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Mi madre y mis hermanos

Mi madre y mis hermanos

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El otro día una persona me dijo que no entendía el pasaje en el que alguien se acerca a Jesús y le dice: Mira, tu madre y tus hermanos están ahí fuera intentando hablar contigo. ¿Pero él respondió al que se lo decía: ¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos? Y extendiendo su mano hacia sus discípulos, dijo: Éstos son mi madre y mis hermanos. Porque todo el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre” (Mt 12,47-50).

Esa persona me decía que si ella se acercara a su hijo para hablar con él y le pidiera a alguien que le avisara y su hijo respondiera que su madre y sus hermanos son todos aquellos que hacen la voluntad del padre, pensaría que su hijo, en el mejor de los casos, había bebido o, si estaba en su sano juicio, que era idiota.

El diccionario de la RAE define “hermano” como la “persona que tiene en común con otra u otro el mismo padre y la misma madre, o solo uno de ellos”. En hebreo se aplica también a los miembros de una misma familia, tribu, e incluso de un mismo pueblo. La Biblia, junto a esta fraternidad fundada en la carne, reconoce otra de orden espiritual: la filiación divina que nos hace hermanos por ser hijos de Dios. Por tanto, la fraternidad en la Biblia no se limita al mero parentesco de sangre, sino que en el Antiguo Testamento hace referencia a los miembros del pueblo de Israel y en el Nuevo a los miembros de la Iglesia.

¿Pero de verdad a alguien que se ha molestado en conocer a Cristo le puede parecer mal su respuesta? Jesucristo no dijo que su madre y sus hermanos fueran los que cumplían la voluntad de San José. Jesucristo dijo que su madre y sus hermanos son los que cumplen la voluntad de Dios, su Padre y nuestro Padre. Es obvio que la Virgen es la madre de Cristo, tanto espiritual como humanamente. Pero cuando cumplimos la voluntad del Padre nosotros nos convertimos también en la madre de Cristo. San Bernardo comprendió esto muy bien al recordarnos “que todo cristiano que cree, concibe en cierto sentido y engendra al Verbo de Dios en sí mismo: si, en cuanto a la carne, sólo existe una Madre de Cristo, en cuanto a la fe, en cambio, Cristo es el fruto de todos” . De ahí la maternidad espiritual a la que todos los cristianos estamos llamados. Y, si somos hijos de Dios, entonces somos hermanos de Cristo.

Cuando la Virgen María escuchó esa respuesta de Jesús se llenó de gozo. ¿Cuántas veces habría meditado lo que Jesús le dijo a San José y a ella cuando lo encontraron en el Templo de Jerusalén después de estar tres días buscándole: “¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que es necesario que yo esté en las cosas de mi Padre?” (Lc 2,49). María, como su Hijo, también quería estar en las cosas de su Padre. Ella también buscaba cumplir en todo momento la voluntad de Dios. Cuando se le apareció el Ángel Gabriel para preguntarle si quería ser la madre del Salvador, ella le respondió: “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra” (Lc 1,38). Dice Benedicto XVI que el alma de María está “completamente tejida por los hilos tomados de la Palabra de Dios. La Palabra de Dios es verdaderamente su propia casa, de la cual sale y entra con toda naturalidad. Habla y piensa con la Palabra de Dios; la Palabra de Dios se convierte en palabra suya, y su palabra nace de la Palabra de Dios. Así se pone de manifiesto, además, que sus pensamientos están en sintonía con el pensamiento de Dios, que su querer es un querer con Dios. Al estar íntimamente penetrada por la Palabra de Dios, puede convertirse en madre de la Palabra encarnada».

Entendemos las palabras de Jesús como un despecho a su madre porque somos egocéntricos. Jesús estaba abriendo la familia a todos, invitándonos a formar parte de su familia. Jesús estaba preparando a María para el momento de la cruz cuando le dijo: “Mujer, aquí tienes a tu hijo. Después le dice al discípulo: Aquí tienes a tu madre. Y desde aquel momento el discípulo la recibió en su casa” (Jn 19,26-27) y en ese momento Jesús vio que todo estaba ya consumado.

En definitiva, que todos los que cumplimos la voluntad del Padre (o lo intentamos) somos hermanos y hermanas de Cristo y madres con “M” de María.

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