Fijaciones retrógradas en la Iglesia

nova et vetera
Como dijo un autor cuya obra admiro: “En la iglesia el problema no es que miremos al pasado, sino que no cavamos lo suficientemente hondo cuando lo hacemos”.
Y es que, como humanos que somos, tendemos a idealizar épocas, costumbres y lenguajes, aferrándonos a tradiciones inveteradas que no sabemos ni siquiera de donde vienen. Para algunos puede ser el post-concilio, con sus nuevos aires, para otros el pre-concilio con su añorada predictibilidad. Hay gente que se quedó en el siglo XIX con sus devociones y espiritualidades. Y, por remontarnos, podemos ver en la Iglesia hasta caballeros de capa y espada que se resisten a renovar sus ropajes porque estos se han convertido en su mayor seña de identidad.
Y qué decir de los movimientos donde, en algunos casos, hasta los muebles están en el mismo orden y tienen la misma estética con que los dejó el fundador.
Por supuesto, a los apasionados de la historia como yo, hay cosas que nos molan. Desde ir a misa en latín en el Oratorio de Brompton, relacionado con Henry Newman, hasta por ejemplo que te alojen en el Orfanato de Ars y conectar así con el santo cura lo fundó. O visitar la Abadía de Saint-Wandrille en Normandía y que te den la misma habitación donde durmió Juan XXIII. Y, más allá de la historia, la profunda comunión que es poder asistir a una misa en la cripta de San Pedro rodeado de tantísimos de los restos de tantísimos papas, orando con la iglesia triunfante y la militante a la vez.
La Iglesia participa de esa belleza siempre antigua y siempre nueva que decía San Agustín, y es bueno que podamos tener comunión con los santos que nos precedieron, sus costumbres, sus lugares y, por qué no, hasta sus huesos que veneramos como lo que han sido, un lugar de morada de Dios e inhabitación trinitaria donde Dios se ha glorificado y serán materia de Resurrección final.
Pero, por favor, no seamos tan tontos como aquellos peregrinos a los que engañamos cuando, de jóvenes, llegamos a la catedral de Santiago de Compostela. Desanimados por la larga cola que se formaba para darle el coscorrón al santo, y hartos de esperar para erosionar la estatua del maestro Mateo, decidimos inventarnos nuestra propia tradición y hacer un gesto ampuloso tocando con fingida devoción una columna cualquiera. Como éramos muchos, formamos una cola y, para nuestro regocijo, los turistas y peregrinos se sumaron a la “veneración” de aquella santa columna que nos habíamos inventado.
¿Por qué hacemos lo que hacemos? ¿A quién imitamos cuando lo hacemos?
Como decía la canción, hacemos héroes de barro con nuestra propia pobreza. Nos creemos que podemos ser un poco más como el santo de turno si nos disfrazamos de él. Nos tragamos la absurda creencia de que Dios está en los oropeles de las hornacinas de los santos, en las formas de las vasijas y los bordados con los que celebramos. Sacralizamos cosas que son accesorias, y mudables, y desacralizamos el mundo en el que sucede la redención a base de comportamientos y querencias veterotestamentarias.
Hemos llegado a un punto en la iglesia en el que en vez de discutir cómo evangelizaremos al mundo, juzgamos al hermano por cómo recibe la comunión, haciendo de ello santo y seña de nuestra catolicidad. ¿No podríamos ser un poco ignacianos y dejar a la gente libre para hacer lo que dice la cuarta adición de los Ejercicios?:
[...] en la contemplación, unas veces de rodillas, otras postrado en tierra, otras boca arriba, otras asentado, otras en pie, andando siempre a buscar lo que quiero.
Y es que lo que queremos es la comunión con Dios, por más que nos distraigamos con bagatelas y disputas litúrgicas que, en el fondo, no son más que síntoma de lo distraídos que estamos de la única cosa que es importante, estar a Sus pies, y de la única Misión a la que nos llama, la salvación de la humanidad.
Lo preocupante no es que a unos les vaya estar de pie y a otros de rodillas. Lo grave es que hablemos en términos de derechos y no de delicada obediencia, lanzando anatemas contra el obispo que no nos deje comulgar como queramos.
Por supuesto, también preocupa la falta de respeto de quienes maltratan la liturgia y la modelan al antojo de su cortedad.
En todos, lo que subyace es una extraña necesidad de pureza y exclusividad, que se manifiesta cuando uno piensa “gracias Señor, porque no soy como los demás”.
Ojalá que, en la Iglesia, supiéramos cavar los suficientemente hondo cuando emprendemos reflexiones acerca del glorioso pasado del que venimos. Si hay algo que no escucho cuando la gente defiende sus tradiciones, es el lenguaje de la Iglesia primitiva. Se anhelan momentos, reavivamientos pasados, épocas gloriosas de cristiandad… pero no se habla de volver al primer momento, al primer amor, a la experiencia fundante, a Pentecostés.
Yo anhelo volver una y otra vez a Jerusalén, donde todo empezó. Cuando asisto a la Eucaristía, entro en una comunión histórica y real con el momento cumbre de la historia de la humanidad, en el cual recibo a todo un Dios que se hizo carne y se entregó por nuestra salvación. No hay nada más fundante, más tradicional, ni más histórico que comulgar al Jesús vivo que permanece en la historia y se manifiesta en nuestro presente en un continuo que durará hasta el día final.
Ser cristiano es ser escatológico, no histórico ni sentimentalista, no tradicional ni progresista. Nuestra esperanza futura la comulgamos como prenda en el presente. Vivimos en el ahora y el kairós del tiempo de Dios, y no necesitamos vestirnos como nuestros abuelos para tener seguridad acerca de nuestro futuro.
Volver, tenemos que volver siempre. Volver a Jerusalén, volver a Nazaret, volver a Belén. Como Iglesia, necesitamos regresar al lugar de donde venimos, a aquello que nos constituye, a nuestra esencia más profunda.
Esto solo lo conseguiremos si cavamos lo suficientemente hondo. Si sabemos desechar las tradiciones humanas y preservar el depósito de la fe que nos da la Tradición viva a la que obedecemos.
No seamos conservadores de museos; cuanto más nos empeñemos en serlo, más nos convertiremos en celadores de mausoleos.
Cuando una Iglesia deja de mirar su destino, y se enfoca en la autopreservación, acaba haciendo más funerales que bautismos.
Líbranos Señor de las fijaciones, las peleas intestinas, las devociones afectadas y las desobediencias desvergonzadas.
No permitas, Señor, que caigamos en la tentación de creernos más papistas que el Papa, ni más católicos que Dios.
Que celebremos, juntos con todos nuestros hermanos los santos, la profunda sinodalidad de ser todos hermanos y caminar todos juntos hasta casa.