Religión en Libertad
El arzobispo Blase Cupich 1uiwo premiar al senador abortista Dick Durbin sembrando la división en el episcopado estadounidense. León XIV dio la razón a Cupich el mismo día en que Durbin renunciaba al galardón.

El arzobispo Blase Cupich 1uiwo premiar al senador abortista Dick Durbin sembrando la división en el episcopado estadounidense. León XIV dio la razón a Cupich el mismo día en que Durbin renunciaba al galardón.

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En medio de la polémica reciente por el elogio al senador Dick Durbin y la defensa que de él ha hecho el arzobispo Blase Cupich de Chicago, lo verdaderamente grave no es el gesto en sí mismo, sino el trasfondo doctrinal que lo hace posible: tratar el aborto como si fuera un tema opinable o un asunto más dentro de la agenda social

La enseñanza de la Iglesia ha sido siempre clara: el aborto es un mal intrínseco, es decir, un acto que nunca puede ser justificado bajo ninguna circunstancia, un crimen, la liturgia del Maligno. No se trata de un problema político más, sino de un ataque directo contra la vida del inocente. Equipararlo con otras causas importantes, como la migración, la pobreza o el cuidado del medio ambiente, supone diluir lo esencial. La prudencia política puede matizar la oportunidad de las soluciones sociales, pero la vida humana inocente no admite matices ni negociaciones. No permite grados: o se es un ser humano desde el principio, o no se es nunca. Como proclamó San Juan Pablo II en Evangelium vitae: "La vida humana es sagrada porque desde su inicio es fruto de la acción creadora de Dios".

La unidad de vida

Muchos recurren hoy al argumento de “la túnica inconsútil” (la ética de la vida defendida por el cardenal Joseph Bernardin [1928-1996] en su libro del mismo nombre cuando era arzobispo de Chicago) para justificar una amalgama indiscriminada de causas sociales, como si todas tuvieran el mismo peso moral. Pero el sentido genuino de “la túnica inconsútil”, la túnica que Cristo portó durante su Pasión, tejida de una sola pieza, es otro: significa la unidad de vida del cristiano, la coherencia interior que impide dividir la fe de la moral, compartimentar la vida en espacios estancos que conviven sincréticamente en una intimidad dividida. La verdadera túnica inconsútil no es un manto bajo el que se esconden indiscriminadamente realidades desiguales, sino el signo de una vida cristiana íntegra, en la que se defiende al mismo tiempo la justicia social y la vida, pero sin confundir jerarquías a años luz de distancia. En palabras de Veritatis splendor: "Hay actos que, por sí mismos y en sí mismos, independientemente de las circunstancias, son siempre gravemente ilícitos por razón de su objeto".

La mentira no tiene derecho a premios

Un principio clásico de la doctrina católica recuerda que solo la verdad tiene derechos, la mentira no. Reconocer públicamente o premiar a quienes viven obstinadamente en contradicción con la verdad en facetas esenciales es legitimar la falsedad. Esto sucede cuando se elogia a políticos que se declaran católicos pero que al mismo tiempo promueven el aborto. Una cosa es reconocer el mal y cometer accidentalmente un pecado puntual y otra considerar persistentemente que el mal moral contribuye al bien común. Se puede dialogar con todos, pero no se puede premiar la doble moral ni presentarla como ejemplo de coherencia. La mentira, aunque se vista de tolerancia o de lenguaje sinodal, siempre acaba debilitando la conciencia y confundiendo a los fieles. La verdad, en cambio, exige valentía, incluso cuando incomoda. Como afirma San Agustín: «No es libre quien se somete a la mentira, sino quien sirve a la verdad».

Las dos opciones del cristiano

La crisis actual puede ilustrarse con una imagen sencilla. En una bifurcación de un sendero aparecen dos señales: una reza Camino hacia la intimidad con Cristo, la otra Camino hacia una conferencia sobre Cristo. Quien busca la verdad sin fisuras, quien quiere vivir de modo coherente la fe, elegirá el primer sendero, aunque sea más estrecho y exigente. Quien se conforma con discursos, consensos y matices sin fondo optará por el segundo, que ofrece comodidad pero no transforma el corazón. La diferencia es decisiva, porque lo que se juega no es sólo la claridad doctrinal, sino la autenticidad misma de la vida en Cristo y, por ende, del Reino de Dios. Como escribió Benedicto XVI: "No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona".

En definitiva, la Iglesia puede y debe tender puentes, pero esos puentes solo serán sólidos si se apoyan en la roca firme de la verdad. Defender la vida humana desde su concepción hasta la muerte natural no es una opción entre muchas, sino la base sobre la que se construye cualquier otro compromiso social. Acoger al pobre, al inmigrante o cuidar la creación son valores evangélicos que deben jerarquizarse, pero siempre subordinados a la verdad primera de que la vida del inocente es sagrada. Si se pervierte esa jerarquía de valores, la Iglesia pierde su voz profética y su autoridad moral

El verdadero testimonio cristiano no consiste en premiar la doble moral ni en confundir los planos, sino en vivir la túnica inconsútil de la unidad de vida, donde la verdad tiene derechos y la mentira ninguno. Solo así la Iglesia podrá seguir siendo signo de contradicción y faro de esperanza en un mundo que, más que nunca, necesita claridad.

Y aquí surge una pregunta que resuena con fuerza, como un lamento: ¿cuándo vamos a probar qué tal nos iría abrazando la Verdad verdadera, en lugar de seguir ensayando experimentos estériles -sinodalidad, abusos litúrgicos, cambios doctrinales, compromisos con agendas mundanas- que una y otra vez fracasan? 

El cristianismo no nació para ser un laboratorio de estrategias para agradar al mundo, sino para anunciar sin miedo a Jesucristo, Camino, Verdad y Vida. Más claro: para llevar las almas al Cielo. Cada vez que se intenta sustituir la solidez de esa roca por artificios humanos, la Iglesia pierde vigor y el mundo queda más huérfano de esperanza. A lo Santa Catalina de Siena, no necesitamos nuevas fórmulas que relativicen lo esencial, sino volver a lo único que nunca defrauda: la verdad que libera, la verdad que salva, la verdad que es Cristo mismo. Si la Iglesia no defiende de forma radical la verdad -la verdad de la fe, de la doctrina, de la tradición, de la moral, de la liturgia- pierde atractivo y misterio, y se convierte en un fenómeno cultural caduco y estéril, al más puro estilo protestante.

¿Cuándo, de una vez por todas, vamos a tomar partido por la verdad, como lo hicieron San Juan Pablo II y Benedicto XVI, con la valentía de los mártires, en lugar de flirtear con conceptos de las ideologías del momento y de lo políticamente correcto? Como ya dijimos otra vez: ¿cuándo vamos a honrar a los mártires de todos los tiempos que dieron su vida por defendernos de lo que ahora nos zampamos a bocanadas sin ningún reparo?

Como dice San Josemaría en Camino: "No tengas miedo a la verdad aunque la verdad te acarree la muerte".

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