La redención y el holocausto de Charlie Kirk

Charlie Kirk fue asesinado en un acto explícito de violencia de la facción radical de la modernidad.
Sin Dios, el hombre está perdido filosófica y existencialmente. Su existencia es un camino de perdición, su filosofía es presa de la desorientación, su sabiduría es caótica, y su religiosidad es catastrófica. El hombre no puede hacer desaparecer (ni tan siquiera apartar de su vida) la religiosidad, la referencia sacral es indefectible. A lo largo de la Historia siempre hubo un culto socialmente establecido en torno a una realidad, ficción o fantasía con proposición de eternidad. La experiencia de lo sagrado anda siempre presente.
Al alejamiento de Dios que ha protagonizado un magma histórico al que algunos llaman Occidente le ha proseguido una suerte de mutación grotesca y troceada de la teología. Una mutación de lo político en lo religioso a través de las ideologías, con todas las calamidades que saltan a la vista. La sacralización de lo mundano clama inexorablemente por la teologización de la política. En eso, precisamente consiste la Revolución como motor de la Modernidad: en la subversión del orden sacro. El hombre se autolegitima apto para edificar su propio paraíso terrenal (¡y pobre del que ose estropearle el ideal!), en donde además no podrán faltar los institutos que nos bendigan o maldigan en función de la pureza ideológica de nuestros actos.
Generó una gran conmoción el asesinato del conservador Charlie Kirk, profeta para unos, anatema para otros. Desde la perspectiva que ofrece la distancia de los acontecimientos, cabe preguntarse si semejante crimen fue algo más que una manifestación homicida en medio de la denominada “batalla cultural” que algunos invocan. La palabra de Dios (el Verbo) es infalible en todos los aspectos de la vida, y eso incluye a la política. Cuando Cristo pronunciaba en el Evangelio que toda comunidad dividida contra sí misma quedaría destruida (Mateo 12, 25) estaba enunciando una prolepsis perfecta de lo que les iba a ocurrir a las sociedades atrincheradas en las ideologías.
Al desolador asesinato de Charlie Kirk le siguió el enfrentamiento dialéctico entre los contendientes de la “batalla cultural”, unos culpando a los de su izquierda y otros a los de su derecha. La perenne tragedia política de una era que se pensó que el problema de la religiosidad se reducía a sitiar la religión, y se solucionaba frívolamente con proclamar la quimera del Estado aconfesional, encerrar a los curas en las sacristías y que cada feligrés se las compusiera como fuese para vivir su fe en privado.
Las ideologías estaban destinadas a ocupar el espacio negado a las religiones (ex profeso al cristianismo), a asumir un rol sacral, porque las religiones se pueden devolver a las catacumbas, pero la religiosidad es imposible de anegar.
- Desde la Revolución Francesa, la ontología revolucionaria de la facción progresista consiste en otorgar un papel redentor a la vanguardia de la antropocéntrica modernidad. Papel que le confiere la facultad de cometer cuantas atrocidades y barbaridades sean necesarias como holocausto para la redención ideológica.
- Mientras tanto, la ontología revoluciona de la facción conservadora ha sido la moderación doctrinal del antropocentrismo revolucionario, esto es, la retaguardia minimalista del liberalismo, la secularización y el progreso. Siempre compartiendo los motivos y rechazando los motivos de los motivos: el Estado no es un absoluto pero no hay absoluto que rija por encima de éste; la democracia no es oráculo de la Verdad pero es una verdad inamovible; la libertad de cada individuo es sagrada aunque se proscriba lo sagrado; y los derechos humanos son innegociables aunque estén condenados a mudar permanentemente en nombre del progreso. La inconsecuencia también tiene consecuencias.
No. Llevar al pobre Kirk al matadero no fue solo el crimen de un fanático que andaba suelto por ahí. Ni tamaña barbaridad se agota en la intolerancia hacia las ideas ajenas. Ni en el uso de la brutalidad para hacer prevalecer causas sociales. Fue un acto de implacable redención en aras de la pureza ideológica, de algún modo santificado por las dos facciones de la “batalla cultural”: unos consideraron al joven Kirk un héroe sacrificado por la causa, otros un odiador blasfemo que debía ser redimido en holocausto.
En el marco de las revoluciones liberales, la vanguardia doctrinal siempre la encabeza una facción redentora y la teodicea de la redención no conoce más límites que los que establezca el propio redentor en su condición (en este caso) preternatural de tal. No se trata de un hecho novedoso. Cuando Nicolas Berdiaef estudió el bolchevismo, descubrió que se trataba de una suerte de “satanocracia”. Observó que los bolcheviques tenían entre ceja y ceja hacer del marxismo un mesianismo en nombre del proletariado, dispuesto a hacer pasar por el paredón a los oponentes al paraíso proletario. Nada podía interponerse en los nuevos designios mesiánicos.
La absolutización de la política emancipada del orden tradicional, hecho considerado por unos y otros un gran logro del engendro occidental, ha devenido en sociedades cada vez más fragmentadas y enfrentadas por unas confesiones profanas que ocupan todo el espacio religioso central expulsando a las periferias lo que queda de la verdadera religión.
La pistonuda “batalla cultural” solo ha desatado la deflagración social de una época, donde las facciones que se presentan como antagónicas comparten premisas suprapolíticas espiritualmente autodestructivas, porque a la profanación de lo sagrado le sigue ineluctablemente la sacralización de lo profano. Charlie Kirk fue una sonora víctima servida en holocausto para la redención.