Miércoles, 24 de abril de 2024

Religión en Libertad

La disidencia, la fe de los simples y el neo-clericalismo


El magisterio eclesial protege la fe de los simples, de los que no escriben libros, de los que no hablan en la televisión y de los que no pueden escribir editoriales en los periódicos: esta es su tarea democrática. Debe dar voz a los que no tienen voz

por Andrea Tornielli

Opinión

Aunque mucha (y es comprensible) de la atención mediática se ha concentrado en estas semanas sobre el resultado del diálogo entre la Santa Sede y la Fraternidad San Pío X, la realidad que fundó el arzobispo Marcel Lefebvre que podría volver a la plena comunión con Roma, no hay duda de que hoy en día hay porciones mucho más amplias y difundidas de la Iglesia católica en las que se está dando algún tipo de disidencia.

En Europa (en el centro y en el norte: Austria, Bélgica, Alemania e Irlanda) se ven muchos grupos de sacerdotes que firman “llamados a la desobediencia”, manifestando posturas muy críticas con respecto a la línea romana sobre temas como la sexualidad, la comunión de los divorciados que se han vuelto a casar, el celibato sacerdotal, el sacerdocio femenino, el papel de los laicos en la Iglesia... En cambio, en los Estados Unidos lo que provoca discusión es la intervención de la Congregación para la Doctrina de la Fe en el caso de la Leadership Conference of Women Religious (LCWR), la organización que agrupa la mayor parte de las Superioras mayores de las congregaciones de las monjas estadounidenses, que ahora se encuentran bajo vigilancia por sus posiciones, que no siguen la línea de la Iglesia, sobre temas como el aborto, la homosexualidad y el sacerdocio.

Existen “cismas” silenciosos en curso, que los medios (necesariamente y, a menudo, sin piedad) indican, contribuyendo a minar la imagen de una Iglesia siempre triunfal. “Cismas” que no pueden despacharse fácilmente, como si fueran contestaciones post-conciliares de las viejas franjas progresistas que se están extinguiendo.

Ante lo que está sucediendo, asistimos a las dificultades de los obispos a la hora de afrontar y “gobernar” estas situaciones, con la esperanza de que “intervenga Roma” en la cuestión. Por otra parte, no se pueden negar las dificultades que implica el hecho de discutir verdaderamente las cuestiones que plantean los disidentes en un debate abierto.

Un ejemplo de cómo se pueden afrontar estas cuestiones sería el pasaje de la homilía de la Misa Crismal que Benedicto XVI dedicó a la protesta de los religiosos austriacos, al hablar de su petición para discutir el sacerdoxio femenino. El Papa intervino planteando preguntas sobre el significado de seguir la voluntad de Cristo. El “método” adoptado (que también ha sido el que ha caracterizado los “diálogos doctrinales” con la Fraternidad San Pío X) ha sido el de no renunciar, a pesar de tener el papel de la “fortaleza” y autoridad suprema de la Iglesia, a ofrecer las razones profundas que subyacen bajo ciertas posturas doctrinales, con un lenguaje adecuado a la época.

Bendicto XVI es un Papa que condujo el dicasterio doctrinal y tuvo que ver cotidianamente con todos los problemas antes expuestos. Así se expresaba, mucho antes de que le llamara a Roma Juan Pablo II, sobre estas cuestiones: «El magisterio eclesial protege la fe de los simples, de los que no escriben libros, de los que no hablan en la televisión y de los que no pueden escribir editoriales en los periódicos: esta es su tarea democrática. Debe dar voz a los que no tienen voz».

«No son los doctos –dijo en una homilía de diciembre de 1979– los que determinan lo que es verdadero en la fe bautismal, sino que la fe bautismal determina lo que es válido en las interpretaciones doctas. No son los intelectuales los que miden a los simples, sino los simples quienes miden a los intelectuales. No son las explicaciones intelectuales la medida de la profesión de fe bautismal, sino que la profesión de fe bautismal, en su ingenua literalidad, es la medida de toda la teología. El bautizado, el que está en la fe del bautismo, no necesita ser amaestrado. Ha recibido la verdad decisiva y la lleva consigo con la fe misma...».

En la misma homilía, el entonces cardenal Ratzinger añadía: «Debería finalmente quedar claro que decir que la opinión de alguien no corresponde con la doctrina de la Iglesia católica no significa violar los derechos humanos. Cada quien debe tener el derecho fundamental de formarse y de expresar libremente la propia opinión. La Iglesia, con el Concilio Vaticano II, se declaró abiertamente a favor de ello y lo sigue estando todavía. Pero no significa que cualquier opinión externa tiene que ser reconocida como si fuera católica. Cada quien debe poder expresarse como quiere y como puede ante la propia consciencia. La Iglesia debe poder decir a sus fieles cuáles opiniones corresponden con su fe y cuáles no. Este es un derecho y un deber, para que el Sí sea siempre un Sí, y el No, No, y se preserve esa claridad que la Iglesia debe tener para con sus fieles y para con el mundo».

A la luz de estas palabras se puede entender mejor por qué Benedicto XVI quiso instituir un nuevo dicasterio que se dedique a la Nueva Evangelización y que haya proclamado el Año de la Fe. El llamado para volver a la esencia de la fe bautismal, cuyo “a-b-c” se ignora a menudo (incluso en el corazón de esa Europa que fue cristiana) el Papa Ratzinger lo considera una cuestión urgente. Pero sería erróneo juzgar que este llamado sea solo para “reprochar” una cierta disidencia. De hecho, se trata de un llamado mucho más amplio y profundo, que debería provocar una reflexión incluso sobre ese mundo eclesiástico que sigue fielmente la línea del Pontificado.

Indicar la urgencia del anuncio de la fe y de la profundización de sus contenidos, tendría que persuadir a tantos religiosos de no dedicarse tanto y tan de cerca a la política, a las posiciones, a los nombramientos en los entes públicos, a los medios de comunicación y a hacer declaraciones (a menudo o casi siempre) sobre temas sobre los que podrían expresarse con mayor libertad los laicos católicos. Uno de los frutos esperados del Concilio Vaticano II, que comenzó hace 50 años, es justamente el papel de los laicos en la Iglesia.

Y no está de más observar que justamente el decreto sobre este papel, “Apostolicam actuositatem”, se revela, a medio siglo de distancia, muy poco practicado en la vida eclesial, ante el surgimiento en diferentes países de un neo-clericalismo que parece considerar a los laicos como el “brazo secular” de una jerarquía que dirige todo o que pretende dirigir todo, incluso más allá de los ámbitos que le competen.
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