El islam no es el enemigo
La última potencia militar musulmana fue el Imperio Otomano. Es decir, fue la última amenaza bélica con fuerza real orgánica, no creada e impulsada artificialmente, foráneamente.
El llamado "peligro turco" mantuvo en jaque a las potencias del Mediterráneo durante cinco siglos. La victoria en Lepanto supuso un severo contratiempo para el poder marítimo turco, pero no lo liquidó.
Esta amenaza otomana se nutrió de turbias alianzas por parte de reinos y repúblicas católicas -Francia, Venecia- y protestantes -Holanda, Inglaterra-. La historia, como veremos, se repetirá en el siglo XX y, corregida y aumentada, en el XXI.
Sin embargo, en el imperio turco vivieron muy bien y en paz cristianos, judíos y mahometanos. Tanto es así que las poblaciones cristianas en Oriente Medio crecieron y prosperaron, el culto se mantuvo y se enriqueció, y la presencia de misioneros, legados papales, órdenes religiosas, etc., se multiplicó. Lo mismo cabe decir de las comunidades judías sefardíes y de los hebreos de Palestina (recordemos que los judíos que permanecieron en su tierra tras las expulsiones fueron una muy notable mayoría, semitas todos ellos, y no mezclados con los europeos del Este, polacos, rusos o alemanes, como los askenazis).
Así pues, conviene distinguir la praxis geopolítica y militar del Imperio Otomano, muy parecida a la de los Césares, y la vida social y espiritual bajo la autoridad religiosa musulmana. En este mismo sentido, conviene distinguir entre los practicantes de una fe determinada y los delincuentes de esa o de cualquier otra fe, ateos, agnósticos, animistas o confucianos.
Estás distinciones son muy importantes porque, si las obviamos, nos llevan a confusiones políticas interesadas y, lo que es peor, a ser cómplices de aquellos que, con trampas saduceas, quieren enfrentar de nuevo a las dos grandes religiones monoteístas en un conflicto de alcance planetario ajeno por completo a sus intereses más elementales.
La masonería anglosajona y su instrumentalización del Islam
Fueron turcos formados en logias británicas, apoyados por familias eminentes del capitalismo judío, quienes desataron el infierno en la Sublime Puerta: el Imperio Otomano, tomado antes de la I Guerra Mundial por los masónicos Jóvenes Turcos y el germen egipcio de los Hermanos Musulmanes, desata un baño de sangre con el genocidio armenio y griego. Todos, cristianos ortodoxos, habitantes seculares del Cáucaso los unos, y de las costas del mar Egeo los otros.
Algunos millones de personas son sacrificados en los altares de Baphomet y, contradicción criminal, el sultanato que había animado la convivencia es abolido.
No es casualidad que la primera guerra global, instigada por todas las logias, desde Disraeli a Clemenceau, acabe con los dos grandes imperios religiosos: el Otomano, agareno, y el Austro Húngaro, católico. La era del ateísmo emergía desde la sima de una orgía de sangre.
Y desde entonces, la creación, desarrollo, financiación y dirección de grupos yihadistas ha corrido sin excepción a cargo de potencias occidentales: Inglaterra y Estados Unidos, Israel, Francia y, en menor medida, Alemania e Italia. Los servicios de inteligencia de estas naciones han estado detrás sin excepción de todos y cada uno de los atentados que se han cometido y de las guerras que se han librado.
(Hoy actúan como mamporreros los emiratos del Golfo, Marruecos, y los enemigos de los persas de Teherán, ciudad en la que se han construido más iglesias desde 1979 que en Israel desde 1948.)
El factor religioso convencional es, como siempre ha sido, una pobre excusa, burda y macabra, para desencadenar las atrocidades.
Odium fidei
El factor religioso tradicional envenena los fondos del odio: no se soporta a Cristo, no se puede pasar sin asesinarle de nuevo en cada feto, en cada mujer violada, en cada cristiano decapitado, en cada templo profanado; odio secular aquí, odio eterno más allá: desde el primer Non serviam, desde aquel "El hijo del hombre es Señor del Sábado" y desde aquellos insultos a las afueras de Jerusalén: reírse de Dios en su cara, y, en Su Nombre, clavarlo en una cruz y escupirle.
Pero dejemos la mística para los ingenuos, porque en Nigeria hay una riqueza inagotable y cristianos que molestan. Porque en Afganistán hay opio para dormir a mil mundos. Porque el petróleo y el gas y las tierras raras y la logística china y rusa pasan por allí, por entre el Eúfrates y Chipre. Porque, seamos místicamente realistas: queremos construir el Gran Israel, destruir, o terminar de destruir, a la Europa cristiana, a Roma, como hicimos con Constantinopla.
Por todo eso no queremos la paz del sultán, ni la convivencia andalusí, ni aún la tolerancia democrática y liberal. Por todo eso, seguiremos armando a Boko Haram, a Al Qaida, a Hamas, al Daesh, y a todos los terroristas que aupamos al poder en países destruidos.
Destrozamos Europa entre 1914 y 1945. Y la reconstruimos. Hicimos lo mismo en Japón. Y ahora, en ese Oriente doliente donde hubo un Edén. No. No habrá paz.
Pregunten a Sadat, Begin, Arafat o Sharon por qué.
Pero la Paz vencerá si no nos confundimos de enemigo. Si no entramos al trapo de provocadores fariseos envueltos en banderas nacionales, sean españolas, catalanas, palestinas o las de las estrellas de cinco o seis puntas.
Paz y bien.