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Definir la felicidad es una de las cuestiones más debatidas por la filosofía.

Definir la felicidad es una de las cuestiones más debatidas por la filosofía.Mi Pham / Unsplash

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Tras haber escrito varios artículos sobre el significado de la palabra felicidad, voy a sintetizar dicho término en la siguiente definición: “La búsqueda del sentido incardinada a la rectitud en el obrar (o virtud) y al amor a Dios y al prójimo, sin dejar de tener en consideración la salubridad de nuestro estado anímico y el desarrollo de nuestros talentos o carismas más innatos”.

Felicidad: ni el todo ni la nada

Esta sería, a mi juicio, la definición de una felicidad escrita con letra mayúscula; aunque, también, creo que hay otra modalidad que se puede escribir en minúscula, habida cuenta de que la felicidad tiene sus grados y considerando que en esta vida no existe ni la infelicidad absoluta ni la felicidad plena, debido a que la primera está reservada para quienes moran en el infierno durante toda la eternidad, mientras que la segunda es patrimonio exclusivo de Dios nuestro Señor (Padre, Hijo y Espíritu Santo).

No creo que en esta vida exista una ausencia total de felicidad o infelicidad absoluta, ya que, en caso de que ser así, no podríamos realizar ninguna buena obra, ni experimentar momentos de crecimiento y de júbilo, además de que nos sería negada nuestra posibilidad de redimirnos (y no olvidemos que la puerta del redil está permanentemente abierta). De esto se desprende que, aunque no tengamos la búsqueda de sentido bien enfocada, nuestra vida siempre tiene sentido, debido a que el sentido también tiene sus grados. Además de que, al ser todos concebidos en base a un acto sexual reservado para el amor (incluso aunque éste no fuese practicado con amor), esto significa que somos fruto del amor, motivo por el cual todos somos merecedores de recibir amor, y, por ende, también, de darlo; sobre todo, debido a que, a falta de amor, el hombre se convertiría en “un lobo para el hombre” (como decía el filósofo Thomas Hobbes).

Ahora bien, sí que pienso, al margen de que nadie sea en esta vida infeliz o feliz en términos absolutos, que sí que hay una felicidad escrita con letra mayúscula y otra en minúscula; ello de acuerdo con la definición esbozada en el párrafo introductorio. No obstante, he de matizar, por otro lado, que no se puede medir con precisión matemática en qué categoría se sitúa cada uno, ya que es un concepto demasiado abstracto -por complejo y escurridizo- para dar una respuesta tajante y unívoca.

Vivir en gracia de Dios

Aunque no sea posible demarcar con un criterio categórico y matemático cuándo alcanzaríamos una felicidad escrita con letra mayúscula o minúscula, sí que puedo trazar un eje de coordenadas para esclarecer qué rumbo habríamos de tomar: cuidar cada aspecto de la definición inicial, en virtud de la cual la felicidad sería “la búsqueda del sentido incardinada a la rectitud en el obrar (o virtud) y al amor a Dios y al prójimo, sin dejar de tener en consideración la salubridad de nuestro estado anímico y el desarrollo de nuestros talentos o carismas más innatos”; y, a tal fin, como católico, considero sumamente aconsejable que vivamos en gracia de Dios, y que nos confesemos de inmediato cuando cometamos un pecado mortal.

Algunos os preguntaréis por qué incardino, en mi definición, la “búsqueda del sentido” al “amor” y a la “rectitud en el obrar (o virtud)”, habida cuenta de que no pocos filósofos -e incluso psicólogos- parece que sólo hacen hincapié en la búsqueda del sentido, dejando de lado la fijación de ciertas coordenadas morales.

El deber

Pues bien, he de decir que una búsqueda del sentido apeada de la ética termina degenerando en un intento por darle capas de barniz al sinsentido. En síntesis, acaba metamorfoseándose en un autoengaño sentimentalista disfrazado de convicción firme y de proyecto vital; porque, a la postre, una búsqueda del sentido enraizada en el pathos (véase: en la efervescencia de los sentimientos), en vez de en el ethos (aquello que forja el carácter y la identidad), no goza de gran consistencia.

De hecho, tanto en el siglo XIX como en los albores del XX, muchas personas trataron de buscar el sentido de su vida en jugarse la vida en una guerra, con el objetivo de insuflarle un poco de aventura, emoción y éxtasis. Huelga decir que llegar a esta conclusión es todo un despropósito a nivel filosófico (y en general), además de la lógica consecuencia de no haber incardinado la “búsqueda del sentido” al “amor” ni a la “rectitud en el obrar (o virtud)”.

En sintonía con lo expuesto en el párrafo anterior, cabe destacar que William Shakespeare criticó, en su obra de teatro Hamlet, que la humanidad tendía a sacrificar veinte mil hombres y ducados por un interés frívolo, en alusión a las guerras injustificadas; porque quien desconoce para qué existe, se dice a sí mismo: “Tal cosa debo hacer”. Con esto último, el dramaturgo inglés nos alertó, con unos cuantos siglos de antelación, del peligro de buscar el sentido en grandes gestas, en vez de en sólidas razones; además de en el cumplimiento del deber al margen de si merece o no la pena cumplirse (esto nos llevaría al “deber por el deber” o “imperativo categórico” de Immanuel Kant, que sitúa el deber establecido no sólo por encima de la moral, sino como la moral que debería imperar).

El vacío existencialista

Sobre esa pulsión de buscar el sentido de la vida en jugarse la vida en una guerra, ya habló el idealista alemán Johann Gottlieb Fichte (1762-1814), quien bosquejó una filosofía orientada a animar al ejército prusiano a hacerle frente al coloso napoleónico (a través de sus Discursos a la nación alemana). Que conste que no me parece mal que espolease a las tropas a plantarle cara a Napoleón, pero sí el hecho de hacerlo a través de una filosofía de vida engañosa; consistente en que, ante el no-yo (algo que me recuerda a la nada), el yo se reafirma con la acción (lo contrario a lo que predica la escolástica de Santo Tomás, en virtud de la cual el entendimiento ha de preceder a la voluntad).

Con esto último, acabo de llegar a la conclusión de que quien busca el sentido al margen de la ética, acaba por caer en el voluntarismo de situar la voluntad por encima del entendimiento; en algo así como practicar “la acción por la acción” o “el hacer por hacer” (como dice la célebre canción de Miguel Bosé). De hecho, la lógica consecuencia de esto lo vemos en la filosofía de Friedrich Nietzsche, quien pregonó que aceptásemos la nada, el nihilismo, como una ruptura total con la tradición cristiana occidental, para después cubrir ese vacío con una nueva moralidad que sintonice con nuestras ansias vitales más profundas. En otras palabras, buscar el sentido con independencia del amor y la rectitud moral nos aboca a forjar el superhombre nietzscheano.

De facto, el pensamiento de Nietzsche suele ser considerado como un antecedente de la filosofía existencialista, basada fundamentalmente en colocar la existencia por encima de la esencia; algo que irremisiblemente hace quien buscar el sentido al margen de la ética. De esto se desprende que Jean-Paul Sartre, uno de los puntales de esta corriente intelectual, nos instigase a abrazar la nada y a aprender a convivir con ella para, una vez vaciados de moral natural, nos comprometiésemos con cosas, como una manera de dar un sentido vital a nuestra existencia.

En resumidas cuentas, disociar la búsqueda del sentido de la ética nos tiende la trampa de caer en el existencialismo de Sartre, y en el pre-existencialismo de Nietzsche y Fichte. A esto, he de añadir que arrojarse a vivir la existencia con intensidad y huir de indagar en la esencia, más que constituir una búsqueda del sentido, me parece lo contrario: huir de semejante búsqueda. En contraposición, tratar de escudriñar la esencia, de penetrar en ella, para incardinar nuestra existencia a ésta, sí que me resulta una “búsqueda del sentido” sincera. De hecho, ¿qué está más en sintonía con la búsqueda del sentido: arrojarse en brazos de la existencia, de la vida (como proponía Ortega), o, por el contrario, preguntarse sobre las “primeras causas” y los “fines últimos” (de la mano de Santo Tomás de Aquino)?

Aristóteles

El psiquiatra, neurólogo, filósofo y superviviente del Holocausto Viktor Frankl narró, en su obra El hombre en busca de sentido, cómo las personas que tenían el sentido de su vida hondamente forjado eran capaces de afrontar con mayor entereza su penoso presidio en un campo de concentración nazi; y en una situación tan límite como ésta, donde uno, además, se encuentra en los umbrales de la muerte, la fe religiosa termina jugando un papel decisivo.

En el pensamiento de Aristóteles, el gran filósofo del mundo antiguo, podemos ver articulados -en una estructura sumamente coherente- los elementos que conforman mi definición de felicidad.

Este puntal de la filosofía griega hizo hincapié en la búsqueda del sentido con un ejemplo bastante sencillo y elocuente. En su obra Ética a Nicómaco, mostró a un arquero que tensaba su arco para arrojar las flechas en una dirección concreta, la cual sería la diana. A su vez, consideraba la felicidad como eudemonía, es decir, como el fin último al que tiende todo ser humano, de acuerdo con la razón y la virtud.

Aquí, queda constatado cómo el coloso aristotélico estableció una estrechísima relación entre la búsqueda del sentido y la ética; pero no olvidemos que, además, hacía hincapié en el fin último al que tiende todo ser humano y en que, junto a las virtudes éticas, se encuentran las dianoéticas (véase las de corte espiritual); y, a todo esto, sumémosle que identificaba a Dios como el “primer motor” de todas las cosas, ya que tiene que haber una primera causa que constituya el origen de todas las demás.

Por todo esto, podemos ver reverberado en el pensamiento aristotélico la siguiente parte de mi concepción de la felicidad: “La búsqueda del sentido incardinada a la rectitud en el obrar (o virtud) y al amor a Dios y al prójimo”. Ahora bien, ¿Por qué he incorporado esta última frase a mi definición: “Sin dejar de tener en consideración la salubridad de nuestro estado anímico y el desarrollo de nuestros talentos o carismas más innatos”?

Tengamos en consideración que Aristóteles también esclareció que somos cuerpo y alma. Por consiguiente, entiendo que el estado anímico es una parte indispensable de nuestra dimensión corporal, íntimamente conectada con el espíritu. De facto, lo que proyectamos en nuestra razón tiene un impacto directo en nuestros sentimientos, y viceversa. En este sentido, los filósofos escolásticos decían que lo racional prevalece sobre lo sensorial, puesto que es lo que nos diferencia del resto de los animales, pero, a su vez, sin dejar de tener en cuenta que todo lo que llega a la razón es previamente filtrado por los sentidos (algo que queda constatado en el aforismo latino 'Nihil est in intellectu quod prius non fuerit in sensu').

El aspecto singular e individual de la felicidad

A esto, es preciso agregar que nuestros “talentos y carismas más innatos” es precisamente aquello que nos diferencia del resto de las personas; porque pese a que nuestro “fin último” y “primera causa” sean los mismos, cada uno de nosotros está hecho de una manera distinta, de acuerdo con la misión -véase vocación- que tenemos encomendada. Es más, la humanidad no hubiese podido sobrevivir si no existiesen múltiples y variopintos perfiles de personalidad.

Los elementos que componen mi definición, también, los podemos ver incluidos en la definición que el egregio psiquiatra Enrique Rojas establece de la felicidad. En base a su sesudo criterio y dilatada experiencia, ésta se encuentra conformada por cinco patas esenciales, que son: el amor (en primer lugar), el trabajo, la cultura, las relaciones sociales o amistosas y el cultivo de las aficiones.

Desde mi punto de vista, el amor englobaría el bien que le hacemos al prójimo (algo íntimamente relacionado con la ética), el de nuestra compañera de vida y el tributado hacia Dios; además del amor recibido por todos los citados. El trabajo, la cultura, las relaciones sociales y las aficiones formaría parte, en mi opinión, de lo relativo al estado anímico y al desarrollo de nuestros talentos, aunque también los considero estrechamente vinculados con el amor; por lo que son diferenciables pero, a su vez, creo que se hallan interconectados.

La serotonina y la virtud

En lo concerniente al cuidado de nuestro estado anímico, es preciso tener en cuenta que nuestro cerebro libera serotonina y dopamina. La primera sustancia es la que nos proporciona un estado de armonía y calma estable en el tiempo; y la segunda, chutes de emoción o ráfagas que nos mantienen en vivos y despiertos, véase en activo. Se puede deducir con relativa facilidad que la felicidad vital está más relacionada con la serotonina que con la dopamina, puesto que basar nuestra felicidad en lo “dopamínico” supondría enraizarla en las experiencias fugaces, momentáneas, más que un bienestar perdurable y continuado. No obstante, considero importante matizar que también necesitamos cierto grado de dopamina, en aras de evitar metamorfosearnos en plantas estoicas, carentes de momentos de emoción, de chispazos que le den gotas de vida a nuestra rutina.

Tras esta extensa disertación, me gustaría incorporar una reflexión de monseñor José Ignacio Munilla, en base a la cual no tenemos que buscar la felicidad de manera directa, sino aproximarnos a ella como la consecuencia de perseguir un ideal verdadero; a lo que añado que ese ideal verdadero no es otro que Dios nuestro Padre y Señor.

En base a la vía tomista de los grados de perfección, tiene que existir un ser que aglomere todas las virtudes en grado sumo, para que cada virtud tenga una consistencia verdadera, ser que no puede ser otro que Dios; y esto, por consiguiente, afecta directamente al ámbito de la felicidad. En base a esto, considero que los santos podrían alcanzar un estado de felicidad semiplena, por su estrecha cercanía con el Altísimo, pero dentro de su imperfecta y pecaminosa humanidad; y los fieles devotos, en mi opinión, un grado de felicidad escrita con letra mayúscula.

A esto, he de agregar el matiz de que alguien que no se halle cerca de Dios no implica que se encuentre estabulado en la ausencia de felicidad, puesto que la felicidad, como acabo de decir, tiene sus grados, razón por la cual en esta vida no existe una carencia absoluta de ésta.

Como decía el escritor Adam Zagajewski en su ensayo Solidaridad y soledad la vida espiritual es muy sencilla y compleja al mismo tiempo…

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