León XIV y los nuevos mapas de esperanza

León XIV muestra, con el cardenal José Tolentino de Mendonça, prefecto del Dicasterio para la Cultura y la Educación, su reciente documento sobre educación tras firmarlo.
En el sexagésimo aniversario de Gravissimum educationis, León XIV propone un camino de reconstrucción espiritual y cultural de la civilización que pasa por volver los ojos de todos sobre la educación. Lo dice con nitidez: “Con ese texto, el Concilio Vaticano II recordó a la Iglesia que la educación no es una actividad accesoria, sino que constituye el tejido mismo de la evangelización: es la forma concreta con la que el Evangelio se convierte en gesto educativo, relación, cultura”.
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Lejos de la nostalgia, el Papa describe la vitalidad de las comunidades vivas: “Allí donde las comunidades educativas se dejan guiar por la palabra de Cristo, no se retiran, sino que se relanzan; no levantan muros, sino que construyen puentes”. Es el mapa misionero que reordena la esperanza en medio del vértigo contemporáneo. “El Evangelio no envejece, sino que «hace nuevas todas las cosas» (Ap. 21,5). Cada generación lo escucha como una novedad que regenera”.
El Pontífice sitúa su propuesta en la complejidad del presente y recupera una visión de conjunto: “Vivimos en un entorno educativo complejo, fragmentado y digitalizado. Precisamente por eso es sabio detenerse y recuperar la mirada sobre la «cosmología de la paideia cristiana»”. No es una consigna estética, sino una brújula: una “visión que, a lo largo de los siglos, supo renovarse e inspirar positivamente todas las poliédricas facetas de la educación”.
Desde ese horizonte, el Papa dibuja una imagen potente: “Desde sus orígenes, el Evangelio ha generado «constelaciones educativas»: experiencias humildes y fuertes a la vez, capaces de leer los tiempos, de custodiar la unidad entre la fe y la razón, entre el pensamiento y la vida, entre el conocimiento y la justicia. Han sido, en la tormenta, un ancla de salvación; y en la bonanza, una vela desplegada”. La educación cristiana aparece ahí como geografía del alma y servicio al bien común.
La continuidad interna del magisterio aflora cuando León XIV enlaza con su primera exhortación: “La educación -como recordé en mi exhortación apostólica Dilexi te- «ha sido siempre una de las expresiones más altas de la caridad cristiana»”. Por eso, añade, “el mundo necesita esta forma de esperanza”. Aquí la caridad educativa deja de ser un apéndice y se vuelve criterio de reforma: amar al hombre educándolo para la verdad.
La historia que cuenta el Papa es dinámica. La Iglesia, madre y maestra, ha acompañado la libertad “para que todos «tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10,10)”. No impone modelos uniformes: “Los carismas educativos no son fórmulas rígidas: son respuestas originales a las necesidades de cada época”. De este modo, la pedagogía cristiana descansa en una antropología esperanzada: el hombre es imagen de Dios, llamado a la verdad y al bien.
En el tramo propositivo, el texto adquiere dimensión de programa. El Papa no se limita a celebrar el pasado: “Las constelaciones educativas católicas son una imagen inspiradora de cómo la tradición y el futuro pueden entrelazarse sin contradicciones”. Y subraya la urgencia: “La hiperdigitalización puede fragmentar la atención; la crisis de las relaciones puede herir la psique; la inseguridad social y las desigualdades pueden apagar el deseo. Sin embargo, precisamente aquí, la educación católica puede ser un faro… Diseñar nuevos mapas de esperanza: esta es la urgencia del mandato”.
Hay, además, una gramática espiritual de la educación que el Papa concreta en tres imperativos: “Desarmen las palabras, levanten la mirada, custodien el corazón”. “La educación no avanza con la polémica, sino con la mansedumbre que escucha”. Y recuerda la vocación de trascendencia: “La relación está antes que la opinión, la persona antes que el programa”. Es una síntesis pedagógica que devuelve la centralidad a la persona y a la comunidad.
El cierre tiene el tono pastoral que esperábamos. León XIV encomienda este camino a María, Sedes Sapientiae, e invita a todos a una creatividad humilde y valiente: “Sean servidores del mundo educativo, coreógrafos de la esperanza, investigadores incansables de la sabiduría, artífices creíbles de expresiones de belleza. Menos etiquetas, más historias; menos contraposiciones estériles, más sinfonía en el Espíritu”. Así, la educación se convierte en cultura de esperanza que “orientará: hacia la verdad que libera…, hacia la fraternidad que consolida la justicia…, hacia la esperanza que no defrauda”.
Como político, jurista y creyente, leo en estas páginas un diagnóstico claro y una ruta posible. No se trata de un reordenamiento burocrático, sino de una conversión del corazón educativo de la Iglesia para servir mejor al hombre: “El mundo necesita esta forma de esperanza”. Y la Iglesia sabe dónde encontrarla: en Cristo que hace nuevas todas las cosas, en la escuela de los santos educadores, en las constelaciones que -silenciosamente- siguen alumbrando el camino.