Dios, la libertad y Santa Bárbara cuando truena

Lluvia
Dicen que Dios nos hizo libres. Y vaya que lo hizo: libres para amar, para elegir, para crear… pero también libres para meter la pata hasta el fondo, sin manual de instrucciones ni botón de “deshacer”. San Juan Pablo II lo recordaba así: “La libertad no consiste en hacer lo que me gusta, sino en tener el derecho de hacer lo que debo.” Pero claro, uno lee eso y piensa: “Sí, San Juan Pablo, muy bonito… pero yo acabo de decirle a mi jefe lo que realmente pensaba… y ahora tengo toda la tarde libre.”
La libertad es maravillosa hasta que se convierte en boomerang. Decides hablar “con toda sinceridad” en la reunión familiar… y terminas provocando una guerra civil entre primos. Optas por la dieta estricta… y a las dos semanas la pizza te tienta más que cualquier ángel custodio. Dios te deja elegir, porque nos ama demasiado como para obligarnos a ser santos. El problema es que, a veces, lo que elegimos es ser un completo desastre.
Y claro, ahí aparece lo de siempre: el refrán castizo. “Nos acordamos de Santa Bárbara cuando truena.” Durante meses ni te acercaste a una oración, pero basta con que la vida te mande una tormenta —un examen imposible, un jefe insoportable, o la lavadora que muere en pleno domingo— para que de repente invoques a todos los santos del calendario. En esos momentos, tu fe se activa más rápido que el WiFi.
Santa Teresa de Ávila lo dijo con su genial ironía: “Dios anda entre los pucheros.” Sí, pero también entre las facturas, los atascos y las broncas que tú mismo provocaste con tu sagrada “libertad”. Dios no suele evitar que metas la pata; lo que hace es recogerte después, darte paz y recordarte que hasta en el caos, Él sigue ahí.
El Papa Francisco insistía: “La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús.” Traducción al castellano mordaz: metiste la pata, sí, pero si levantas la mirada, la alegría no se pierde. Porque Dios no es el aguafiestas que te grita “te lo dije”, sino el Padre que sonríe y te dice: “Bien, ya aprendiste… ahora espera la próxima.”
La vida, al final, es una cadena de libertades mal ejercidas, tempestades repentinas y oraciones de último minuto. Pero también es una escuela divina en la que aprendemos que, incluso cuando fallamos, la gracia transforma la derrota en algo soportable. Una sonrisa cansada, un “gracias, Señor, por sacarme de esta”, y la certeza de que la próxima tormenta llegará… y también pasará.
Porque, entre Santa Bárbara y la libertad mal usada, lo que queda es la paz de saber que Dios nunca se va. Nos deja libres, sí, pero siempre dispuesto a regalarnos esa sonrisa que nos devuelve la esperanza. Y esa paz, inexplicable, que solo Él puede dar.
Y si no me crees, espera tranquilo: pronto volverás a invocar a Santa Bárbara… justo cuando se te caiga el WiFi en plena videollamada importante.