Religión en Libertad
Satanás tiene a España en el punto de mira por los servicios prestados a la fe. 'La carga de los tres reyes' de Augusto Ferrer-Dalmau: Castilla, Aragón y Navarra en las Navas de Tolosa (1212).

Satanás tiene a España en el punto de mira por los servicios prestados a la fe. 'La carga de los tres reyes' de Augusto Ferrer-Dalmau: Castilla, Aragón y Navarra en las Navas de Tolosa (1212).

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Vivimos unos tiempos extraños. Todo el mundo reclama sus derechos, pero nadie reconoce sus deberes. Lo que uno desea se convierte en argumento suficiente para exigir, para legislar, para decidir. La voluntad personal se ha convertido en el nuevo ídolo. Basta con decir “porque quiero”, “porque lo siento así” o “porque me da la gana” para convertir cualquier capricho en un derecho con legitimidad moral.

Esta forma de pensar y, quizás, hasta de sentir se ha infiltrado en todas partes: en la ciencia, en la educación, en la Iglesia… y muy especialmente en la política. En ella, la voluntad ha sustituido al bien, y el deseo y el poder al deber. Ya no importa lo que se ajusta a la verdad, sino lo que es posible. Ya no se busca lo verdadero, sino lo que puede consensuarse. Es el fruto de la mentira que la serpiente susurró en el Edén: “Seréis como dioses”. Pero ahora, esa mentira se vende envuelta en palabras como democracia, derechos o progreso.

Del bien común al deseo común

La metafísica clásica y la tradición cristiana siempre entendieron la libertad como la capacidad de elegir el bien. La voluntad humana no es un fin en sí misma, sino un medio al servicio de un objeto superior: el bien, el Bien, o sea, Dios mismo. Pero la modernidad ha invertido este orden. Ahora se entiende la libertad como pura autodeterminación, incluso cuando conduce a la destrucción. La voluntad se absolutiza y se desliga de toda referencia objetiva: no hay bien, no hay naturaleza, no hay verdad… solo decisiones. Lo decía un político español, parafraseando (o más bien pervirtiendo) a Cristo: “La libertad os hará verdaderos”. Parece una consigna simplona, fruto de una ocurrencia del momento, pero no lo es, huele intensamente a azufre.

En este contexto, la política ha dejado de estar al servicio del bien común y se ha convertido en una maquinaria de concesiones privadas. Se legisla en función del deseo de grupos, de minorías, de ideologías, de conveniencias muchas veces personales. Se ha sustituido la verdad por el consenso o por el control del relato. Pero cuidado: que algo sea común no lo hace necesariamente bueno. Más bien al revés, debe ser común porque antes es bueno y verdadero.

Pongamos un ejemplo: hoy todos estamos de acuerdo en que la esclavitud es aberrante. Pero durante siglos fue aceptada socialmente. No fue el consenso el que descubrió la verdad; fue la verdad la que, con el tiempo, se impuso al consenso. Porque la verdad es la que alumbra el bien, no la opinión de la mayoría.

Democracias sin raíces

La democracia, si quiere ser verdadera, necesita cimientos que no puede ni inventarse ni darse a sí misma. Como en los teoremas de Gödel, ningún sistema se justifica por sí solo: necesita algo fuera de sí, de orden superior, que le dé sentido. En este caso, ese “algo” es la ley natural, la idea de que hay principios fundamentales -principios no negociables, que decía Benedicto XVI- que no dependen del capricho ni de la moda, y que deben respetarse siempre porque son el fundamento de toda la existencia.

La propia Declaración de Independencia de Estados Unidos, en su párrafo segundo lo enuncia así: “Sostenemos como evidentes estas verdades: que todos los hombres son creados iguales; que están dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre estos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad”. Cuando esto se olvida, la libertad se convierte en capricho, y el Estado se transforma en fuente absoluta de derechos. Pero si el Estado genera los derechos, también puede retirarlos. Desde esta perspectiva, se pueden decir majaderías como que los hijos no pertenecen a los padres o cosas semejantes. Así se llega a un totalitarismo suave, donde se castiga lo que no encaja en el nuevo catecismo secular, lo que cae fuera de lo políticamente correcto.

España, que salió de una dictadura peculiar, se quiso dar a sí misma una democracia avanzada, no solo emancipada del “autoritarismo” vivido hasta entonces, sino también de Dios, de la ley natural y de cualquier verdad objetiva. Y en ese vacío se fue fraguando un nuevo dios: la voluntad de poder. Así, en nombre de la libertad, se impone el pensamiento único; en nombre de los derechos, se imponen normas que pisotean las conciencias; en nombre de la democracia, se aniquila la verdad.

Cómo se fabrica el consenso

¿Y cómo se llega a esta situación? ¿Cómo se moldea el pensamiento de una sociedad para que acepte lo inaceptable? Hay al menos dos mecanismos muy efectivos.

  • El primero podríamos llamarlo “la equidistancia de los pusilánimes”. Imagina que en un parlamento se discute el color de la nieve. Unos afirman con vehemencia que es negra. Otros aseguran muy tozudamente que es blanca. Posturas ambas aparentemente radicales. Lo moderado, lo consensuado, lo equilibrado es decidir que es gris. Equidistante, salomónico. El problema es que la nieve no es gris. Es blanca. Pero por miedo a parecer extremistas, muchos prefieren equivocarse juntos antes que decir la verdad solos. Así fue como se abrió paso, por ejemplo, la legalización del aborto en España y en todo Occidente.
  • El segundo mecanismo es la llamada “ventana de Overton”. La tolerancia va aumentando poco a poco hasta que algo extraño acaba siendo norma. Lo que hasta hace poco habría parecido impensable -como ver a una adolescente paseando por la calle con un minipantalón que deja las posaderas al aire- hoy no solo se tolera con naturalidad, sino que se presenta como una expresión respetable de libertad… y mañana quizá sea de obligado cumplimiento, si no quieres quedar marginada. Esto, que es un ejemplo tonto, pasa con cosas más serias como el aborto, la ideología de género, la eutanasia, el concepto de familia, el inmigracionismo buenista y muchas otras. Es un proceso gradual: primero se ridiculiza al que se opone, luego se le silencia, y finalmente se le persigue. Muy sencillo de ver, el PP de hoy está en muchos aspectos fundamentales más a la izquierda que el PSOE de comienzos de la Transición.

El resultado de todo esto es desolador

  • El derecho ha dejado de estar anclado en la realidad y se ha convertido en un arma arrojadiza al servicio de la ideología. 
  • La educación ha renegado de la obediencia, la disciplina intelectual, el cultivo de la memoria y la práctica de la virtud, para convertirse en una fábrica de egos frágiles y narcisistas. 
  • La política queda reducida a una guerra de relatos, donde ya no importa la verdad, sino la rentabilidad electoral y la concentración de poder para imponer ideologías y/o obtener rentas personales. El relato cambia según convenga: los mismos nacionalismos supremacistas que ayer despreciaban a los 'maquetos' hoy aplauden con fervor la llegada masiva de extranjeros, sobre todo si no son católicos, claro. Y ni se te ocurra objetar: serás acusado de xenófobo. 

Se habla de libertad, pero se impone una nueva censura. Se habla de progreso, pero se sufre una regresión moral. Se habla de democracia, pero se ha olvidado su fundamento: el hombre como ser creado por Dios, con dignidad y sentido trascendente.

Iglesia: tentaciones y fidelidad

En medio de este paisaje confuso, la Iglesia también sufre sus propias tentaciones. Algunos desde fuera y otros desde dentro quisieran verla reducida a una ONG simpática, útil, inofensiva. Una institución que reparta abrazos, alimentos y sonrisas, sin molestar a nadie. Pero la misión de la Iglesia no es salvar sistemas políticos, sino salvar personas. No está para agradar al mundo, sino para anunciar a Cristo, incluso cuando eso moleste. Incluso cuando eso cueste la vida, como le ocurrió a Santo Tomás Moro.

La tentación de contemporizar siempre estará ahí. Es más cómodo organizar una tertulia parroquial con cena “autogestionada” que dar testimonio del Evangelio en un mundo que lo rechaza. Pero la Iglesia pertenece a un Reino que no es de este mundo. Su utilidad para la democracia solo puede ser indirecta: cuanto más transforme las almas, más humanizará la sociedad. Pero si se invierte ese orden y se le exige ser herramienta de inclusión o de política social, se la corrompe. Por desgracia, en Occidente ya casi no queda espíritu martirial, terminó en la última guerra mundial. El tener las cosas claras genera tensiones y problemas, incluidas guerras. Es más pacífico apostar por algo light y fluido…

Para ser fiel a su misión, la Iglesia necesita cuatro patas: conversión, sacramentos, oración y anunciar a Cristo. Sin éstas, todo lo demás es desgaste personal, pérdida de tiempo y, con frecuencia, también de dinero.

Volver a la verdad recibida

La libertad no se sostiene sola. Solo puede florecer si se apoya en el reconocimiento del hombre como criatura, en el respeto al orden moral, en la obediencia a una Verdad que no inventamos, sino que nos inventa. Porque esa Verdad -lejos de esclavizarnos- es la que nos hace libres. La voluntad por sí sola no basta: necesita un norte, una dirección, un fin.

La democracia auténtica no consiste en multiplicar opciones, sino en ordenar la convivencia según lo que es verdadero, digno y bueno. Y la verdadera libertad no es hacer lo que me da la gana, sino saber a quién pertenezco. Solo cuando el hombre deja de creerse dios de sí mismo, puede vivir como verdadero hijo, como verdadero ciudadano, como verdadero ser humano. Y esa virtud, tan olvidada hoy, se llama obediencia, obediencia a la Verdad.

España y la batalla por el alma

España ha sido, a lo largo de la historia, instrumento de gestas épicas al servicio de Cristo. De sus entrañas han brotado miles de santos -reyes y nobles, campesinos y mártires, fundadores, reformadores y sencillos fieles-, canonizados o no, que ofrecieron su vida por la fe. Sus antiguos reinos, animados por el alma cristiana, emprendieron durante ocho siglos la gigantesca empresa de la Reconquista. Y después, en apenas un siglo, llevó el Evangelio a todo un continente, desde México hasta la Patagonia, transformando pueblos marcados por la idolatría, la guerra, la opresión y los sacrificios humanos en naciones que adoraban al Dios verdadero, con la ayuda constante de la Virgen. Sus protagonistas crearon ciudades urbanizadas, escuelas, colegios, universidades, hospitales, orfanatos, empresas… Esto no es fruto de la casualidad, sino fruto del compromiso con la Verdad de héroes olvidados. Nuestros políticos actuales no les aguantarían ni la mirada, ni mucho menos la comparación, por no decir algo mucho más soez.

Esta epopeya civilizadora ha sido ensuciada por la famosa “leyenda negra”, fabricada por los enemigos de la Fe. Pero la historia está ahí, aunque moleste. Y todas estas cosas -como tantas otras- Satanás las conoce muy bien. Por eso España está en su punto de mira. No olvidemos que la historia de España es una sucesión de guerras por la Fe, desde Recaredo hasta el último mártir de la última contienda.

Hoy, España (y Occidente con ella) se juega su futuro en lo profundo: en si quiere volver a tener alma o seguir vaciándose de sentido. Porque al final, la gran pregunta no es si podemos hacer esto o aquello… sino si queremos vivir en la verdad, o seguir creyendo que podemos ser dioses. Todo se reduce a un dilema fundamental: ¿creamos nosotros la verdad o, más bien, es la Verdad -con mayúscula- la que nos crea?

Repitamos con paz en el corazón: “Venga a nosotros tu Reino y hágase tu voluntad, así en la Tierra como en el Cielo.”

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