Los jóvenes y la Biblia

Los jóvenes y la Biblia
Una de las cosas más apasionantes que me ha pasado últimamente es dar clase de Biblia a los jóvenes de mi parroquia. Cuando me llamó el sacerdote para pedírmelo, me hizo tanta ilusión que antes de que terminara la frase ya le había dicho que sí. ¡Me encanta! Lo disfruto muchísimo, debe ser que me estoy haciendo mayor y cuando miro a esas chicas y a esos chicos solo veo almas maravillosas sedientas de Amor y de Verdad.
El caso es que en la primera charla les repartí un papel en blanco y les pedí que pusieran por escrito lo que preguntarían a Dios si lo tuvieran delante. Las respuestas debían ser anónimas para que escribieran con toda libertad. Lo que yo pretendía era responder a sus preguntas a lo largo de las clases de Biblia. Más del ochenta por ciento de las preguntas que hicieron tenían que ver con la vocación, con su identidad: “¿Cómo sé lo que Dios quiere de mí?”, “¿Cuál es el sentido de mi vida?”, “¿A qué estoy llamado?”, ¿Por qué he sido creado?”, “¿Para qué estoy aquí?”, etc.
Así que comencé hablándoles de la creación, de nuestros primeros padres, del pecado original, de cómo Dios nos amó y nos pensó desde toda la eternidad… Muchos de ellos confesaban abiertamente que no sabían cómo rezar, que no sabían lo que Dios esperaba de ellos, que no entendían por qué hacían cosas de las que luego se arrepentían, etc. Esta mañana he cogido la carta a los hebreos y he leído lo siguiente: “También nosotros hemos recibido la buena noticia, igual que ellos; pero el mensaje que oyeron no les sirvió de nada a quienes no se adhirieron por la fe a los que lo habían escuchado” (Hb 4,2).
Y este texto me iluminó: La cuestión no es “oír” la buena noticia, el evangelio, la Palabra de Dios, sino “escuchar”, algo que no está muy de moda. Según el diccionario de la Real Academia Española, “oír” es “percibir con el oído los sonidos”, mientras que “escuchar” es “prestar atención a lo que se oye”. La diferencia entre oír y escuchar tiene que ver con la voluntad y con la predisposición. La acción de oír es involuntaria, sencillamente se oye cuando el aparato auditivo está sano. En cambio, la acción de escuchar es voluntaria, implica una predisposición para querer comprender lo que se escucha. En definitiva, que muchas veces oímos, pero no escuchamos.
Y precisamente eso es a lo que se refiere el autor de la carta a los hebreos, que habiendo “oído” el mensaje de salvación, hubo personas a las que no le sirvió de nada porque no lo “escucharon” y, por tanto, no lo acogieron en su corazón. No basta “oír” la Palabra de Dios, sino que además es necesario “escucharla” para entablar un diálogo con Aquel que nos ama. Hay una frase que a mí se me ha quedado grabada y que me ayuda mucho a la hora de ponerme frente a la Biblia: “En los libros sagrados el Padre que está en los cielos sale amorosamente al encuentro de sus hijos para conversar con ellos” (Dei Verbum 21). Cada vez que abro la Biblia pienso que Dios sale a mi encuentro para hablar conmigo y me imagino paseando con Él a la hora de la brisa por el jardín del Edén, como hacían Adán y Eva.
Y, la pregunta del millón, ¿de qué hablaban Adán y Eva con Dios en el paraíso? Pues de lo mismo que quiere hablar con cada uno de nosotros si le “escuchamos”. Y esto es lo que yo quiero transmitir a los jóvenes en mis clases de Biblia: Que Dios los ama profundamente, que su Amor no depende de lo que hacen, sino que está muy por encima de sus actos, que Cristo es el Camino, la Verdad y la Vida y que está dispuesto a salir al encuentro de cada uno de ellos una y otra vez para siempre. Que no pierdan la esperanza, que se abran al Amor de Dios, que la vida es un regalo que debemos acoger con alegría y que aprendan a escuchar la Palabra de Dios para poder decir, de la mano de la Virgen María, “Señor, tú eres mi lámpara; Dios mío, tú alumbras mis tinieblas” (Sal 18,29).
Beatriz Ozores