Geopolítica de un pontificado

El momento de la elección de Francisco coincide con el auge de Barack Obama y el fuerte empuje de un globalismo claramente anticristiano.
¿Qué balance puede hacerse de este pontificado? Conducir la Iglesia, una realidad planetaria que atraviesa los milenios entre los acontecimientos cambiantes del mundo, es una labor sobrehumana. Además, era difícil suceder a dos gigantes como Juan Pablo II y Benedicto XVI, que han cambiado la historia.
Francisco consumió todas sus energías, sin reservarse a pesar de la enfermedad, hasta el último suspiro. Pero ¿puede decirse que deja una Iglesia con mejor salud que la que encontró? No lo parece. Incluso los entusiastas de la primera hora, que fantaseaban con un presunto “efecto Bergoglio” (confundiendo los editoriales laudatorios de Eugenio Scalfari con la realidad), habían reconocido en los últimos tiempos la gravedad de la crisis.
A muchos católicos les parece encontrarse ante un inmenso panorama de ruinas. Pero sería injusto cargarlo todo en el debe de este Papa. Porque en la Iglesia cada uno tiene su responsabilidad, empezando por el estamento eclesiástico.
Y no solo el estamento eclesiástico. El colapso de los movimientos eclesiales, formidables en los años del Papa Wojtyla, comenzó antes de la llegada de Francisco, quien más bien tiene el mérito de haber intentado reanimarlos.
El pontificado del Papa Bergoglio debe situarse en el contexto histórico y geopolítico de su inicio: 2013. Con Francisco desaparece de la escena pública el último protagonista de la “época demócrata” (Obama/Clinton/Biden), durante la cual se intentó una revolución cultural (objetivamente anticristiana), una desregulación antropológica paralela a la desregulación económica de la globalización.
El Papa Bergoglio tuvo que enfrentarse a este huracán y con el establishment progresista, con quien coincidió sobre una cosa: su oposición a la guerra. Pero, paradójicamente, a quien Francisco manifestó una abierta antipatía fue al presidente estadounidense más pacifista, Donald Trump, que se opuso a ese establishment progresista. El Papa argentino ha sido elogiado nada menos que como “el principal líder de la izquierda” (Massimo d’Alema). Una expresión absurda, que no le hace justicia. Sin embargo, con él volvieron realmente a la Iglesia los años 70, cuando el cristianismo fue sacudido por un huracán de ideologías mundanas que desertificaron las parroquias.
En 2005, Joseph Ratzinger [misa Pro eligendo Pontifice] describió el periodo del postconcilio con palabras que parecen apropiadas a lo que se ha visto desde 2013: “¡Cuántos vientos de doctrina hemos conocido durante estos últimos decenios! ¡Cuántas corrientes ideológicas! ¡Cuántas modas de pensamiento!... La pequeña barca del pensamiento de muchos cristianos”, dijo Ratzinger, “ha sido zarandeada a menudo por estas olas, llevada de un extremo al otro: del marxismo al liberalismo, hasta el libertinaje; del colectivismo al individualismo radical; del ateísmo a un vago misticismo religioso; del agnosticismo al sincretismo, etc. (…) A quien tiene una fe clara, según el Credo de la Iglesia”, proseguía Ratzinger, “a menudo se le aplica la etiqueta de fundamentalismo. Mientras que el relativismo, es decir, dejarse «llevar a la deriva por cualquier viento de doctrina», parece ser la única actitud adecuada en los tiempos actuales. Se va constituyendo una dictadura del relativismo que no reconoce nada como definitivo y que deja como última medida sólo el propio yo y sus antojos”.
Por una singular paradoja, también en esta época, como en el 68, han dominado modas ideológicas con una apariencia progresista, pero en realidad totalmente instrumentales para la globalización del turbocapitalismo (por ejemplo, el alarmismo sobre el calentamiento global y el inmigracionismo, dos pilares del pontificado bergogliano).
Sobre cuestiones éticas, que Juan Pablo II y Benedicto XVI habían definido como “principios no negociables”, Francisco ha mantenido una actitud cambiante, a veces muy decidida en su defensa, otras veces confusa o tan ambigua como para suscitar el entusiasmo de los medios sistémicos más hostiles a la Iglesia. Por ejemplo, ha pronunciado discursos donde ha puesto en valor el patriotismo y las identidades, y otros en los que ha dicho lo contrario. La claridad en la dirección ha faltado casi sobre todas las cosas. Salvo en el tema (bellísimo) de la misericordia divina. Y sobre los temas (muy discutibles) del calentamiento global y de las migraciones, sobre los cuales Francisco ha recibido el aplauso de la opinión pública progresista. Ha incrementado así su popularidad mediática, que sin embargo no ha producido conversiones.
El pueblo católico ha parecido a menudo desorientado por las expresiones del Papa. Sin embargo, le ha sentido cercano en su continua predicación sobre el perdón de Jesús, en la apremiante exhortación a atender a los que sufren y a los pobres, en momentos de gran espiritualidad como la consagración de Rusia y de Ucrania al Corazón Inmaculado de María (para detener la guerra mundial), en el Año Santo, en páginas conmovedoras, como la encíclica sobre el Sagrado Corazón y en decisiones como el nihil obstat a Medjugorje.
A Francisco siempre le animó la voluntad de hacer llegar a todos, verdaderamente a todos, el abrazo de Cristo, la salvación. Pero con frecuencia, según sus críticos, esa buena intención se tradujo en un modo que ha dado el resultado contrario, dividiendo fuertemente a la Iglesia.
Fue bueno –dicen muchos- abandonar la “elección religiosa” porque los cristianos deben comprometerse en cambiar el mundo, pero es un error disolverse en el mundo, haciendo causa común con grupos hostiles a la fe católica. Era justo criticar el clericalismo, pero -se observa- sin desacreditar a la Iglesia o desconcertar a los sencillos. Bellísimo proclamar que Dios es misericordia, pero sin dejar a un lado la verdad, que es la primera caridad. Óptimo potenciar la colegialidad, pero incomprensible hacerlo solo de palabra, practicando un poder personal absoluto. Justo rechazar un tradicionalismo que no sabe estar en la historia, pero no se puede olvidar el magisterio de siempre de la Iglesia. Justo, en fin, mirar a las periferias, pero incomprensible ignorar a la Iglesia africana (la más viva y la que más crece) solo porque es conservadora.
El ministerio petrino no es solo una institución: se ha confiado a un hombre, y en algunos casos sobre el ministerio prevalecen la opinión personal, las simpatías, las antipatías y el doble rasero. O los prejuicios, también los ideológicos. Incluso en la relación con los sistemas políticos: piénsese en la consideración especial que Francisco ha tenido hacia el régimen comunista chino.
Francisco ha dejado en un segundo plano a Europa, cuna del catolicismo: nunca le ha reclamado sus raíces cristianas -como hacían sus predecesores- y parece haberla considerado como un hospicio que solo debe acoger, sin abrir la boca, a grandes masas de inmigrantes. El resultado ha sido desolador. Para Europa y para los cristianos.
Lo importante que Francisco deja a la Iglesia es la conciencia de que no puede atrincherarse detrás de los muros de su doctrina y de sus ritos, sino que debe llevar a Cristo vivo a todos los hombres.
- Publicado en el blog del autor.