"¿Llevan abrigo los niños?” y otros sacramentos de la vida adulta

Abrigos y niños
Mat había sobrevivido al tráfico, a desayunos carbonizados y hasta a reuniones maratónicas que rozaban lo eterno. Pero nada, absolutamente nada, la preparaba para visitar a sus padres. Apenas cruzaba el umbral, la escena se repetía como un rito litúrgico:
—Dichosos los ojos, hija.
—¿Los niños están bien abrigados?
—¿Comes bien? Te noto delgada… o tal vez no tanto.
El Catecismo nos recuerda: “Honra a tu padre y a tu madre”. Fácil en teoría; en la práctica, significa respirar profundo cuando tu madre sugiere peinar a tus hijos como en 1985 o cuando tu padre insiste en que sin sopa no hay salvación posible.
Amor con bufanda (y manta eléctrica)
El Papa Francisco enseña en Amoris Laetitia que la familia es “el lugar donde se aprende a amar” (n. 276). A veces, ese amor llega disfrazado de preocupación repetitiva:
—¿Seguro que llevan abrigo?
—Sí, mamá —respondía Mat—, llevan abrigo, bufanda, gorro y posiblemente una manta eléctrica.
Detrás de cada pregunta, de cada consejo no pedido, late un amor genuino. Honrar a los padres no significa obediencia ciega, sino aprender a ver ese cariño incluso cuando se presenta en forma de crítica ligera o anécdota reciclada.
Santa paciencia y humor celestial
San Pablo lo resume sin rodeos: “El amor es paciente, es bondadoso” (1 Cor 13,4). Y la paciencia se vuelve virtud heroica cuando tu madre cuenta por enésima vez cómo lavaba pañales de tela a mano, o cuando tu padre aparece triunfante con un saco de nueces “indispensables” para la merienda.
Escuchar como acto de amor
El Catecismo de la Iglesia Católica (n. 2217) recuerda que los hijos adultos tienen la obligación de cuidar y respetar a sus padres, especialmente en la vejez, la enfermedad o la soledad. Pero ese respeto no se limita a lo material: también significa escuchar, aunque las historias estén gastadas y los consejos suenen pasados de moda.
San Juan Pablo II, en su Carta a las Familias, insistía en que las generaciones se enriquecen mutuamente: los padres transmiten experiencia, los hijos aportan novedad. Para Mat, esto se traducía en aceptar con gratitud las galletas caseras, aunque no las necesitara, y desviar con cariño los comentarios sobre “cómo deberías peinar al niño”.
El arte de la visita como camino de santidad
Al final del día, de regreso a casa con los niños dormidos bajo la manta que su padre había colocado con esmero, Mat comprendió algo importante: honrar a los padres en la adultez es un arte. Es equilibrar el respeto con la autonomía, la paciencia con el humor, la escucha con la firmeza.
El Papa Francisco lo dice sin rodeos en Amoris Laetitia (n. 193): “El amor no se impone; se propone.” Y en ese vaivén de generaciones, lo que queda no son las discusiones sobre sopa o abrigos, sino el amor que, aunque imperfecto y terco, es la herencia más grande.
Una lección escondida en el abrigo
Ser hija adulta no significa dejar atrás el mandamiento, sino vivirlo de otro modo. Escuchar aunque no estés de acuerdo, agradecer aunque no necesites lo ofrecido, reír en lugar de discutir. Y descubrir que, detrás de cada pregunta repetitiva, hay un eco del amor de Dios: incondicional, persistente y siempre dispuesto a envolvernos con una bufanda extra, por si acaso.
Porque honrar a tus padres, al final, es como responder a la gran pregunta dominical:
—¿Están bien abrigados los niños?
—Sí, mamá. Y además llevan tu amor puesto.