Martes, 23 de abril de 2024

Religión en Libertad

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Momentos de cielo

por Sólo Dios basta

Cuando uno reza al Espíritu Santo suceden hechos que ni te esperas o que sí tienes programados, pero lo que no sabes es cómo los vas a vivir, o simplemente te dejas sorprender por ese fuego, agua, viento, y otras tantas maneras de descubrir  la presencia viva de Dios Espíritu Santo. Y no digamos si esta oración tiene lugar el día de su gran fiesta, ¡el día de Pentecostés!, donde toda la unción se derrama sin medida sobre aquellos que acogen este preciado Don que es Dios mismo, esa Fuente del amor divino que tanto nos enseña, hace entender, aconseja, fortalece, enriquece, acerca y hace sentir amor, gozo, paz, paciencia, longanimidad, bondad, benignidad, mansedumbre, fidelidad, modestia, continencia y castidad por sus dones y frutos. ¡Ven Espíritu Santo!

Si alguno no se lo cree digo lo mismo que Santa Teresa de Jesús cuando narra una de sus experiencia místicas: Es un requiebro tan suave que pasa entre el alma y Dios, que suplico yo a su bondad lo dé a gustar a quien pensare que miento (Vida 29,13). ¡Entrar en el amor de Dios es entrar en una vida nueva cuando descubrimos que Cristo todo lo hace nuevo en el Espíritu Santo! Un hecho aislado, si se llena de Espíritu Santo, no tiene nada que ver, es totalmente distinto en todos los sentidos. Ya lo dice la secuencia de Pentecostés: Mira el vacío del hombre si tú le faltas por dentro; mira el poder del pecado cuando no envías tu aliento. ¡Ven Espíritu Santo!

Algo de esto ocurre la tarde de Pentecostés cuando acudo a un convento de carmelitas descalzas para acompañar a una joven que entra en la clausura para entregar su vida a Dios envuelta en el fuego de amor que celebra la Iglesia en este día que pone fin al tiempo pascual. Visito con frecuencia este palomarcito teresiano para celebrar con las hermanas alguna fiesta propia de la Orden, profesión de las últimas hermanas que han entrado y también cuando llega el momento de despedir a las que son llamadas a la gloria del Padre. Pero lo que nunca había vivido en este monasterio es la entrada de una nueva carmelita. ¡Y mira por dónde tengo este presente en el día de Pentecostés! El Espíritu Santo sorprende siempre y este año me ha entregado este gran regalo. ¡Ven Espíritu Santo!

De camino en el coche llueve, a lo lejos se ve una tormenta, por donde voy no llega la tormenta pero sí los coletazos. Llevo las ventillas algo bajadas para que entre el viento y refresque; alguna gota se escapa y entra. Hay una que llega hasta la mano. La siento, una sola gota de agua venida del cielo que toca la piel para dejar presencia del Espíritu Santo. ¡Agua del cielo, agua que me recuerda la presencia de Dios en la Persona del Espíritu Santo y agua que me hace ver que la gracia empieza a derramarse! El Espíritu Santo está empapando la tierra de su presencia para lo que vamos a vivir esa tarde. Dios va paso a paso. Cubre el cielo, abre sus puertas y llueve. Entonces nadie puede escapar de la lluvia de la gracia. Unos se tapan y otros se gozan cuando se mojan de la gracia de Dios. ¡Ahí está la libertad de cada uno y el efecto de lo que acontece después! Me dejo mojar la mano, me dejo tocar por Dios, me dejo salpicar de Espíritu Santo. ¡Ven Espíritu Santo!

Llego al monasterio, me doy un paseo por los alrededores mientras viene la gente para el acto que nos convoca. Miro al cielo, al fondo las montañas están oscuras por la tormenta que sigue en lo alto. Abajo, en el valle, hay algo más de luz, pero tanto en la oscuridad de la tormenta como en la claridad del monasterio se nota la presencia del Espíritu Santo. Son pocos coches los que pasan camino del monasterio. Sigo en oración viendo ese cielo lleno de agua que espera derramarse por las alturas y pido que esa misma agua se derrame también aquí pero de otro modo, no sobre los montes del horizonte sino sobre los corazones de los presentes. ¡Ven Espíritu Santo!

Comenzamos una vez reunidos todos cerca de la puerta reglar abierta por las monjas que esperan a una hermana que va a dar mucha vida a la comunidad. No es que haya un ritual propio, sino que es una sencilla ceremonia donde la joven, vestida de blanco, como esa esposa que con ansias en amores inflamada desea entrar a su nuevo hogar, el Carmelo Descalzo, se sitúa ante los sacerdotes presentes: el capellán de la comunidad carmelitana, el sacerdote de la parroquia donde vive, el párroco del lugar y un carmelita descalzo. Sus padres y hermano quedan al otro lado y un poco más lejos los pocos familiares y amigos íntimos que quieren participar de este momento de gracia tan entrañable. Cada uno de los sacerdotes habla al corazón de la hermana y al final todos juntos le dan la bendición. Comienzan las lágrimas entre los presentes. Con la bendición recibida se acerca junto a la puerta reglar; entonces sus padres y su hermano van con ella y le dan la bendición familiar. ¡Se abrazan, lloran, se despiden y la joven carmelita descalza atraviesa la puerta para ser acogida por sus nuevas hermanas! La puerta se cierra. La familia llora, algunos de los presentes también, es normal, ¡la gracia de Dios empieza a actuar y se deja notar! ¡Ven Espíritu Santo!

Ahora toca esperar a que la joven conozca su nuevo hogar y rece por primera vez desde el coro. También tiene que cambiarse el vestido blanco de novia por el marrón de postulante carmelita descalza. Algunos se marchan. Se quedan la familia y poco más. Hablo con su párroco y luego voy a saludar a sus padres y hermano. Los padres ven que el sueño de su hija se ha cumplido; ya no lloran apenas, pero su hermano no termina de asumirlo. Su hermana, esa hermana pequeña con la que tanto ha jugado, compartido y reído, ahora empieza una vida nueva que le impide volver a tener ese contacto directo entre hermanos que se abrazan y se besan un día sí y otro también mientras crecen juntos en la misma casa bajo la atenta y entregada mirada de sus padres. No tiene consuelo, hablo con él un rato junto a su madre y no se calma. Llora mucho, su rostro no cesa de ser regado, calado y refrescado por un vigoroso arroyo de lágrimas; por gotas de agua que brotan de su corazón desgarrado, de su más profundo e intenso sentimiento, de su manera tan natural y viva de decir, sin palabra alguna, que ahora ya no puede abrazar a su hermana como lo ha hecho hasta ahora. Estas lágrimas me recuerdan a esa gota que me mojaba cuando venía al monasterio o a esa tormenta que veía en los montes o a esa agua de vida en el Espíritu Santo que pedía que cayera sobre nosotros. ¡Son los planes de Dios que cuesta entender muchas veces! Pero la presencia de Dios nadie duda que está ahí. Veo su dolor, su hermana ya está dentro y él se queda afuera con sus padres. La vida le cambia mucho. Tiene que hacerse a esta nueva realidad. Es duro, cuesta, no es fácil, pero sé que va a superarlo. Seguro. Hay que dar tiempo. Lo de siempre. Esperar. ¡Ven Espíritu Santo!

¡Y por fin se oyen voces en el locutorio! ¡Entramos! ¡Vemos a la nueva carmelita! Entonces otra vez las lágrimas brotan de algunos rostros, no sólo del de su hermano. ¡De verla de blanco en el patio de la entrada del convento entre los más queridos a verla ahora de marrón detrás de la reja con su nueva familia cambia todo! ¡Todo! ¡Y qué vamos a decir a sus padres y a su hermano! La gente se va y nos quedamos su familia. Sus padres, su hermano y su nuevo hermano. Me siento al lado de su hermano y le digo que este año el Espíritu Santo me ha dado un doble regalo: una nueva hermana en el Carmelo, y con ella a su hermano, que pasa a ser hermano también. ¡Qué grande eres Espíritu Santo! ¡Cómo te derramas! Las lágrimas se han calmado. Las monjas en su lugar, sus padres y sus hermanos al otro lado de la reja y llega el momento de que se quede sólo la familia de la sangre. La familia del hábito decide dejar solos a los cuatro. Antes llega la bendición final. Una bendición para dar por concluida la primera etapa en la vida de una carmelita descalza: la entrada en el monasterio. Luego viene el postulantado, la toma de hábito, el noviciado, la profesión simple y al final de todo la profesión solemne. Así se lo he explicado antes a su hermano para que sepa lo que va a vivir su hermana. Le digo que ahí vamos a estar juntos para compartir  esos pasos. Seguro que en esos nuevos momentos vuelven las lágrimas pero no ya de pena, dolor e incomprensión, sino de alegría, gozo y agradecimiento porque nuestra hermana cumple la voluntad del Padre, sigue a su Esposo Jesucristo y se deja transformar por el Espíritu Santo. Es algo que va a pasar. ¡Ven Espíritu Santo!

Me marcho, los dejo a solas. Arranco el coche y vuelvo a Calahorra. Por el camino doy muchas gracias. Y lo hago en oración porque me sale del corazón después de todo lo vivido esa tarde: ¡Gracias Espíritu Santo! ¡Cuánto me has dado! ¡No dejas de actuar! ¡Siempre estás presente! ¡Cuídalos! ¡Consuela a la familia que al llegar a casa echarán en falta a la querida hija y hermana! ¡Llena de tu vigor a esa joven en quien ha puesto los ojos el Hijo de Dios! ¡Acompaña en la formación a la comunidad que es la nueva familia de la postulante! ¡Gracias por esos momentos de gracia como cuando con esa gota entrabas en mí al inicio de la tarde! ¡Gracias por esos momentos de vida donde el fuego de tu amor se derramaba en esa familia que despedía a una hija y hermana al pasar la puerta de la clausura! ¡Gracias por esos momentos de cielo donde todos los presentes hemos gustado tu viva presencia al ver a una nueva carmelita descalza! ¡Espíritu Santo, entra hasta el fondo del alma de la hermana Inés de Jesús y sé el gozo que enjuga las lágrimas de su hermano Francisco para que descubra, goce y comparta con todos aquellos que quiera momentos como los de esa tarde de Pentecostés que seguro no va a olvidar nunca y que son momentos de cielo!

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