellada con la venida del Espíritu Santo, ya no cumplimos leyes tanto por temor al castigo, sino más bien como una natural respuesta de amor hacia un Padre que sabemos que quiere lo mejor para nosotros, que desea para nosotros una vida en abundancia.

La ley no cambia, sino que lo que se transforma es la manera que tenemos de cumplirla. Con el  Espíritu Santo que habita en nuestros corazones, ya no cumplimos la ley por miedo a ser castigados sino que lo hacemos como una respuesta de amor, de entrega, de confianza a Dios.

[Nota: Cabe destacar que estos son abordajes a nivel general. Desde siempre hubo judíos piadosos que cumplían, no por temor sino por amor a Dios, por atracción a su bondad.  Un ejemplo clave de esto es una figura a la que se recuerda justamente durante la Cuenta del Omer, Rabí Akiva, “quien pasó sus últimos momentos en la Tierra recitando el Shemá, aceptando sobre sí el yugo celestial. Sus estudiantes le preguntaron: «Maestro, ¡¿hasta este punto?!» Él les respondió: «El Shemá nos enseña a amar a Dios con toda nuestra alma (Deuteronomio 6, 5). Lo cual yo entiendo que significa: Incluso si están sacando tu alma. Toda mi vida agonicé por este versículo. ¿Amaría a Dios incluso si mi alma me estuviera siendo arrebatada? Al fin tengo la oportunidad de demostrar esto. ¿Cómo podría no aprovechar la oportunidad?» Y así Rabí Akiva recitó «Dios es uno» y su alma dejó su cuerpo”. Fuente: aishlatino.com.]

Asimismo, luego de Pentecostés,  a lo largo de toda la historia, hubo también cristianos que cumplían la ley sobre todo por temor y no tanto por atracción. 

Por esta transformación esencial es que Jesús nos puede decir: "Si ustedes me aman, cumplirán mis mandamientos” (Jn 14,15).

Porque lo amamos cumplimos. No es condición cumplir para amar, sino que amar se traduce en cumplimiento, porque sabemos de quién viene la “ley”. De alguien que quiere lo mejor para nosotros y no solo ve lo que estamos atravesando hoy, sino que ve “la película” completa, y sabe perfectamente qué es lo que es mejor para nosotros. Y nosotros, como una respuesta de confianza a quien amamos, cumplimos.

Y es también por esto mismo que Él puede decir: "Les doy un mandamiento nuevo: ámense los unos a los otros. Así como yo los he amado, ámense también ustedes los unos a los otros. En esto todos reconocerán que ustedes son mis discípulos: en el amor que se tengan los unos a los otros" (Jn 13, 34-35).

¿Cuál es la novedad?

Lo nuevo no es el “ámense los unos a los otros”, porque eso ya existía en el Antiguo Testamento (Lv 19,18). La novedad es el “ámense como yo los he amado”. Y no sólo en el servicio como lo hizo Él, o dando la vida por los amigos, como también lo hizo Él. Sino que, con el Espíritu Santo, «el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones» (Rm 5, 5), para que tengamos dentro nuestro el Amor de Dios y así, con Su amor, podamos amar como Él nos amó, con ese mismo amor. Este es el corazón nuevo que el profeta Ezequiel anunciaba.

Por eso, si bien contamos con estos Dones del Espíritu Santo, no funcionan por arte de magia. Está en nosotros, como seres libres, querer recibirlos, acogerlos, nutrirlos y mantenerlos vivos.

Todavía seguimos en camino. Vivimos en un mundo incompleto, con quiebres, que cada tanto nos lleva a la desunión, a la desconfianza, a volver a sentirnos esclavos, y a cumplir mandamientos y preceptos por temor a las consecuencias.

Del mismo modo que lo hacía el hijo mayor en la historia del Padre Misericordioso. Vivía en la casa de su padre y cumplía con todos los deberes, sin disfrutar a su Padre y a todo lo que Él ansiaba compartirle con amor (Lc 15, 11-32).

¿Para qué nos creó Dios en un principio? ¿Para qué existimos?  ¿Qué es lo que Él quiere de cada uno de nosotros?

Estas respuestas son esenciales para cada creyente. Deben ser el rumbo que nos conduce diariamente y que nos hace permanecer en Su Amor. 

Como creyentes no puede ser igual nuestra vida si creemos que todo lo que ocurrió en Pentecostés realmente pasó. Que Dios nos envió el Espíritu Santo y que permanece con nosotros hasta el fin del mundo.

Esto no puede quedar sólo como un relato más que nos contaron. Debemos vivirlo, experimentarlo y disfrutarlo. Sentir ese amor derramado en nuestros corazones que es capaz de transformarlo todo, de mejorarlo todo.  Capaz de sacarnos de nuestras cuarentenas interiores y de hacernos ver el mundo con otro brillo.

Ese amor que es más que suficiente pero nunca suficiente.

Publicado en el blog de la autora, Judía y Católica.

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