Prada, o cómo novelar en católico con rigor literario

La defensa de la ortodoxia por parte de Juan Manuel de Prada 'constituye un referente incluso de mayor garantía doctrinal que en medios oficialmente eclesiásticos'.
Es una verdadera pena que Charles Moeller, el célebre jesuita belga autor del ensayo gigantesco que lleva por título Literatura del siglo XX y cristianismo, no haya tenido un continuador. Echamos de menos un estudio como aquél, profundo y lúcido, filológico y teológico, de la literatura universal escrita a partir de 1970, que esclarezca los aciertos y errores de los grandes escritores de perfil cristiano, no necesariamente ortodoxos ni aun creyentes.
Se me dirá que es que ya no hay grandes escritores cristianos, ni ortodoxos ni heterodoxos, después de los Bernanos, Unamuno, Waugh, Greene, etc., pero esa afirmación nacería de la ignorancia. Sí que los hay. Otra cosa es que posean la calidad de éstos. Y otra cosa es, también, que quienes puedan poseerla logren hacerse ver en un mundo donde lo cristiano, lo religioso, es minuciosamente barrido del canon cultural.
De modo que un estudioso que quisiera prolongar el trabajo de Moeller tendría que hacer, primero, una labor de búsqueda. ¿Qué escritores cristianos “cuentan” después de los años setenta? Si nos centramos en el campo de la novela, cabría hacer una larga lista de narradores católicos contemporáneos. Hay conocidos novelistas etiquetados de tales, y no necesariamente en el gueto de las editoriales confesionales, pero suelen carecer de prestigio, del mismo modo que se estrenan en la actualidad muchas películas, incluso de costosa producción, con el marbete de católicas, que siempre fracasan ante la crítica, que jamás alcanzan estima entre los cinéfilos y expertos.
Por ceñirnos al ámbito español, me temo que sólo un novelista católico ha conseguido sobresalir en este último tercio de siglo; sólo uno, de calidad contrastada, puede contar entre los escritores grandes. Me refiero a Juan Manuel de Prada. Su reciente novela, Mil ojos esconde la noche, un brillantísimo retablo narrativo sobre la vida de los españoles, exiliados o funcionarios, residentes en el París ocupado por la Alemania nazi, entre 1940 y 1944, lo consagra definitivamente como el escritor más importante de su generación, y tal vez de varias generaciones, desde la de Cela y Delibes, igual al menos a los dos últimos premios Cervantes, Luis Mateo Díez y Álvaro Pombo, pero muy superior por lo sólido de su ideario y lo singular de su personalidad.

Juan Manuel de Prada, 'Mil ojos esconde la noche. 1. La ciudad sin luz. 2. Cárcel de tinieblas'.
- Juan Manuel de Prada, 'Mil ojos esconde la noche. 1. La ciudad sin luz. 2. Cárcel de tinieblas' (Espasa).
Se da la paradoja, sin embargo, de que su condición de escritor católico no es tan incuestionable como su excelencia literaria. Dejo aparte la labor periodística y crítica del escritor, donde tan a menudo habla de religión y temas de Iglesia, y donde su defensa de la ortodoxia no es que esté fuera de toda duda, sino que constituye un referente, para muchos lectores, incluso de mayor garantía doctrinal que las defensas que puedan encontrarse en medios oficialmente eclesiásticos. Aquí me ciño a su obra narrativa, a sus novelas. ¿Son católicas realmente? ¿Les cuadra esa etiqueta como les cuadra, por ejemplo, a Tolkien, a Flannery O’Connor, a Eugenio Corti o a Julien Green?
Si juzgamos a primera vista la citada última obra, que es en mi opinión y en la de los críticos que la han reseñado, su obra maestra, podría dudarse mucho. El lector se enfrenta a una realidad humana, tanto la de su protagonista, un falangista resentido, trapacero y bastante vil, como la de la mayoría de los personajes -españolitos de varia condición, franceses colaboracionistas y funcionarios nazis-, que parece irremediablemente alejada no ya de la fe y de la gracia sino incluso de los signos reconocibles de identidad católica. De vez en cuando se citan misas y actos religiosos, como no podía ser de otra forma en una colonia de españoles en París, pero nada en la enorme y compleja trama de la novela nos sitúa ante temas o conflictos de carácter religioso, menos aún ante una propuesta o un mensaje espiritual.
Pero obsérvese que he dicho “a primera vista”. Y ahí está la clave del sentido católico de la obra. Hay que ir al trasfondo de la misma para descubrirlo. Cuando nos metemos en esas novelas o en esas películas que exhiben tal marchamo, bien porque hacen apología de la fe o de la Iglesia, o bien porque buscan comercial o desinteresadamente al lector católico, nos suele acometer una sensación parecida a la de llevarnos a la boca un plato de sopa fría. Es un hecho difícil de entender, incluso para quienes hemos militado contra la descristianización de la literatura y del cine contemporáneo. Pero es un hecho. Esos productos actuales escritos con la buenísima intención de edificar a los lectores creyentes, de vindicar tal o cual personaje católico, de apoyar tal o cual causa católica, fracasan irremisiblemente. Tal vez refuercen nuestro credo, pero nos disgustan estéticamente. ¿Por qué? Incluso cabría señalar la injusticia de que a menudo estimamos obras del pasado que ostentan esa intención edificante que digo, pero sentimos rechazo con las del presente cuando la ostentan. ¿Es que acaso nos hemos vuelto hegelianos en arte, o lukacsianos, por entender que toda novela debe traslucir los valores dominantes de su tiempo, y que un tiempo nihilista como el actual no puede generar una narrativa católica válida?
No, no sería esa la respuesta, y la demostración se halla en este opus magnum de Juan Manuel de Prada. Se ha escrito y repetido muy discutiblemente que toda gran novela es siempre realista, pero pocos niegan que toda buena novela es un gran instrumento de exploración de la realidad. Y esa exploración, para alcanzar altura literaria, ha de huir tanto de lo documental como de lo idealizador o moralizante, pudiendo, en cambio, incorporar elementos fantásticos o imaginativos que revelan precisamente la parte oscura, no visible, y acaso la más decisiva, de las personas humanas.
En Mil ojos esconde la noche no hay efectos visibles, o al menos explícitos, de la gracia ni de la acción espiritual, pero sí que se produce, en su nudo y en su desenlace, un extraño y sutil corrimiento de tierras, del mal hacia el bien. Una lenta metanoia del protagonista, Fernando Navales, una discreta conversión tanto más convincente cuanto que no deriva de un suceso fortuito, de un as en la manga del novelista o de un deus ex machina. Así, la impregnación católica de la novela, su alto valor realista e histórico, estriba precisamente en su necesariedad psicológica, en el fondo cristiano del alma de varios de los personajes que la pueblan, que sale a relucir en circunstancias tan dramáticas como las del Paris asediado de finales de la II Guerra Mundial.
Los españoles de aquel tiempo tenían un alma no diré naturaliter christiana sino radiciter christiana, radicalmente (de raíz) cristiana, y eso decanta la novela hacia el realismo y la libra de caer en el negativismo fantasioso, propio de esa literatura de consumo contaminada de fascinación por el mal y por la desdicha que hoy parece dominar por doquier.