Religión en Libertad

El asesinato de Charlie Kirk es una crisis espiritual, no solo una crisis política

'The Charlie Kirk show': la presencia en redes del líder asesinado multiplicaba el efecto de sus debates públicos y abiertos.

'The Charlie Kirk show': la presencia en redes del líder asesinado multiplicaba el efecto de sus debates públicos y abiertos.

Creado:

Actualizado:

En un momento que parecía extraído directamente de una novela de terror distópico, el activista conservador y fundador de Turning Point USA, Charlie Kirk, recibió un disparo en el cuello durante un acto de su American Comeback Tour en la Utah Valley University.

El ataque tuvo lugar cuando se dirigía a una multitud congregada junto a una tienda decorada con lemas como Demuestra que estoy equivocado: una cruel ironía a la vista de los acontecimientos que siguieron. Un único disparo sonó desde un edificio cercano, empujando a Kirk hacia la izquierda y provocando una reacción en cadena de horror por todo el espectro político.

Kirk ha muerto.

Pero esto no fue simplemente otro punto álgido en las interminables guerras culturales de Estados Unidos. Fue un doloroso recordatorio de lo que perdemos cuando la violencia se infiltra en la vida pública: cuando las convicciones políticas se utilizan para justificar la violencia mortal y permitimos que nuestra concepción de la moral se convierta en carne de cañón de una guerra ideológica.

Porque Charlie Kirk no era una caricatura política. Era un buen marido y un padre cariñoso, un cristiano comprometido cuya vida y obra estaban animadas por su fe. 

Sus allegados no conocían a un gigante de internet, sino a un hombre dulce, generoso y de oración, que jamás haría daño voluntariamente a nadie. La misión de Kirk no estaba impulsada por la ira, sino por la convicción y por el deseo de salvaguardar las libertades de las que depende la sociedad civil.

Atacar a un hombre así es herir no sólo a su familia y a su comunidad, sino también al espíritu mismo del cristianismo que él trataba de encarnar.

En los últimos tiempos, el discurso público ha acogido con demasiada frecuencia la idea de que "el otro bando" no solo está equivocado, sino que no merece una dignidad elemental. En el fondo, esta mentalidad invita a la apatía. Se venerase o se detestara a Kirk, su asesinato no es una declaración política; es un acto de terror. Actos violentos como estos no atraen a nadie hacia la causa. De hecho, solo socavan el respeto y la autoridad que pretenden esos activistas.

Primero fue el presidente Donald Trump. Luego fueron los políticos demócratas John Hoffman y Melissa Hortman. Hoy fue Charlie Kirk. Mañana podría ser cualquiera: periodistas, manifestantes, activistas o cualquier ciudadano que pasee por la calle.

Inmediatamente después, una inusual unidad quebró brevemente el rencor. Líderes de ambos bandos coincidieron en que la violencia política nunca debe triunfar. El gobernador de Utah, Spencer Cox, exigió justicia y que paguen por lo que han hecho. El gobernador de California, Gavin Newsom, denunció el ataque como "repugnante, vil y reprobable". El demócrata Ro Khanna y figuras republicanas incondicionales como Mike Lee se hicieron eco de idéntica consigna. Por un instante, el horror superó al partidismo.

Sin embargo, esta unidad, aunque alentadora, no debe llevarnos a la inacción. Como católicos, debemos mirar más allá de los titulares y ver la profunda pobreza espiritual que subyace a estas tragedias. Nunca se trata de un simple acto aislado, sino del fruto de una cultura que ha olvidado la dignidad del prójimo. Cuando no solo se discrepa de los adversarios, sino que se les aniquila moralmente -cuando se les trata no como personas, sino como obstáculos-, el camino a la violencia parece inevitable.

El Catecismo nos recuerda que toda forma de violencia hiere no sólo a la víctima, sino a la sociedad misma y ofende gravemente al Señor, que nos manda amar incluso a nuestros enemigos.

No basta con condenar el asesinato de Kirk, ni los anteriores, en abstracto. Debemos enfrentarnos a la creciente cultura de deshumanización que posibilita tales actos.

En muchos campus, incluido Utah Valley, la presencia de políticos se ha encontrado con exigencias de exclusión. La Universidad de Durham se vio obligada a proteger a académicos israelíes ante manifestantes agresivos durante un debate sobre la guerra de Gaza; la ex ministra del Interior británica Amber Rudd fue cancelada poco antes de su intervención en un evento de Oxford Union; la conferencia del politólogo Charles Murray en el Middlebury College fue suspendida en medio de violentas manifestaciones, resultando heridos un profesor y los moderadores del acto.

La protesta es un pilar de la sociedad libre. Pero cuando se ejerce con un espíritu de ira y no con la razón, fácilmente se convierte en mecha para llamas más oscuras. Si aceptamos un clima en el que celebramos el silenciamiento de quienes despreciamos, no debería sorprendernos que otros lleven la lógica más allá, con consecuencias catastróficas.

Sí, las fuerzas del orden harán su trabajo y, con suerte, atraparán al culpable. Pero, como cristianos, nuestra tarea es otra.

Debemos orar por Charlie Kirk, por su familia e incluso por quien quiso quitarle la vida. Debemos renovar nuestro compromiso con la verdad de que toda vida humana, incluso la de nuestro adversario político, es sagrada. Silenciar el debate no es ganar una discusión, sino empobrecer el bien común. Debemos resistir la tentación de responder al odio con odio. Y debemos insistir en que nuestras grandes instituciones sigan permitiendo que se escuchen todas las voces, incluso las que consideramos más objetables. Hoy se ha cruzado una línea invisible, y me atrevo a decir que no hay vuelta atrás.

El asesinato de Charlie Kirk no es simplemente una crisis política: es un ajuste de cuentas cívico y espiritual.

El peso de lo que acaba de ocurrir solo se aprecia cuando miramos más allá de la política y lo reconocemos como un atentado contra el derecho a la palabra, a la reunión y al debate; y, por lo tanto, como un atentado contra la dignidad divina de cada uno de nosotros. Si olvidamos esa dignidad, nos arriesgamos no solo a la violencia, sino también a la pérdida de nuestra propia alma como pueblo.

Nunca, ni por dolor, ira o miedo, debe convertirse el cañón de un arma en nuestro argumento.

tracking