Religión en Libertad
Como misionero, Robert Prevost solía recorrer los lugares más pobres y alejados.

Como misionero, Robert Prevost solía recorrer los lugares más pobres y alejados.

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En su Mensaje fechado el 13 de junio de 2025, memoria de San Antonio de Padua, patrono de los Pobres, para la IX Jornada Mundial de los Pobres que se celebrará el próximo 16 de noviembre, afirma el Papa León XIV: “La pobreza más grave es no conocer a Dios. Así nos lo recordaba el Papa Francisco cuando en Evangelii gaudium escribía: «La peor discriminación que sufren los pobres es la falta de atención espiritual. La inmensa mayoría de los pobres tiene una especial apertura a la fe; necesitan a Dios y no podemos dejar de ofrecerles su amistad, su bendición, su Palabra, la celebración de los Sacramentos y la propuesta de un camino de crecimiento y de maduración en la fe». Aquí se manifiesta una conciencia fundamental y totalmente original sobre cómo encontrar en Dios el propio tesoro. Insiste, en efecto, el apóstol Juan: «El que dice: 'Amo a Dios', y no ama a su hermano, es un mentiroso. ¿Cómo puede amar a Dios, a quien no ve, el que no ama a su hermano, a quien ve?» (1 Jn 4, 20)”.

El párrafo citado se inscribe en el contexto del versículo del Salmo 71, que afirma: “Tú, Señor, eres mi esperanza”. El Papa León XIV relaciona de esta manera sus primeros versículos: “«Tú, Señor, eres mi esperanza». Estas palabras brotan de un corazón oprimido por graves dificultades: «Me hiciste pasar por muchas angustias», dice el salmista. A pesar de ello, su alma está abierta y confiada, porque permanece firme en la fe, que reconoce el apoyo de Dios y lo proclama: «Tú eres mi Roca y mi fortaleza». De ahí nace la confianza indefectible de que la esperanza en Él no defrauda: «Yo me refugio en ti, Señor, ¡que nunca tenga que avergonzarme!»”.

Tanto el contexto bíblico como las palabras pontificias se vinculan con la Doctrina Social de la Iglesia

Reparemos en particular en las del Papa León XIV: “La pobreza más grave es no conocer a Dios”.

Inmediatamente, viene en nuestro auxilio una afirmación de Santo Tomás de Aquino a propósito de la necesidad de la sagrada doctrina:

“Para la salvación humana fue necesario… que hubiera alguna ciencia cuyo criterio fuera lo divino. Y esto es así porque Dios, como fin al que se dirige el hombre, excede la comprensión a la que puede llegar la razón. Dice Is 64, 4: «¡Dios! Nadie ha visto lo que tienes preparado para lo que te aman. Sólo Tú». El fin tiene que ser conocido por el hombre para que hacia Él pueda dirigir su pensar y su obrar. Por eso fue necesario que el hombre, para su salvación, conociera por revelación divina lo que no podía alcanzar por su exclusiva razón humana… del exacto conocimiento de la verdad de Dios depende la total salvación del hombre, pues en Dios está la salvación. Así, pues, para que la salvación llegara a los hombres de forma más fácil y segura, fue necesario que los hombres fueran instruidos, acerca de lo divino, por revelación divina” (S. Th. I, q. 1, a. 1, c.).

Téngase en cuenta que el hombre tiene palabra, es decir, lenguaje, debido a la necesidad de la vida social en orden a la perfección o consecución de la bienaventuranza. Así es cómo se puede apreciar, entre otros motivos, la relación del conocimiento de Dios con la Doctrina Social de la Iglesia. Como ha repetido en más de una ocasión San Juan Pablo II, ella es “instrumento de evangelización” (por ejemplo Centesimus annus, 54).

Teniendo en cuenta lo dicho, se puede apreciar el bien mejor que representa el conocimiento de Dios y, por lo tanto, la máxima pobreza que representa su desconocimiento.

De este modo, puede establecerse una genuina jerarquía entre los bienes del hombre y ver cómo su carencia significa el correspondiente empobrecimiento. ¿Puede haber mayor pobreza que no conocer a Dios?

Una vez más, el Aquinate nos ayuda, en esta ocasión, cuando se ocupa de la bienaventuranza humana (S. Th. I-II, q. 1-5). Debe tenerse en cuenta que, en todos los casos, se trata de bienes. La cuestión no pasa por resolver cuáles sí y cuáles no son bienes. De lo que se trata es determinar cuál es el mejor bien del hombre y de un hombre que no es mero individuo sino un ser por naturaleza social y, a fortiori, político. Resumidamente, Tomás demuestra, secuencialmente, que nuestro bien no está en las riquezas (q, 2, a. 1), en los honores (a. 2), en la fama o en la gloria (a. 3), en el poder (a. 4), en algún bien del cuerpo (a. 5), en el placer (a. 6), en algún bien del alma (a. 7) ni en algún bien creado (a. 8). En definitiva, la bienaventuranza última y perfecta “sólo puede estar en la visión de la esencia divina” (S. Th. I-II, q. 3, a. 8, c.).

Por último, es necesario considerar que las riquezas son bienes, pero no de aquellos que colman la felicidad humana. Como bien explica el mismo Santo Tomás:

“Es claro que la bienaventuranza del hombre no puede estar en las riquezas naturales, pues se las busca en orden a otra cosa, para sustentar la naturaleza del hombre y, por eso, no pueden ser el fin último del hombre, sino que se ordenan a él como a su fin... Las riquezas artificiales, a su vez, sólo se buscan en función de las naturales. No se apetecerían si con ellas no se compraran cosas necesarias para disfrutar de la vida. Por eso tienen mucho menos razón de último fin. Es imposible, por tanto, que la bienaventuranza, que es el fin último del hombre, esté en las riquezas” (S. Th. I-II, q. 2, a. 1, C.).

Alguno podría pensar, sin embargo, que lo dicho hasta el momento llevaría a descuidar la condición económica de los hombres en general y, en particular, a no buscar el remedio de las carencias materiales de los pobres. Si los bienes materiales son los menos valiosos ¿para qué procurarlos? 

En realidad, las enseñanzas del Papa León XIV y de Santo Tomás de Aquino son un acicate para remediar del mejor modo posible la pobreza socio-económica de nuestros hermanos. En la afirmación “La pobreza más grave es no conocer a Dios” y en la doctrina tomista sobre la bienaventuranza está implícita toda una doctrina social orgánica que ubica a la vida económica –generadora y distribuidora tanto de riqueza como de pobreza si no reina la justicia social– en el contexto de la vida humana o, si usamos palabras de San Pablo VI: “El desarrollo integral de todo hombre y de todos los hombres” (Populorum progressio, 42).

Nótese, en este sentido, una observación que apunta Santo Tomás: “Por su parte, las riquezas artificiales, como el dinero, por sí mismas, no satisfacen a la naturaleza, sino que las inventó el hombre para facilitar el intercambio, para que sean de algún modo la medida de las cosas vendibles” (S. Th. I-II, q. 2, a. 1, c.). En nuestro mundo ¿no habría menos pobreza si no buscáramos amarrocar dinero, el menos noble de todos los bienes?

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