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Monumento a Hernandarias en Montevideo (Uruguay).

Monumento a Hernandarias en Montevideo (Uruguay).Hoverfish / Wikipedia.

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En el decreto Apostolicam actuositatem, el Concilio Vaticano II enseña que “el apostolado de los laicos, que surge de su misma vocación cristiana, nunca puede faltar en la Iglesia” (n. 1).

Teniendo presente que la Iglesia “ha nacido con el fin de que, por la propagación del Reino de Cristo en toda la tierra, para gloria de Dios Padre, todos los hombres sean partícipes de la redención salvadora, y por su medio se ordene realmente todo el mundo hacia Cristo”, los laicos “ejercen el apostolado con su trabajo para la evangelización y santificación de los hombres, y para la función y el desempeño de los negocios temporales, llevado a cabo con espíritu evangélico de forma que su laboriosidad en este aspecto sea un claro testimonio de Cristo y sirva para la salvación de los hombres” (n. 2). La formación apostólica de los laicos “recibe una característica especial por su misma índole secular” (n. 29).

Esta doctrina sobre la que el Concilio Vaticano II ha llamado la atención es una constante en la vida de la Iglesia. Si hubo una civilización que entendió tal cosa fue la Hispanidad entre fines del siglo XV y comienzos del siglo XIX. Toda la Hispanidad fue misionera. Esta tarea genuinamente apostólica tuvo como protagonistas tanto a los miembros del clero y los religiosos como a los laicos, a la cabeza de los cuales estuvieron los Reyes Católicos y sus sucesores del mismo modo que los representantes de la autoridad real en América.

Esta mutua colaboración entre los laicos, por una parte, y el clero y los religiosos, por otra, es importante señalarla dado que hay un lugar común que afirma que los únicos que evangelizaron fueron estos últimos. De un lado estarían los buenos (clero y vida religiosa) y del otro los malos (los funcionarios reales y los encomenderos, sobre todo). Una simplificación sin ningún fundamento histórico, por cierto. Bastaría consultar Los laicos en la cristianización de América. Siglos XV-XIX (Nueva Universidad, Santiago de Chile, 1973) del padre Gabriel Guarda, OSB para advertir la importancia del afán apostólico del laicado en América durante el período hispánico.

“En una primera mirada general a la evangelización de América -sostiene José Capmany en Las Iglesias de España en la evangelización de América (BAC, 2ª ed., 1986)- descubrimos que se debió no sólo a los frailes, sacerdotes y predicadores de la fe, sino también a gobernantes, soldados y pobladores, así como al hecho del mestizaje y a la organización tanto civil como eclesiástica, bien ensambladas”. Capmany destaca que la historia “testifica hechos que traslucen desde el primer momento la preocupación misionera de los Reyes”. Las bulas alejandrinas “no fueron documentos para el archivo, sino que se tuvieron en cuenta siempre, como punto de partida, en los muchos problemas que se plantearon a la conciencia moral de los Reyes en el decurso de la historia americana, especialmente en el siglo XVI”.

Teniendo en cuenta este contexto, vale la pena recordar una figura señera como la de Hernando Arias de Saavedra, más conocido como Hernandarias.

Hernando Arias de Saavedra (Hernandarias), nacido en Asunción (Paraguay) y muerto en Santa Fe (Argentina), fue el primer gobernador criollo del Río de la Plata.

Hernando Arias de Saavedra (Hernandarias), nacido en Asunción (Paraguay) y muerto en Santa Fe (Argentina), fue el primer gobernador criollo del Río de la Plata.

Como observa el padre Alfredo Sáenz, Hernadarias “fue el representante más noble y genuino” del nuevo tipo de hombre que fue el criollo hispanoamericano. Nacido en Asunción en 1560, fue hijo de don Martín Suárez de Toledo y de doña María de Sanabria y Calderón. Desde pequeño, por el influjo familiar y el social, se fueron forjando en él los perfiles de guerrero, juez, educador y patriota. Se casó con Jerónima de Contreras, hija de Juan de Garay. En 1592 es elegido gobernador del Río de la Plata cuya capital era, en ese entonces, Asunción. Fue reelegido en 1598. En 1602 fue nuevamente elegido, del mismo modo que en 1614. Falleció en 1634, luego de numerosos años al servicio de la Corona española conforme al fin evangelizador que justificaba su presencia en América.

El padre Alfredo Sáenz, en Héroes y santos (Gladius, Buenos Aires, 1993), ofrece una semblanza de Hernandarias que tiene en cuenta varios aspectos, siguiendo a autores como Raúl A. Molina y Ruth Tiscornia. A nosotros, ahora, dado que buscamos argumentar a favor de la beatificación del héroe criollo, nos importa destacar uno de ellos: Hernandarias como protector de indios. Observa el padre Sáenz que “respecto del indio pacífico y manso se mostró defensor irreductible”. Y agrega: “Su carta del 13 de mayo de 1618 es un desgarrador alegato en favor de los indios que se veían oprimidos por algunos malos encomenderos, al tiempo que solicitaba medidas drásticas contra sus opresores”. 

En 1589, en la misma línea de Domingo Martínez de Irala en 1556 y de Juan Ramírez de Velazco en 1587, Hernandarias publicó una nueva normativa “que dio a conocer en dos idiomas, el español y el guaraní”: “Dicho reglamento", observa el padre Sáenz, "insiste en la necesidad de mejorar la enseñanza religiosa del indio, al tiempo que recuerda el sentido misional que debía tener la institución de la encomienda y la consiguiente humanización del trabajo”. “Sus ordenanzas", concluye, "fueron un modelo de sensatez y de realismo”. 

Como refiere él en una de sus cartas respecto de su trato con los indios: “Con que gané entre ellos una reputación tan grande y con amor tan entrañable pues entre todos ellos no me llaman sino nuestro padre, acudiendo a mí a sus necesidades y trabajos y a que los aconseje lo que bien les está como lo hacen en tiempo como si a mi cargo estuviera el gobierno de dicha provincia”. 

“No hay carta al Rey en que no pida, machaconamente, el envío de misioneros. Los franciscanos y los jesuitas tuvieron en él a su mejor amigo, logrando civilizar y evangelizar, con su ayuda, realmente imponderable, las extensas zonas del Guayrá, del Paraná y del Uruguay”, apunta Sáenz. 

Hernandarias tuvo una amistad especial con el franciscano Luis de Bolaños, con quien coordinó esfuerzos para cumplir con la misión evangelizadora de España. También tuvo en cuenta a los padres jesuitas que llegaron al Paraguay gracias a las gestiones del padre Aquaviva, General de la Compañía de Jesús. “Tanta solicitud no dejaría de ser reconocida por Reyes y virreyes, quienes con indiscutible justicia le confirieron el título de «Protector de Naturales»”, culmina el padre Alfredo Sáenz.

A partir de lo dicho, ¿por qué no pensar en la posibilidad de beatificar a una personalidad como Hernandarias? ¿No sería una manera de reconocer y llamar la atención sobre la vocación evangelizadora de los laicos que labran su santificación mediante el cumplimiento de sus deberes en el mundo? ¿No se destacaría que el poder político -ejercido por Hernandarias en su ámbito- es cristianizable y puede ponerse al servicio de la misión suprema de la evangelización?

Hernandarias es un ejemplo inspirador para los políticos católicos. Su coherencia de vida es un faro para quieren llevar a cabo esa consecratio mundi -consagración del mundo- que nos pide Jesucristo en quien todas las cosas deben ser recapituladas de acuerdo a la enseñanza del Apóstol San Pablo (cf. Ef 1, 10).

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