Martes, 07 de mayo de 2024

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Narcisismo espiritual

por Consideraciones sin importancia

 

El mundo está lleno de talentos que mueren asesinados por sus mismos propietarios. Los mata la arrogancia, la presunción, el deseo de aprobación y de éxito (Susanna Tamaro)

Según cuenta Ovidio en Las Metamorfosis, Narciso era un joven muy hermoso, del que se enamoraban todas las doncellas. Una de estas doncellas era Eco, pero Narciso rechazó su amor, por lo que Némesis, la diosa de la venganza, castigó al joven por su presunción, haciendo que se enamorara de su propia imagen reflejada en una fuente.

El mito de Narciso ha dado lugar al narcisismo, es decir, “amor a la imagen de sí mismo”. Dicho en lenguaje coloquial, el narcisista es aquel que está encantado de conocerse. Es el que sólo sabe conjugar los verbos en primera persona del singular. ‘Yo, me, mí, conmigo’, podría ser el lema del narcisista.

Y esto que puede suceder en cualquier ámbito de la vida, también sucede en la vida cristiana. Hay un narcisismo espiritual. Son aquellos que, en palabras del Evangelio, “confían en sí mismos por considerarse justos y desprecian a los demás”.

¿Cuáles son las características del narcisista espiritual?

Algunas podrían ser las siguientes. Creerse justo, es evidente. El narcisista espiritual se considera perfecto. Está por encima del bien y del mal. En consecuencia, le encanta ‘dar criterio’ y decir a los demás cómo tienen qué pensar, qué decir y qué hacer, pero siempre, no hay que olvidarlo, poniéndose él (o ella) como ejemplo. Generalmente el narcisista espiritual no conoce ni la compasión ni la misericordia. Los pecados y miserias de los demás son lo peor de lo peor. Ahora bien, él (o ella) nunca cometería tales atrocidades, porque se admira tanto y tiene tan alto concepto de sí mismo, que no entiende cómo no lo (la) han canonizado en vida.

Y, ¿cuál es el remedio contra el narcisismo espiritual? El único, la humildad. Virtud tan fundamental y tan poco practicada, posiblemente porque la entendemos mal. Identificamos humildad con humillación, apocamiento, cobardía, etc. Y no es nada de eso. En cierta ocasión escuché una definición de humildad que me encantó. Decía: ‘humildad es una relación justa con uno mismo y con Dios’.

Significa, reconocer lo que soy y cómo soy, con mis virtudes y mis pecados. Por tanto, soy una criatura, capaz de lo mejor, si acojo la gracia de Dios, pero también de lo peor, si dejo que mi corazón se cierre a esa gracia.

La humildad es ser consciente de que soy una vasija de barro, que en cualquier momento se puede romper. Y cuando viva así, me ahorraré muchos disgustos, porque esa misma humildad me llevará a ponerme en los brazos de mi Padre. Soy capaz de comprender la grandeza de la misericordia divina, porque Dios nunca abandona a sus hijos, pero resiste a los soberbios.

Qué alegres y dichosos deben sentirse, Señor, quienes, al considerar su propio yo, no descubren en sí mismos nada digno de mención. No sólo no atraen la atención de los demás, sino que tampoco tienen deseo ni interés egoísta alguno en atraer la atención de sí mismos. No destacan por sus virtudes ni tienen que llorar grandes pecados; tan sólo ven su mediocre debilidad e insignificancia, pero una insignificancia que está oscuramente llena, no de ellos mismos, sino de tu amor, ¡oh Dios! Ellos son pobres de espíritu que albergan en su interior el reino de los cielos, porque ya no son importantes ni siquiera para sí mismos. Pero en ellos brilla la luz de Dios, y ellos mismos, todos cuantos la ven, te glorifican, ¡oh Dios![1].



[1] Thomas Merton, Diálogos con el silencio, 25.

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