Cinco consejos para el páter

Di lo negro y haz lo rojo: un consejo que se ha popularizado para buscar el decoro en la celebración litúrgica.
Las preguntas son unos bichejos fascinantes, que vienen en todos los tamaños y tonalidades.
- Las hay muy elementales, aquellas que casi cualquier chiquilín podría responder sin dificultad: ¿qué edad tienes? ¿Te gusta el helado de fresa? ¿Cuál es tu dinosaurio preferido?
- Existen otras patudas y colmilludas, de esas que exigen mucho seso y un semblante serio: ¿cuál es el diagnóstico del paciente? ¿Cómo podemos optimizar la rentabilidad de la empresa? ¿Conviene reformar determinada ley?
- Y hay un tercer grupo, el de las “señoras preguntas”, que nos confrontan con interrogantes de calado trascendental y ante las que no cabe sino quitarse el sombrero, rascarse la cabeza y guardar prudente silencio mientras rumiamos.
Precisamente fue una pregunta de esta última categoría la que desenjauló en una reciente conversación un querido amigo sacerdote -tico, inquieto y sagaz, para más señas-: “Don Guillermo, usted que ha andado de arriba abajo por el mundo y ha podido conocer la realidad de nuestra Iglesia en tantos lugares, cuénteme qué necesidades concretas observa. ¿Qué consejos le daría a un cura para mejorar su parroquia?”. Lo dijo así, como a quien le entra la súbita curiosidad de saber cómo va a estar el clima mañana, y se quedó tan tranquilo (¡es lo que tiene ser cura!).
Naturalmente, una pregunta de este tipo jamás debe fumarse a toda prisa, cual vil cigarrillo de liar, sino que hace falta paladearla como puro de calidad, que amerita cierto tiempo y esmero. Además, cuando uno se adentra en asuntos tan peliagudos, corre el riesgo de irse por las ramas, encarrilándose hacia cuestiones “candentes” como la conveniencia de ampliar el acceso a la misa tradicional o de abolir el celibato sacerdotal obligatorio. Pero al cura de a pie no le corresponde emprender ambiciosas reformas litúrgicas ni modificar disciplinas eclesiales multiseculares. Su nobilísima misión es la de pastorear hacia los prados esmeralda de la salvación a la porción del rebaño que le ha sido encomendada ni más ni menos que por Cristo, el (Buen) Pastor por antonomasia.
En esa tesitura, tras algunos días de reflexión, me permito ofrecer cinco consejos a este buen amigo -y a cualquier sacerdote que quiera escucharlos-. Lo hago por lo bajini, lo hago a petición de parte y lo hago, ante todo, compelido por el canon 212 del Código de Derecho Canónico, que confiere a los laicos el derecho (a la vez que impone la obligación) de manifestar -tanto a sus pastores como a los demás fieles- su opinión sobre aquello que atañe al bien de la Iglesia. Comparto estos consejos con la convicción de que, si al menos uno le resulta valioso a algún cura, todo habrá valido la pena.
Vamos a ello:
1. Reintroducir en las homilías los temas escatológicos, pregonando las realidades de las postrimerías de ultratumba.
Aquellos sermones encendidos sobre el pecado, el infierno, la acción diabólica, el purgatorio y el juicio final, que durante siglos avivaron los corazones de los fieles católicos, han quedado arrumbados en el baúl de los recuerdos preconciliares, para dar paso a charlas de motivación y superación personal, desde las que se invita a la gente a una mayor participación “social” y a ser “mejores personas”.
Si en las últimas décadas varias sectas protestantes le han comido la tostada a la Iglesia en numerosas regiones de Hispanoamérica y España, ello obedece, en buena medida, a que sus (autoproclamados) pastores aún se atreven a hablar de aquellos temas trascendentales a los que tantos sacerdotes rehúyen con tal de contemporizar. Huelga decir que la fidelidad a las enseñanzas magisteriales de la Iglesia debe ser una constante en la prédica y no una anomalía ocasional, pero, lamentablemente, la referencia a cuestiones escatológicas -o, como diría el padre Castellani, “esjatológicas”- es infrecuente incluso entre curas bienintencionados que no se desvían de la recta doctrina.
Que nos quede claro: la Iglesia no es un club de autoayuda ni una oenegé, sino la esposa de Cristo, y su misión central es la salus animarum, la salvación de las almas, que tan necesitadas están de respuestas sobre las preguntas más profundas que puede hacerse el hombre. En palabras del santo de Hipona, “nos has hecho, Señor, para Ti, y nuestro corazón estará inquieto hasta que encuentre descanso en Ti”. Dicho con menos tacto, nuestros corazones no encontrarán reposo en el activismo social ni en la cacareada “fraternidad universal”. Solamente en Él.
2. Predicar con valentía y sin pelos en la lengua, distinguiendo entre bien y mal.
No hay que tener miedo a catequizar, a exigir y, cuando la ocasión lo amerite, a lanzar diatribas y rapapolvos. Sería un craso error asumir que el grueso de la feligresía se conoce de cabo a rabo el Catecismo, pues muchas personas jamás han escuchado siquiera las enseñanzas más “duras” de la Iglesia. Sin embargo, el llamado que Cristo nos hace a los católicos -clérigos y seglares por igual- es a dejarlo todo, a recoger nuestra cruz y a seguirlo. Con valentía.
Y, si bien los fieles anhelamos -o deberíamos anhelar- una vida de exigencia, para numerosos parroquianos, la perniciosa y potente influencia de la cultura mundana ha difuminado a tal grado la línea entre virtud y pecado que la brújula de sus conciencias ha perdido el norte casi por completo. ¿Cuántos de nosotros no hemos sido culpables de dejarnos llevar por la falsa compasión que está en boga, solapando los deseos desordenados de algún ser querido con tal de ahorrarnos una conversación incómoda o de ser tachados de intolerantes? Ahora más que nunca, necesitamos del acompañamiento, del aliento y de la guía de nuestros pastores.
Por ello es tan necesario catequizar desde el púlpito, hablando con caridad, pero sin tapujos ni eufemismos, para que a todos les quede claro cuáles son las enseñanzas de la Iglesia y qué es lo que Cristo espera de cada uno de nosotros.
3. Hacer hincapié en la centralidad de la Eucaristía, enfatizando la presencia real y llamando a los fieles a examinar sus conciencias.
Un fenómeno llamativo en numerosas parroquias de los Estados Unidos es que, al momento de la comunión, la práctica totalidad de los fieles se levanta como Fuenteovejuna -todo el pueblo a una- a comulgar, mientras los confesionarios permanecen vacíos durante la semana. De hecho, no son pocas las parroquias que apenas ofrecen confesiones uno o dos días por semana -y en horarios complicados para quienes tienen jornadas laborales normales-.
Ante este mal, que también se ha extendido por España e Hispanoamérica, la respuesta no puede ser otra que enfatizar la presencia real de Cristo en la Eucaristía, pues ¿acaso no debemos guardar el máximo respeto al Dios vivo, que está realmente presente en cuerpo, sangre, alma y divinidad en el pan y el vino?
Corresponde al sacerdote poner a disposición de los fieles un calendario de confesiones razonable y concienciarlos sobre la importancia de no comulgar en pecado mortal, explicando que hacer tal cosa es tanto como poner en riesgo la propia salvación. Como afirma San Pablo en la primera epístola a los corintios, el que come del pan y bebe del cáliz sin haber discernido primero, come y bebe su propia condenación. Así de claro.
4. Devolver la reverencia a la liturgia, poniendo fin -de una vez por todas- a la informalidad y a las ocurrencias.
Debemos reconocer que las necesidades pastorales han cambiado en las últimas décadas y el problema principal al que se enfrenta la mayoría de las parroquias -a nivel de vivencia de la fe- ya no es aquella estereotípica rigidez cincuentera, farisaica y malencarada, sino una falta de reverencia que abarca desde la dejadez propia de la apatía hasta los más burdos abusos litúrgicos imaginables.
No hace falta irse a las banderas arcoíris sobre los altares o a los celebrantes con disfraces de payasos o animales; basta con pensar en los abusos que se cometen cada semana en múltiples parroquias “normales”: parafrasear las oraciones del misal, delegar la homilía a los laicos, referirse a Dios como “Madre”, negar a los fieles la comunión en la boca, permanecer en la sede mientras los ministros extraordinarios distribuyen la Eucaristía, etc. Y es que, si los jóvenes -o quienes se acercan por primera vez a la Iglesia- no ven seriedad y solemnidad en el culto a Dios, ¿cómo podrán convencerse de que -a diferencia de lo que ocurre en un “servicio” protestante- están en presencia del Señor de cielo y tierra?
La solución más inmediata se halla en una sencilla paremia que han acuñado los católicos estadounidenses: “Say the black, do the red”. Con esto, se refieren a que basta con que el sacerdote recite con devoción los textos que están impresos en color negro en los libros litúrgicos -concretamente, en el Misal Romano- y a que realice correctamente los gestos marcados por las rúbricas, que aparecen en color rojo, para garantizar que la liturgia guarde el mínimo de reverencia exigible.
Los fieles -especialmente los jóvenes- no queremos más “creatividad” ni más ocurrencias. Nos estremecemos ante lo que Benedicto XVI llamó “el rostro deslucido de la liturgia posconciliar” y añoramos las viejas tradiciones de la Iglesia, esas de las que fuimos privados por aquellos que en su momento las tildaron de antiguallas casposas y que ahora se rehúsan a reconocer sus yerros. Pero la forma en que rendimos culto a Dios no es baladí; antes bien, es reflejo inequívoco de lo que realmente creemos: Lex orandi, lex credendi, lex vivendi.
5. Recuperar la música solemne y el latín, conforme al bosquejo planteado por los padres conciliares en diciembre de 1963.
En El Espíritu de la liturgia, el Papa bávaro explica que la liturgia católica es siempre “liturgia cósmica” porque, cuando participamos en la misa, nos incorporamos a una celebración que nos precede y en la que nos unimos a los ángeles y a los cristianos que nos han antecedido. Es por eso que debemos prescindir de los criterios modernos que nos invitan a inundar la liturgia de expresiones subjetivas de la voluntad humana, ya que solo insertándonos en la tradición podemos escapar del aislamiento individual y hallar refugio en la comunión de los santos; de ahí el inmenso valor de estos dos vehículos cultuales, la música y la lengua, para devolver a la liturgia el lustre que jamás debió haber extraviado.
¿Por qué durante tantos siglos el latín y la música sacra se tuvieron en la más alta estima? Quizá sea porque nos permiten separar con claridad la liturgia del grueso de nuestras actividades cotidianas, haciéndonos ver que estamos accediendo a un plano más elevado -el del culto a Dios-. Tal vez se deba a que preservan y dan continuidad a la fe, ya que son los mismos cantos y oraciones que rezaba la Iglesia en otras épocas. O posiblemente sea porque proporcionan cierta uniformidad a los católicos, permitiendo que los fieles de distinta lengua y procedencia cultural puedan rezar juntos, como verdaderos hermanos.
Sea cual fuere el motivo, la constitución Sacrosantum Concilium del Concilio Vaticano II reconoció el valor de estos dos elementos, al establecer la primacía de la música sacra, en particular del canto gregoriano y de la polifonía (nn. 112-116), así como la importancia de la preservación del latín (n. 36), que los fieles estamos llamados a dominar a grado tal que seamos capaces de recitar o cantar en dicho idioma las partes de la misa que nos corresponden (n. 54).
¿Acaso es disparatado aspirar a entonar el Agnus Dei en la lengua en la que lo hacían Santa Teresa de Ávila y San Juan Bosco? ¿O intentar que la música de la misa sea palmariamente diferenciable de las chabacanerías que copan los ambientes seculares? Me rehúso a creer que es mucho pedir.
Conclusión
Sé que escuchar de sopetón las verdades del barquero puede resultar abrumador, pero, frente a las redes del desaliento y del conformismo que Lucifer y sus legiones tienden para ofuscarnos, Cristo ha llamado a nuestros sacerdotes a ser pescadores de hombres. Pescadores que son humanos y que se equivocan, pescadores que a veces se sienten extenuados, pescadores que, de vez en cuando, requieren que sus ovejas -o sus bacalaos- se acerquen a ellos para darles un consejo o señalar caritativamente algún yerro... pero pescadores que, al fin y a la postre, cuentan con el auxilio infalible y sobreabundante del Dios vivo.
Nuestro Señor no pide perfección o genialidad. Le basta con que reconozcamos nuestros pecados y nos acerquemos con el corazón contrito y abierto a la gracia. Por eso, para ser un buen sacerdote no hace falta ser un brillante latinista ni un as de la oratoria, como tampoco es menester elevarse en cada sermón a las alturas teológicas del Doctor Angelicus o del padre Garrigou-Lagrange, pues, como cavila Fernando Navales -el aguzado antihéroe de Juan Manuel de Prada- en Mil ojos esconde la noche, “no todos podemos ser genios, y tal vez sea mejor así, porque no siempre la genialidad, o lo que el mundo entiende por genialidad, nace del bien. En cambio, todos podemos elegir el bien, si nos lo proponemos”.
Oremos por nuestros curas, para que también ellos se propongan elegir el bien.