Ben Hur y la Resurrección
por Eduardo Gómez
Todas las intentonas de secularización mundana de Ben-Hur se van al traste ante el alcance que tiene la historia que narró Lewis Wallace, autor de la novela homónima que más tarde vería la luz en el cine hasta en tres ocasiones. Por más que se empeñen Hollywood y sus corifeos iconoclastas, los avatares de la relación entre Judá y Mesala no pasa de ser el reclamo del que se valió en última instancia William Wyler para dirigir con gran éxito algo más que una de las grandes historias llevadas a la gran pantalla. Que los corifeos iconoclastas y otros elucubradores se hayan obsesionado con la presunta relación homosexual (que en el relato original contado por Wallace no es tal) entre dos amigos de la infancia no eclipsa el elemento medular de una obra cuyo título original no deja lugar a dudas: Ben-Hur: a tale of Christ [Ben-Hur: una historia de Cristo]. Con justeza Ben Hur narra la etopeya de un príncipe judío y su pueblo, en medio de la Revelación de Dios hecho Hombre.
Tampoco puede caer en soslayo el nombre teofónico del protagonista (Judá) y la especificidad de su significado bíblico (“Dios alabado”). En la pueril actualidad, los nombres han caído en el patetismo nominal resultante de los usos y caprichos del arbitrio, un síndrome más de la vaciedad actual. Pero hubo un tiempo en que asignaban una misión: de hecho, en la tradición judía y también en la cristiana más primigenia, el nombre constituía un elemento formal que exigía hacer honor y cumplimiento del mismo. Judá, cuya acepción más elemental es “dar gracias “, por extensión contextual quiere significar agradecimiento y alabanza al Señor. La lealtad a Dios cobra forma en la gratitud y la alabanza.
Fue esa lealtad de un príncipe judío llamado Judá (“Dios alabado“) la que le hizo prevalecer sobre las trampas de sus enemigos. En medio de la prosapia de los Hur, la misión última del joven Ben-Hur era inequívoca. A pesar de que tardó en entender que Cristo no iba a ser un rey para los hombres sino “un rey para las almas “, como apostillaba Lewis Wallace. Al igual que su pueblo, Judá creyó de primeras erróneamente en la venida de un redentor político.
En la obra contada y filmada confluyen temas como la amistad, la traición, la idolatría, la venganza o la familia, pero todos quedan relegados a un orden inferior, pues en la cúspide se encuentra la historia del hombre en su relación con la Providencia. A lo largo de la obra, la trayectoria de Ben-Hur y la de Jesús de Nazaret avanzan en paralelo y más aún, convergen, hasta llegar a la apoteosis final en la que la madre y hermana del príncipe judío son curadas de la lepra por el mismísimo Jesucristo.
Son los signos de la divina Providencia los que dirigen el curso de los acontecimientos en la historia de Ben-Hur. Antes de la apoteosis final sobresalen tres signos: el nacimiento de Jesús de Nazaret, al que acuden a adorar los Reyes de Oriente y principia la historia de Ben Hur; el auxilio que presta el Hijo de María al dar de beber agua a un Ben-Hur reo, camino de las galeras; y la orden de soltar los grilletes del galeote número setenta por parte del tribuno Quinto Arrio.
Las dos escenas del agua en "Ben-Hur".
El último de los signos, llevado al cine con majestuosidad celestial por William Wyler, tiene lugar cuando en el momento de morir Cristo en la cruz se desata una tormenta apocalíptica que culmina con la curación de la madre y la hermana de Ben-Hur, el signo evocador del milagro de la Resurrección. Ciertamente, la apoteosis final en la cinta de Wyler difiere de la narrada por Lewis Wallace.
Si hemos de significar la obra de Ben-Hur como un relato de Cristo conviene atender a la tripleta conceptual religión-tradición-nación, trilema necesario para dilucidar que la historia del pueblo hebreo no es un cuadrante cualquiera de la historia humana. La Tradición tiene la propiedad de unir el destino de un pueblo a Dios, de coadyuvar el vínculo entre Él y las naciones no obstante imperios y satrapías. La Tradición comprende la entrega de la palabra de Dios y la espera de la venida. La Tradición es, en dos palabras, entrega y espera. Así la Tradición hizo de la nación hebrea el más antiguo depositario de la Fe, el reflejo terrenal de lo trascendente. El Dios de Ben-Hur es el Dios de sus padres y de todos sus ancestros. El personaje diseñado por Lewis Wallace recoge el legado de un pueblo y aguarda la venida del Rey al que servir, que habrá de liberar a su amada patria del yugo romano y a su saga de los enemigos.
Ben-Hur tuvo la oportunidad de haberse convertido de por vida en aristócrata romano, el joven adoptado por Quinto Arrio. Pero, a despecho de las consecuencias, la tradición del pueblo hebreo estaba hecha para mantener una relación eterna con el Señor. La Tradición enseña al joven Judá que el amor y el deber son una misma cosa, que el sufrimiento solo puede ser dirigido rectamente bajo la probidad de un Dios criador. La lealtad de la saga Hur al Señor y a su pueblo es la piedra donde la Providencia escribe esta historia de Cristo narrada por Lewis Wallace. Mesala y el procurador Grato despojaron a Judá y a su familia de toda honra y patrimonio, pero faltaba por llegar la resolución final en forma de justicia divina: la Resurrección que proporciona un rey eterno para las almas.
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