Viernes, 29 de marzo de 2024

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Carta del papa Celestino VI a los sacerdotes (y III)

por El rostro del Resucitado

 
Completamos con esta última entrada la transcripción del texto de la Carta a los sacerdotes del escritor italiano Giovanni Papini (18811956).

Tras haber reclamado un ejército de santos "para salvar lo que todavía se puede salvar", Papini dirige en este final una última y apasionada llamada a los sacerdotes, exhortándoles a tener sed de almas, a arder en el fuego del Espíritu Santo, a renacer en la Cruz de Cristo.





Carta a los sacerdotes (y III)

No basta con ser, como sois, los lavanderos de las pobres almas que todavía se arrodillan en los confesionarios. La mayor parte de los que están sucios no vienen a vuestros lavatorios, no vienen a comer el pan que solo vosotros podéis dar.

¿Os habéis preguntado alguna vez por qué tantas almas ardientes, tantas inteligencias animosas, tantos hombres capaces de fe y de sacrificio no van a vosotros y no entran en vuestras iglesias? ¿Os habéis preguntado alguna vez por qué las multitudes que os escuchan están compuestas por muchas más mujeres y niños que jóvenes en flor y hombres maduros?

Muchas son las causas de este abandono y no todas residen en vosotros.

Pero, ¿no pensáis que quizá vuestra frigidez aleja a los espíritus ardientes, que vuestra pobreza de corazón rechaza a los ánimos generosos, que vuestra acompasada mediocridad repugna a las almas sedientas de lo sublime, que la angostez de vuestra mente demasiado cautelosa desalienta a los ánimos libres?

Infundís a menudo la sospecha de creer que la religión es solo asunto vuestro, que el Cristianismo es vuestro monopolio y la Iglesia el dominio que os está reservado. No será, desde luego, un Papa quien niegue la superior dignidad del sacerdocio y los derechos imprescriptibles de la jerarquía, pero deberíais recordar también que la Iglesia es el cuerpo místico de Cristo, y que a este cuerpo pertenecen todos los fieles, no solo los tonsurados.

Todos necesitan, para salvarse, nacer por segunda vez en Cristo. Y Cristo, como sabéis, descendió aquí abajo para todos, se inmoló por todos los hombres. Deberíais llamar más que ahora a aquellos laicos que pudiesen colaborar en vuestra obra, no en aquello que os corresponde exclusivamente, sino en la obra de conversión y de redención.





Deberíais buscar más ansiosamente a los lejanos, los reacios, los rebeldes, los expatriados, los sin fe, sin Cristo y sin Dios, y hacerles sentir, con la irrupción irresistible de vuestro amor, la belleza, la grandeza, la certeza de nuestra fe. Recordad las palabras de nuestro maestro: Compelle intrare [Ndt: "forzadles a entrar", cf. Lc 14,23]. No tenéis bastante apetito de almas. Os contentáis con tener cobijados vuestros escasos rebaños, pero no sufrís bastante por las ovejas extraviadas como las otras, que os pertenecen, que pertenecen por derecho divino de vida y muerte a nuestro Dios.

No las esperéis junto a vuestros altares, id a buscarlas allí donde viven –aunque vivan en fortalezas o en estercoleros– y lleváoslas, como se recupera un hijo raptado; esclareced los ojos de los legañosos, arrancad los sellos de plomo que oprimen los corazones. Quizá encontréis entre los enemigos de hoy a los más potentes auxiliares de mañana.

Descuidad por algún tiempo las innumerables devociones que las multitudes semipaganas prefieren y que vosotros toleráis con demasiada condescendencia; es más, que vosotros mismos estimuláis y cultiváis. Nadie venera más que yo a la Virgen María, a la regia sierva del rey de Reyes, la cual está por encima de todas las mujeres. Pero no hagáis que pueda parecer a los profanos malignos que el catolicismo, aun cuando no sea más que en la devoción más ordinaria del pueblo, es un culto a la Virgen más que a la Trinidad. Poco recordáis al Padre, y menos aún al Espíritu Santo. Si no estuviesen el Pater y el Credo os acordaríais bastante menos del Creador del cielo y de la tierra, del Consolador que bautizó con el fuego a los Apóstoles, que de María y los Santos.

Las imágenes, las reliquias, las estatuas de cartón piedra y las flores de papel son materia visible y perecedera, y no deben dominar sobre el espíritu. Revestíos, ante todo, de Cristo; invocad más a menudo el auxilio de la Tercera Persona, que ilumina y vivifica. No os confiéis solamente a la palabra, no os dejéis enviscar en la letra, no os cuidéis solamente de las formas externas del culto. Sed, para todos, ejemplo de humildad, de pobreza, de caridad; descended entre el pueblo, llorad con los afligidos, repartid vuestro pan con los hambrientos, acercaos a los fugitivos, aceptad con alegría los insultos, los ultrajes, los vituperios. Esta será vuestra más victoriosa apologética, la oración más eficaz, la oratoria más arrolladora, superior a la elocuencia sagrada, como el milagro del santo es superior al silogismo de un sabio doctor. Y si, para alcanzar esta plenitud de apostolado efectivo y espiritual, tenéis que pasar por alto alguna novena, algún triduo, alguna procesión, alguna peregrinación o fiesta religiosa, no hay mal en ello: desde ahora, en nombre de la potestad que me viene de Dios, os perdono y os absuelvo.

Ya sabéis lo que vuestro nombre significa. Los presbíteros; los présbites, es decir, los que deberían mirar a lo lejos, mirar a las cumbres y a las cimas, hacia las alturas del infinito. ¿Por qué, en cambio, os contentáis con escrutar las minucias cercanas, como los míseros miopes?

Acordaos, si podéis, de vuestra dignidad sobrehumana, de la voz que os llama a ser colaboradores, embajadores, aliados de Dios entre los hombres. Recordad que a vosotros corresponde, como anunció el apóstol San Pablo, juzgar incluso a los ángeles. La salvación del género humano está en manos vuestras. Si el Cristianismo es la única medicina, vosotros sois y debéis ser los médicos y ministros del gran enfermo.





Que ninguno de vosotros sufra el vértigo al subir al monte inmaculado de la Transfiguración universal. No creáis que sois solamente los ayudantes repartidores de catecismo, los dispensadores de sacramentos. Sois bastante más, mucho más. ¿No sabéis aún que sois el necesario suplemento para la redención humana? No os intimide el compromiso inaudito que os impuso Dios. Se os necesita para llevar de nuevo la felicidad a aquellos lugares en que las almas mueren aún antes que los cuerpos. El mundo entero parece hoy positus in maligno [Ndt: "bajo el poder del maligno", cf. 1 Jn 5,19]: asunto vuestro es la revolución necesaria para su rescate.

Guardad luto, con el negro de vuestro traje. No ya luto por la muerte de Cristo, que ha vuelto a salir del sepulcro y triunfa en el cielo, sino luto por todos los asesinados, por todos los muertos sin esperanza, por todas las desgracias que la desobediencia a Cristo ha provocado.

Os conjuro en nombre del Dios vivo, hermanos e hijos míos a quienes amo más que a mí mismo; os conjuro en nombre del Fiat ["hágase"] del día primero, en nombre del Sitio ["tengo sed"] de la cruz, en nombre de las llamas de Pentecostés, en nombre de mi viejo corazón, desgarrado por la congoja. Tened voluntad de ser más que hombres. Tened el valor de ser locos, con esa locura que es sensatez a los ojos del Altísimo. No temáis la muerte, sino solamente la inutilidad de la vida y la pequeñez del alma. Sed, en nombre del fuego del Espíritu Santo, menos frígidos, menos mediocres, menos perezosos, menos petrificados. Crucificaos con vuestras propias manos sobre el madero áspero de la Humanidad si queréis renacer y hacer que renazcan los demás. Solamente salvando a vuestros hermanos, a todos los hermanos, incluso a aquellos que desean vuestra muerte, podréis salvar al mundo purulento, al Cristianismo asediado, a la Iglesia diezmada... y a vosotros mismos.
Celestino VI, Papa
Siervo de los siervos de Dios



Juan Miguel Prim Goicoechea
elrostrodelresucitado@gmail.com

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