San Hilario Barbal: venganza de mártir (4)
VII. MANIATADO, A TARRAGONA
De Lérida a Tarragona los condujeron maniatados de dos en dos. Los llevaron al vapor Mahón, en donde encerraron más de doscientas personas en habitaciones que escasamente podían contener veinticinco. Tan insostenible situación empeoró con los malos tratos de los carceleros y las consiguientes molestias de los parásitos que hicieron allí su aparición.
El Hno. Jaime Hilario pasaba gran parte del día desgranando el rosario. Nadie le oyó la menor palabra de desaliento, inquietud o miedo a la muerte, que tan cercana veía. Todo lo sufría con santa resignación y hasta con visible alegría.
VIII. LA CONDENA
Llegó el 15 de enero de 1937. A las nueve en punto de la mañana franqueó la policía el puente que daba acceso al Mahón. Iba a hacerse cargo de los reos para llevarlos al salón de actos del Seminario. Vocearon los nombres. Entre ellos se hallaba el de Manuel Barbal Cosán. Los atletas de Cristo lo esperaban un día para otro. Ante las prisas de los recién llegados se repitieron las escenas de las catacumbas; como a los cristianos que iban a ser echados a las fieras, también ahora se sucedían las felicitaciones, los apretones de manos, las palabras de resignación y de confianza en Dios, las promesas de rezar por ellos para que fueran fieles hasta el último momento, los gestos de esperanza, etc.
- ¡Hasta el cielo! -repitió el Hno. Jaime Hilario.
La comitiva se alejó. Los comentarios más diversos se oían a los que continuaban presos. El abogado esperaba que no le condenaran a la pena capital. El Hno. Jaime Hilario permanecía inflexible en su resolución de no negar su calidad de religioso. El abogado le insistió inútilmente que dijera era sólo hortelano del convento.
Consiguió que el Hno. Cirilo Julián acompañase al futuro mártir, so pretexto de repetirle al oído lo que le preguntara el Tribunal. Poco tiempo después pisaban tierra firme los dos hijos de san Juan Bautista de la Salle. Sin duda, los seguía éste contemplando desde el Cielo con íntima satisfacción de verlos avanzar, resueltos a confesar a Cristo hasta el fin.
Esposaron al Hno. Jaime Hilario con otro religioso claretiano, y así maniatados y custodiados por la policía, recorrieron los dos o tres kilómetros que separaban el puerto tarraconense del Seminario.
Ni que decir tiene la humillación que sentirían los dos héroes al atravesar de este modo la ciudad en medio de un gentío inmenso, que los contemplaba, ora con burla, ora con compasión o mera curiosidad.
La muchedumbre que los esperaba se apiñaba en los alrededores del Seminario. Los reos pasaron entre ella. Los condujeron a una sala contigua al salón de actos, donde iban a ser juzgados.
El Tribunal parecía tenerlo todo estudiado para hacer más espectacular la condena del Hermano. Condenaron a treinta años de cárcel al claretiano por criado de curas y frailes.
Mientras se desarrollaba este juicio, el defensor trataba de persuadir al Hno. Jaime Hilario para que se hiciese pasar por hortelano del convento de Cambrils. Pero él, tomando un papel, escribió resueltamente: Diré la verdad en todo.
Había llegado el gran momento. Con mal contenido y satánico regocijo, vociferó el presidente: Audiencia pública.
Cedieron las puertas ante la avalancha humana. Después de reñidos forcejeos, tomaron al asalto los primeros puestos, para ver y oír mejor cuanto allí iba a desarrollarse. Momentos después el salón estaba abarrotado de espectadores; hasta las tribunas y los pasillos se hallaban completamente llenos de gentes.
Un periódico había anunciado que iban a juzgar a los Hermanos, y esto motivó, sin duda, tan inesperada afluencia de gente. No se explica de otro modo tratándose de un indefenso religioso, sordo, jardinero y a quien nadie conocía en Tarragona.
Los jueces, satisfechos, estaban en su mesa. El Hermano, en el banquillo, como Jesucristo ante sus inicuos jueces.
El señor Montañés trató de salvar a todo trance al Hermano. Su excelente argumentación jurídica terminó pidiendo la absolución del procesado. Minutos de intenso barullo siguieron a esa declaración. Renacida la calma el fiscal dijo al Hermano:
- Antes de venirte la sordera diste clase.
- Sí, señor, después de terminar mis estudios di clase unos años.
- Tú aprendiste latín y lo enseñaste.
- Nunca he enseñado latín.
Enfurecido, el presidente le replicó:
- ¡Pero lo estudiaste!
- En mi primera juventud hice algunos estudios de humanidades en La Seo.
Una gran carcajada de triunfo, subrayada por un puñetazo del presidente sobre la mesa, acogió las sencillas palabras del inocente Hermano.
Fuera de sí Escudero, dijo:
-¡Ya está! ¿Para qué necesitamos más explicaciones? ¿No habéis oído su declaración...? Estudió latín y esto basta. ¡Es fraile! Sí no les matamos nos matarán, frase que repitió hasta la saciedad.

Indignado el señor Montañés por tanta sandez e incultura en labios del magistrado, no pudo aguantarse e hizo que constara su protesta por la incorrecta intervención de la presidencia.
El público se puso en pie y armó indescriptible algarabía. Del alboroto general salieron repetidos gritos de ¡Fuera el abogado! ¡Matad al fraile!
Sosegado el gran alboroto, y tras unas preguntas al acusado y dignas respuestas de éste, en las cuales claramente afirmó no haber tenido actividad política ninguna como correspondía a un pobre sordo que no podía comunicarse con nadie, el fiscal dijo:
- Bueno, camaradas jueces, a éste hay que matarlo, ¿eh? O los matamos o ellos nos matarán. Si condenamos a los que ametrallan a nuestros hermanos, con mayor razón hemos de matar a los que se dedican a la formación de fascistas. Porque una de dos: o acabamos con esa chusma o ellos acabarán con nosotros... Este estudió lo que llaman latín, que no sirve para nada, pero que quieren meterlo en la cabeza de los niños para atontarlos y hacer de ellos lo que les venga en gana. Por eso, ya lo sabéis, hay que matarlo, y pido al Jurado que no se deje llevar de sentimentalismos y que confirme con su voto la pena de muerte que pido para este acusado.
Acto seguido, el carnavalesco Tribunal se retiró a.… deliberar.
Brevísima fue la deliberación. No pasó de un minuto. El tiempo preciso para firmar la sentencia que tenían ya escrita y preparada con antelación.
El ridículo cortejo se reintegró a su mesa. Acto seguido y en medio de un sepulcral silencio, el sanguinario presidente pronunció el veredicto supremo:
...Vistas las disposiciones citadas y demás de aplicación, FALLAMOS: Que debemos condenar y condenamos a Manuel Barbal Cosán a la pena de muerte, con la accesoria de confiscación de todos sus bienes.
Así lo dicen por esta sentencia los compañeros que hoy integran este Tribunal y firman de conformidad en la fecha y lugar antedichos. Tarragona, 15 de enero de 1937.
Terminada la sesión llevaron al Hno. Jaime Hilario y a su acompañante, el Hno. Cirilo, a la sala contigua, no lejos de la capilla interior donde predicó el apóstol san Pablo la Buena Nueva.
Comunicada al Hno. Jaime Hilario la sentencia de muerte, que no había oído por su sordera, exclamó:
¡Bendito sea Dios! Desde el cielo rogaré por ustedes. ¿Qué más pudiera desear que morir por el único delito de ser religioso y de haber contribuido a la formación cristiana de los niños?
Pensó entonces en sus padres y en su familia, y temiendo no poder comunicarse más con ellos, escribió cinco cartas, que hablaban por sí solas.
A un hermano carnal suyo le escribió lo siguiente:
Acabo de ser juzgado y condenado a muerte. Acepto gustoso la sentencia. No me han acusado de nada. He sido condenado únicamente por ser religioso. No llores; no debéis compadecerme, pues no soy criminal. Muero por Dios, por mi Instituto y por España. Adiós. Os espero en el Cielo.