Cuatro argumentos filosóficos para creer en la vida eterna

La finalidad de lo creado y su belleza son dos de las pruebas que adujo Santo Tomás de Aquino para demostrar la existencia de Dios y de la vida eterna.
En calidad de escritor de inspiración tomista y chestertoniana, voy a esgrimir cuatro razonamientos que hacen plausible -desde la óptica de la filosofía- la existencia de la vida eterna.
Tras esta concisa introducción, prometo que mi disertación, también, será relativamente breve.
En primer lugar, no creer en la vida eterna me parece irracional por una razón muy simple: carece de sentido que, si al realizar una buena obra, nos sentimos bien con nosotros mismos, dejásemos de sentirnos bien a la hora de sacrificar la vida por alguien. No tendría ninguna lógica que un acto de tamaña heroicidad, abnegación y desprendimiento fuese pagado de una manera tan injusta. Sobre todo, habida cuenta de que nos llenamos de júbilo cada vez que actuamos con generosidad, rectitud y responsabilidad. Pensemos en esto detenidamente, porque podemos extraer conclusiones verdaderamente encomiables.
A esto, cabe añadir que si muchos agentes de seguridad -policías y militares incluidos- dejasen de creer en el más allá, abandonarían su vocación de protegernos, porque si el riesgo que corren -en nuestro beneficio- fuese pagado de manera tan injusta, carecería de sentido que se metiesen en un berenjenal de semejantes proporciones.
Al hilo de lo desarrollado, es preciso incidir en que muchas personas poco practicantes -e incluso algunas que se declaran agnósticas- me han llegado a reconocer que, si se encontrasen en los umbrales de la muerte, se confesarían “por si acaso”. Esta actitud, aunque no sea la ideal (puesto que tenemos que estar, en todo momento preparados, al no saber el día ni la hora de nuestra defunción), revela que existe un miedo a la condenación eterna -un pánico al vacío (aquello que es conocido como el horror vacui)- que habla muy a favor de la existencia del Reino de los Cielos como alternativa.
En segundo lugar, Miguel de Unamuno, aun siendo ateo, nos obsequió con un argumento muy poderoso a favor de la existencia de la vida eterna: hizo suya aquella cita de Spinoza que dice que “todo ser tiende a permanecer en su ser”, para redondearla con la conclusión de que “el verbo hecho carne quiere vivir en la carne, y cuando le llega la muerte sueña en la resurrección de la carne”. En otras palabras, alguien que veía creer en Dios y en el más allá como algo irracional nos brindó un motivo sumamente racional para creer.
De hecho, Unamuno concebía “la resurrección de la carne” como un deseo natural del hombre, como un anhelo propio de éste, pero que, al verlo como algo irracional, le generaba frustración; esto es aquello que denominó como “el sentimiento trágico de la vida”. Pues, sinceramente, entender que “el verbo hecho carne quiere vivir en la carne, y cuando le llega la muerte sueña en la resurrección de la carne” como un deseo propio de las personas ya es de por sí un argumento bastante racional para creer en Dios.
Para más inri, Unamuno, al interpretar “la resurrección de la carne” como un deseo connatural al hombre y ver este anhelo, a su vez, como algo irracional, lo que hizo no fue renegar de este anhelo, sino renunciar a la razón; algo así como luchar por vivir cristianamente, como si la vida eterna existiese, pero sin creer en su existencia. En estos términos, puso de manifiesto su particular postura: “Obra de tal modo que merezcas a tu propio juicio y a juicio de los demás la eternidad”; también, se puede percibir en contradictorios juegos de palabras como “oye mi ruego, tú, Dios que no existes” o “la oración del ateo”.
En tercer lugar, Santo Tomás de Aquino, en la quinta de sus cinco vías, nos ayudó a ver que todas las cosas tienen una finalidad, pero que, si nos preguntamos por el fin último de todo, se nos acaban las preguntas y nos terminamos rindiendo ante Dios, como el único que ha podido crear el universo con un objetivo último.
El cuarto y último argumento para creer en la vida eterna también lo encontramos en Santo Tomás, con su cuarta vía, que es la de los grados de perfección. Ésta consiste en que todas las cosas existen en un grado determinado (grado de bondad, de verdad, de belleza, etcétera), por lo que tiene que existir alguien que posea todas esas cosas en grado sumo, respecto del cual las demás se comparan y del cual participan.