La Iglesia después de Francisco

El viaje de Francisco en 2015 a Filadelfia, donde era entonces arzobispos Charles Chaput, fue un rotundo éxito, con cientos de miles de personas en las calles y estadios para el Encuentro Mundial de las Familias.
Guardo recuerdos personales del Papa Francisco que valoro enormemente: una colaboración amistosa y generosa en el sínodo especial de 1997 para América, cuando ambos acabábamos de ser nombrados arzobispos; su bienvenida personal y su cordialidad en el Coloquio Internacional Humanum celebrado en Roma en 2014; y el extraordinario éxito de su visita a Filadelfia en 2015 para el octavo Encuentro Mundial de las Familias.
Él se entregó al servicio de la Iglesia y del pueblo fiel tal como pensó que exigían los tiempos. Como nuestro hermano en la fe y como sucesor de Pedro, merece nuestras constantes oraciones por su vida eterna en presencia del Dios al que amó.
Dicho esto... un interregno entre papados es un tiempo para la sinceridad. Faltar a ella, dados los desafíos del presente, sale demasiado caro.
A pesar de sus fortalezas, en muchos sentidos el pontificado de Francisco fue inapropiado para los problemas reales que afronta la Iglesia. Él no había participado directamente en el Concilio Vaticano II y parecía incómodo con el legado de sus predecesores inmediatos, que sí lo habían hecho: hombres que trabajaron y sufrieron para encarnar fielmente las enseñanzas de la Iglesia en la vida católica.
Su personalidad tendía hacia lo temperamental y lo autocrático. Rechazaba incluso las críticas leales. Seguía un patrón de ambigüedad, dejando caer palabras que sembraban confusión y disputa. Ante las profundas fracturas culturales en asuntos como el comportamiento sexual y la identidad sexual, condenó la ideología de género, pero parecía quitar importancia a la fascinante “teología del cuerpo” cristiana. Era impaciente ante el derecho canónico y los procedimientos establecidos. Su proyecto emblemático, la sinodalidad, resultó ser un proceso pesado y poco claro.
A pesar de su inspiradora apertura a las periferias de la sociedad, su papado careció de un celo evangélico firme y dinámico. También se echó de menos la excelencia intelectual necesaria para respaldar un testimonio cristiano sobre la salvación (y no meramente ético) en un mundo moderno escéptico.
Lo que la Iglesia necesita a partir de ahora es un líder que pueda aunar la sencillez personal con la pasión por convertir el mundo a Jesucristo, un líder con tan valiente corazón como aguda inteligencia. Lo que baje de ahí no funcionará.
Publicado en First Things.
Traducción de Carmelo López-Arias.