Lunes, 29 de abril de 2024

Religión en Libertad

Manuel Azaña ¿profeta?


Sí. En un tiempo en el que algunos nos quieren imponer una cultura en la que vivir como si Dios no existiera, mostremos a España el valor inestimable del tesoro de la fe católica, y respondamos con nuestro testimonio valiente.

por Rubén Tejedor

Opinión

La última encuesta del Centro de Investigaciones Sociológicas hecha pública en los primeros días del mes de agosto -aunque relativa al mes de julio de este año- muestra un dato nada común en este tipo de trabajos de recogida de datos: el número de los que se declaran católicos en España se eleva en un 1,3% hasta llegar al 74% de la población nacional. Del resto de la población, un 15,2% se dice no creyente; un 7,2%, afirma no creer en Dios; y un 2,1% se confiesa creyente de otra religión. No estamos, pues, ante una encuesta nada común porque no es un dato frecuente que el porcentaje de aquellos que se titulan creyentes católicos aumente.
 
De entre aquellos que se denominan católicos, un 13% afirma asistir a Misa u oficios religiosos «todos o casi todos» los domingos, mientras que más de la mitad (el 57,6%) ha respondido que «casi nunca». A tenor de esta misma encuesta, el porcentaje de personas que participan en la celebración de la Eucaristía los domingos sufre una caída del 0,4% respecto al mes anterior.
 
Si se compara el primero de los datos (el de aquellos que se llaman católicos) con los de algunos meses del año 2000 se observará que, tan sólo hace diez años, los que decían ser católicos rondaban el 85%, lo que supone que un 12% de la población española -casi cinco millones de personas- ya no se considera como tal.
 
En 1931 Manuel Azaña, por entonces Ministro de Guerra, afirmó en su discurso del 13 de octubre en las Cortes: «España ha dejado de ser católica; el problema político consiguiente es organizar el Estado en forma tal que quede adecuado a esta fase nueva e histórica del pueblo español…Que haya en España millones de creyentes, yo no lo discuto; pero lo que da el ser religioso de un país, de un pueblo y de una sociedad no es la suma numérica de creencias o creyentes, sino el esfuerzo creador de su mente, el rumbo que sigue su cultura».
 
Sinceramente no puedo estar más de acuerdo con Azaña. ¿Qué importa que casi tres de cada cuatro españoles se denominen católicos si no hemos interiorizado la fe de tal manera que nos sintamos con-movidos a celebrarla semanalmente en la Eucaristía, ni seamos capaces de exteriorizarla, visibilizarla, demostrarla en la ayuda al prójimo que sufre a nuestro lado? ¿Qué sentido tiene declararse católico y abdicar de la tarea transmisora de la fe de padres a hijos como el mayor tesoro que legar a las jóvenes generaciones? ¿Para qué sirven porcentajes elevadísimos, aunque en decadencia, en las encuestas personales, telefónicas, «cuasi-secretas» cuando millones se avergüenzan de gritar públicamente con un sano y santo orgullo que son hijos de Dios y de la Iglesia; que aman, respetan y obedecen filialmente al Santo Padre; que quieren vivir su vida en la Tradición de la Iglesia; que están dispuestos a defender la auténtica libertad y el valor irrenunciable de la vida humana?
 
Que lleguen a cumplimiento las «profecías» de Azaña depende sola y exclusivamente, con la gracia de Dios, de los católicos españoles a quienes se nos pide ser hombres y mujeres de profunda fe. Ser personas que se sienten orgullosas de su fe mostrando con claridad, pero sin arrogancia, que tenemos a Alguien que ofrecer al mundo que puede curar las heridas abiertas y sanar los corazones desgarrados.
 
Sí. En un tiempo en el que algunos nos quieren imponer una cultura en la que vivir como si Dios no existiera, mostremos a España el valor inestimable del tesoro de la fe católica, y respondamos con nuestro testimonio valiente afirmando que todo en este mundo tiene sentido desde la presencia viva y alentadora de Cristo resucitado. Que Él no quita nada al ser humano, al revés, se lo da todo. Que se puede ser moderno y profundamente fiel a Jesucristo. Que el verdadero progreso de la sociedad está en el encuentro con la persona viva del Señor y no en falsos proyectos que se construyen al margen de Dios.
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