La buena voluntad prevalece sobre la fuerza de voluntad

La fuerza de voluntad es buena solo si lo es el objeto de la voluntad. Es la cima lo que califica el esfuerzo de escalar.
Creo que hacemos un exceso de hincapié en la “fuerza de voluntad” y que hablamos muy poco de la “buena voluntad”. Sobre todo, habida cuenta de que la fuerza de voluntad no implica siempre buena voluntad, mientras que la buena voluntad sí que nos instiga a que nuestra voluntad sea más fuerte.
Uno puede estar revestido de una fuerza de voluntad implacable, pero no necesariamente para hacer el bien u orientarla en la buena dirección. Huelga decir que la historia nos ha brindado una kilométrica floresta de ejemplos al respecto (abundan los psicópatas y narcisistas que oprimieron a miles y millones de personas a expensas de su vigor y determinación); y, sin irnos tan lejos, cabe destacar que es un fenómeno omnipresente en nuestra vida cotidiana (en la que prolifera cierto individualismo, culto al cuerpo y una competitividad acentuadamente cainita).
De esto, precisamente, nos alerta el eximio teólogo Charles Moeller, en su ensayo Sabiduría griega y paradoja cristiana. Su advertencia estriba en que este modo de entender la vida nos aboca a retroceder a la era precristiana, en la que predominaba ese “orgullo estoico de la virtud” propio del guerrero bello, fuerte, imbatible en los campos de batalla, orgulloso de sí mismo, soberbio, presumido, vanidoso hasta la médula, e incompasivo con el enemigo y con el débil. A esto, desde mi perspectiva, nos lleva el enaltecimiento desaforado de la fuerza de voluntad y el eclipse de la buena voluntad.
Sólo hay que ver cuáles son las grandes aspiraciones del “hombre masa” en la sociedad de nuestro tiempo: “tener un cuerpo diez”, acaparar la atención de miríadas de followers y ganar mucho dinero (además de presumir a bombo y platillo de ello); es decir, una exaltación de belleza, fortaleza y esplendor que oculte todo atisbo de humildad y debilidad, algo muy similar a sublimar el arquetipo retratado por Moeller. En síntesis, cuando renunciamos al mensaje de Jesucristo, estamos irremisiblemente condenados a retroceder a la luminosa oscuridad -o al virtuosismo viciado- anterior a su venida.
Parafraseando a G.K. Chesterton, el hombre moderno se propone alcanzar el tarro de mermelada, pero sin preguntarse si, en realidad, quiere la mermelada. Esta reflexión forma parte de su célebre obra Ortodoxia, la cual está orientada a hacer una parodia del ‘ismo’ del voluntarismo, de “la voluntad por la voluntad”, porque sí, véase de ese culto a la voluntad huérfano de un porqué bondadoso que lo respalde; voluntarismo que, bajo mi criterio, nos arrastra hacia ese “hacer por hacer” al que Miguel Bosé ponía voz en una de sus más célebres canciones. Todo esfuerzo es baldío a falta de un encomiable “para qué”. Toda productividad es improductiva -e incluso contraproducente- si carece de una explicación justificada.
A todo lo dicho, cabe añadir que el ‘ismo’ del voluntarismo, de “la voluntad por la voluntad”, porque sí, de cultivar la fuerza de voluntad al margen de la buena voluntad, es diametralmente lo contrario a la definición de la palabra voluntad; ya que ésta proviene del latinismo voluntās, -ātis, que significa "querer, deseo, disposición". En la propia raíz etimológica del término, podemos ver implícita aquella máxima escolástica de que el entendimiento ha de ser previo a la voluntad, habida cuenta de que la voluntad ya exige -por sí misma- un discernimiento y un querer previo a su ejecución.
Ahora bien, ¿en qué se diferencia, entonces, la voluntad bien entendida de la voluntad del querer que predicaba Hegel o del voluntarismo de nuestros deseos más profundos por el que abogaba Nietzsche? Pues, lisa y llanamente, que el origen etimológico de la palabra voluntad va más allá de “querer, desear o disponer”, debido a que el sustantivo abstracto voluntās, formado con el sufijo -tās, es lo que da lugar a nuestro sufijo -dad, de bondad, verdad y lealtad; esto sumado a que, en latín clásico, voluntas designaba tanto la facultad de querer como la intención benevolente hacia alguien.
Así pues, de esto se desprende que la palabra voluntad ya tenga incluido el calificativo de buena en su propia definición, por lo que decir buena voluntad sería una redundancia; aunque acertada, dado que sirve para enfatizar y esclarecer su significado más profundo (de hecho, es un recordatorio imprescindible en estos tiempos de deconstructivismo lingüístico).
Si tenemos en consideración que la auténtica definición de voluntad requiere de un querer previo orientado a hacer el bien, volvemos a darle la razón a los escolásticos en su máxima de que el entendimiento ha de ser previo a la voluntad y de que, por consiguiente, el obrar ha de estar presidido por el amor (a Dios y al prójimo).
Es más, esto último ofrece una respuesta aceptada por una holgada mayoría (incluidas las personas alejadas de -o poco congraciadas con- la fe católica): que es que el motor más efectivo de la voluntad es la motivación (una forma de amor), por encima del miedo y del deber; porque quienes se entregan en cuerpo y alma a una causa -y la desarrollan hasta alcanzar la excelencia- suelen estar más impulsados por la motivación que por cualquier otro móvil. Por ejemplo, alguien que saca varias matrículas de honor en la universidad -o que reza varios Rosarios al día- tiende a moverse más por ilusión que por temor u obligación.
El amor es el motor más efectivo de la voluntad por una razón muy simple: porque el amor forma parte de la definición de la palabra voluntad, como hemos podido comprobar arriba.
Que el amor sea la forma más plena de voluntad no significa que el miedo y el deber no puedan formar parte de ésta. Lo que sí que hemos de tener claro es que el amor prevalece, y que es muy peligroso que el miedo y el deber sean sus principales propulsores.
Por ejemplo, el miedo a hacer el mal -o al castigo por cometer pecados- es un sentimiento imprescindible para poder amar a Dios y a los demás; del mismo modo que el temor a suspender es fundamental para aprobar un examen o que el pánico a atropellar a un peatón es una alarma indispensable para garantizar la seguridad vial. Eso sí, este tipo de miedo es legible -y loable- siempre que esté subordinado al amor, por debajo de éste, al servicio de él, y no al revés. El peligro adviene cuando lo colocamos por encima, tal y como predicaba el filósofo Thomas Hobbes al situar la propagación del miedo como el brazo garante del orden social.
Algo similar sucede con el deber: someternos a obligaciones y responsabilidades que ejerzan disciplina en nosotros para hacer el bien (véase para no delinquir, para no llegar tarde al trabajo o para no saltarnos una señal de Stop) es algo que coadyuva decisivamente al buen desarrollo de nuestra voluntad. El peligro adviene cuando elevamos comulgar por el deber establecido o consensuado por encima de la moral natural, tal y como hacía Immanuel Kant a través de su imperativo categórico.
Otro elemento capital de la voluntad sería el compromiso, véase el hecho de comprometernos con cosas buenas como manera de evitar que nos escaqueemos de cumplirlas. No cabe duda de que, cuando estamos comprometidos con algo o con alguien, aumentamos la presión sobre nosotros para cumplir con la palabra dada. Ahora bien, el peligro adviene cuando tales compromisos dejan de estar al servicio del amor, cuando nos vamos comprometiendo con asuntos que nos mantengan distraídos de nuestra auténtica misión, tal y como predicaba Jean-Paul Sartre, uno de los padres del existencialismo.
En resumidas cuentas, el amor ha de ser entendido como el motor principal de la voluntad; y el miedo, el compromiso y el deber, como instrumentos subordinados a éste, y suministrados en dosis prudentes y templadas.
Ante de terminar, no quiero dejarme en el tintero una serie de atributos que el doctor Enrique Rojas (el célebre psiquiatra) considera, en su ensayo 5 consejos para potenciar la inteligencia, como propios de la voluntad, que son: el orden, la constancia y la motivación; porque ser perseverantes en lo poco es mucho más aconsejable que ser inconstantes en lo mucho.
Como rezan las Sagradas Escrituras, "el que es fiel en lo poco, también en lo mucho es fiel; y el que en lo poco es injusto, también en lo mucho es injusto" (Lucas 10, 16); además de que “un poco de levadura fermenta toda la masa” (Gálatas 5, 9).