Religión en Libertad
Los que deberían ser alfiles de la ciudadela cristiana asediada por sus enemigos se convierten en notarios de la capitulación.

Los que deberían ser alfiles de la ciudadela cristiana asediada por sus enemigos se convierten en notarios de la capitulación.RTVE (captura)

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En el artículo España y el viejo veneno: anatomía de una apostasía abordábamos el origen y la expansión de un mal silencioso que ha ido vaciando de fe el espíritu de nuestra nación y de todo Occidente, y cómo este proceso se ha visto favorecido por una Iglesia que, en muchos casos, ha preferido la adaptación al mundo antes que el combate espiritual. La fe cristiana y, más en concreto, la católica, parió una nación sin parangón en la historia que, anclada en la verdad verdadera, realizó proezas milagrosas como la Reconquista y la conversión de medio mundo.

En esta segunda entrega profundizamos en las manifestaciones actuales de esa enfermedad: la tibieza en cuestiones esenciales, el acomodo institucional, la ausencia de espíritu martirial y el precio -cada vez más alto- de callar cuando se debería hablar o, peor aún, mostrar férrea oposición; todo, a cambio de un plato de lentejas.

España vive instalada en una contradicción sangrante: mientras las leyes y la cultura dan la espalda a la fe que la fundó, quienes deberían ser los alfiles de la ciudadela parecen -salvo honrosas excepciones- más bien notarios de su capitulación. La voz que debería sonar en el desierto y en las plazas resuena como un eco amortiguado, cuidadosamente calibrado para no incomodar a nadie… salvo al propio Evangelio.

La defensa de la vida humana -y no de otros seres vivos-, antaño proclamada con claridad apostólica, se ha convertido en un trámite verbal, un párrafo genérico al final de algún documento para no defraudar. Mientras, las columnas de los templos esperan un lenguaje de combate -espiritual, sí, pero combate- frente a leyes que permiten acabar con vidas humanas antes de que vean la luz o cuando se ofuscan por el dolor, la angustia o la vejez. El silencio aquí no es prudencia: es claudicación con ropaje piadoso.

En el terreno migratorio, la postura se resume en una sola consigna: puertas abiertas sin matices. Amar al forastero es mandato divino, pero también lo es velar por el bien común, la seguridad y la continuidad de una identidad cultural que no excluye, pero que tampoco debe diluirse como azúcar en agua. Lo primero es doctrina; lo segundo, prudencia. Lo trágico es que la prudencia parece haber sido sustituida por una versión religiosa de corte buenista.

Hasta aquí: o se viene por la puerta de la legalidad a trabajar, a cotizar, a no cometer delitos y a convertirse en un español más -social y cultural-, o no se viene. No se viene por la puerta de atrás, aunque esté abierta y sea amplia. No se viene a vivir del cuento, no se viene a recibir ayudas sin dar un palo al agua, no se viene a robar, ni a linchar a españoles de bien, ni a violar mujeres…

Como consecuencia de esta entrada indiscriminada, asistimos a una colonización sociocultural orquestada por Lucifer y sus mafias del tráfico de personas, que algunos llevan décadas esperando con impaciencia, al estilo de los ideólogos felones del mayo francés -de Sartre a Foucault, pasando por Mitterrand- que se desvivieron por alumbrar una Francia cualquier cosa antes que católica. Una obra de ingeniería cultural iniciada en las aulas y culminada en las fronteras, de la que Francia ya se lamenta.

Como dice con contundencia el clarividente cardenal Robert Sarah: "La principal preocupación es que Europa ha perdido o ha renunciado al sentido de sus orígenes, ha perdido sus raíces. Un árbol sin raíces muere. Me temo que Occidente morirá. Hay infinidad de señales: no hay natalidad, estáis siendo invadidos silenciosamente por otras culturas, otros pueblos, que progresivamente os dominarán en número y complementariamente cambiarán vuestra cultura, vuestras creencias y vuestra moral". Se puede decir más alto, pero no más claro.

En lo relativo a símbolos y memoria, la resignificación de lugares de culto y de espacios de oración ha contado con una respuesta tibia y calculadora que oscila entre el murmullo y la nota de prensa. El resultado es que otros deciden el significado de lo que fue concebido para la reconciliación y la gloria de Dios, mientras los responsables se contentan con “ser tenidos en cuenta” en futuros trámites.

Por último, el avance de la agenda ideológica en materia de moral sexual y familia no ha encontrado una resistencia seria por parte de quienes tienen la misión de custodiar la doctrina. La presión cultural es enorme, pero precisamente en esas circunstancias la claridad se vuelve un deber, no una opción. El compadreo por parte de algunos con estas ideologías, justificándose en un espíritu de misericordia -pero carente de verdad-, es intensamente escandaloso (en sentido bíblico).

Pero quizá la herida más profunda es otra: la Iglesia española parece encadenada por un clientelismo con las instituciones que le garantiza subvenciones, acuerdos y “cierta” tranquilidad -quizás hasta en temas delicados- al precio de hipotecar la libertad profética. Es difícil predicar contra las modas ideológicas cuando el presupuesto y la calma mediática dependen, en parte, de quienes las promueven. Es aún más difícil ejercer la autoridad espiritual cuando uno teme que la represalia llegue en forma de recorte, fiscalización o expediente.

A todo esto se suma una carencia casi absoluta de espíritu martirial. La historia de España está escrita con sangre de mártires que no calcularon costes ni midieron el riesgo: simplemente fueron fieles. Hoy, en cambio, parece que se ha canonizado la estrategia de “no buscarse problemas”, como si el Cielo se alcanzara a golpe de comunicados diplomáticos. El resultado es una Iglesia que no incomoda al mundo… y por eso mismo deja de interpelarlo. Un gravísimo pecado de omisión y una profunda traición a los que derramaron su sangre por defender lo que ahora nos tragamos a cucharadas creyéndonos, además, beatíficos negociadores.

El viejo veneno de la apostasía sigue actuando, más sutil que nunca. No llega ya en forma de persecución abierta, sino de sedante mortal: adaptarse para no perder, callar para no molestar, negociar para no ser apartados. Pero quien bebe de ese veneno olvida que el Evangelio nunca fue cómodo, que la cruz no se negocia y que el pastor que huye ante el lobo deja el rebaño al desamparo.

España no necesita administradores de ruinas, sino alfiles que velen en las murallas. El viejo veneno no se combate con paños calientes ni con estrategias de supervivencia cortesana, sino con testigos dispuestos a perderlo todo antes que callar la verdad. El Evangelio no justifica pastores que midan cada palabra para no molestar, sino héroes que hablen como si el mundo entero dependiera de ello, porque realmente así es. Si la fe se apaga, no será por la fuerza del enemigo -vieja bestia encadenada y ya vencida-, sino por la cobardía de quienes prefirieron conservar su silla antes que abrazar la cruz. Y cuando la historia se escriba, no se recordará a los que administraron la decadencia, sino a los que, aun solos, se alzaron y dijeron: “¡Por ahí no paso aunque me cueste la vida!”.

Los católicos estamos obligados a obedecer a Dios, que se manifiesta en las Escrituras, la Tradición y el recto Magisterio. Nada más, ni nada menos. No queremos chanchullos, ni agachar la cabeza, ni aprobar chantajes de ningún tipo ante el imperialismo woke o, lo que es peor, ante el viejo odio español a la España cristiana. ¡Así sea!

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