Religión en Libertad

La fe que no se esconde: una lección incómoda desde Chile

Confieso una envidia serena y profunda: la que nace al ver la naturalidad con la que José Antonio Kast puede decir que cree en Dios sin pedir perdón por ello.

José Antonio Kast con esposa y sus hijos: el nuevo presidente chileno se ha comprometido a fortalecer la familia como fundamento de la sociedad.

José Antonio Kast con esposa y sus hijos: el nuevo presidente chileno se ha comprometido a fortalecer la familia como fundamento de la sociedad.

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Confieso una envidia sana, de esa que no nace del rencor sino del asombro. Una envidia que estos días me provoca el pueblo chileno tras la victoria de José Antonio Kast. No tanto por el resultado político —que puede gustar o no— sino por algo mucho más elemental y, paradójicamente, más escaso en nuestras democracias occidentales: la naturalidad con la que un líder público puede decir que cree en Dios sin pedir perdón por ello.

Kast se ha declarado católico sin complejos. Padre de una familia numerosa. Vinculado al movimiento de Schoenstatt, donde la fe no es consigna sino vida cotidiana, disciplina interior, alianza y responsabilidad. Y lo ha hecho sin esconderlo debajo de la cama, sin rebajarlo a una anécdota folclórica ni convertirlo en una estrategia de marketing. Lo ha dicho como quien dice la verdad más básica sobre sí mismo. Y eso, hoy, es casi revolucionario.

Mi envidia no es ideológica; es antropológica. En Chile, con todas sus heridas, contradicciones y tensiones, todavía es posible que un político hable de Dios sin que los editorialistas entren en pánico ni los asesores corran a apagar incendios. Aquí, en cambio, la fe se vive como una excentricidad peligrosa. Nuestros dirigentes —incluso los que creen— la esconden como si fuera una debilidad, un lastre electoral, una mancha en el currículum. Se permiten hablar de todo: de emociones, de identidades líquidas, de espiritualidades difusas… menos de Dios. Dios incomoda. Dios compromete. Dios exige coherencia.

Y sin embargo, ¿Qué hay más humano que la fe? ¿Qué hay más honesto que reconocer que uno no se basta a sí mismo? Kast no ha ganado solo por ser católico —eso sería una simplificación burda—, pero su fe forma parte de una biografía inteligible, de un relato vital que no se desdice a sí mismo. En un mundo saturado de discursos calculados, la coherencia se ha vuelto subversiva.

Chile, con su historia marcada por dictaduras, transiciones dolorosas y una secularización acelerada, podría haber optado por borrar cualquier rastro religioso de la vida pública. No lo ha hecho del todo. Y ahí está la clave de mi envidia: un pueblo que no exige a sus líderes amputarse el alma para gobernar. Que entiende —aunque discuta— que la fe no es enemiga de la democracia, sino una de las fuentes morales que pueden sostenerla.

Aquí, en cambio, nuestros políticos viven en una esquizofrenia constante. En privado creen; en público callan. En casa rezan; en el Parlamento disimulan. Como si Dios fuera un secreto vergonzante. Como si hablar de Él fuera automáticamente imponerlo. Como si la neutralidad consistiera en fingir que no existe.

No se trata de clericalismo ni de nostalgia confesional. Se trata de libertad interior. De permitir que una persona sea lo que es, también cuando gobierna. De aceptar que un padre de familia numerosa, que reza, que pertenece a un movimiento eclesial, pueda participar en la vida pública sin ser caricaturizado como una amenaza medieval.

Por eso envidio a Chile. Porque ha demostrado que aún es posible discutir ideas sin exigir apostasías públicas. Porque ha permitido que un hombre diga “creo en Dios” y siga siendo tomado en serio. Porque, al menos esta vez, la fe no tuvo que esconderse debajo de la cama para salir a votar.

Tal vez no sea solo una victoria política. Tal vez sea —aunque muchos no lo vean— una victoria cultural: la de recordar que la fe no desaparece cuando se apagan los focos, y que un país que no obliga a sus líderes a renegar de lo que creen es un país un poco más libre.

Y sí, lo admito: eso da envidia.

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