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El mundo no será salvado por un programa ecológico, sino por un Redentor.

El mundo no será salvado por un programa ecológico, sino por un Redentor.Guilherme Stecanella / Unsplash

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Durante las últimas décadas, la preocupación por la casa común ha ocupado un lugar cada vez más central en el discurso eclesial. Se multiplican las exhortaciones, proyectos pastorales y declaraciones que colocan la ecología integral como paradigma de comprensión del mundo y de la acción de la Iglesia. 

El riesgo de convertir la ecología en el eje articulador de la misión cristiana

Nadie puede negar que el cuidado de la creación es una exigencia derivada del Evangelio y de la misma antropología cristiana. Sin embargo, cuando esta preocupación se transforma en el principio articulador de la vida eclesial y social, aparece un riesgo teológico de gran calado: el desplazamiento del eje cristológico y soteriológico que históricamente ha sostenido toda la Doctrina Social de la Iglesia.

De la teología de la redención a la teología del equilibrio

En la tradición social cristiana, desde Rerum novarum hasta los documentos más recientes, el centro del pensamiento no ha sido el equilibrio ecológico sino la dignidad del hombre redimido en Cristo. Todo el orden natural -la familia, el trabajo, la economía, la política, la cultura- se comprendía a la luz del misterio de la Encarnación y de la vocación del ser humano a participar de la vida divina.

El punto de partida era siempre teológico: el mundo es creación de Dios, y el hombre, su imagen y semejanza, recibe el mandato de dominar y custodiar la tierra (cf. Gn 1,28) no como tirano, sino como administrador responsable. Esa administración estaba orientada a la salvación: la creación es un don que anticipa la plenitud escatológica en Cristo, “cuando Dios sea todo en todos” (1 Cor 15,28).

En cambio, una parte del discurso contemporáneo tiende a desplazar ese horizonte trascendente y sustituirlo por un criterio inmanente, centrado en la sostenibilidad del ecosistema o en el equilibrio de la biosfera. La teología de la redención deja paso a una teología del equilibrio, en la que el hombre ya no aparece como sujeto moral e histórico de la creación, sino como mero elemento del sistema natural.

Del antropocentrismo cristiano al ecoantropocentrismo difuso

La tradición bíblica ha sostenido siempre un antropocentrismo teológico, es decir, una visión del hombre como culmen de la creación y mediador entre Dios y el mundo visible. Este antropocentrismo no implica dominio despótico, sino responsabilidad y vocación sacerdotal: el ser humano ofrece el mundo a Dios en alabanza y lo transforma en un ámbito de comunión.

Cuando se sustituye ese centro por una “ecología integral” entendida como sistema total de relaciones donde todo vale lo mismo, se diluye la singularidad del hombre. De custodio pasa a ser una especie más; de responsable ante Dios, a partícipe de un ciclo natural que se autorregula.

Esta deriva -que podría llamarse ecoantropocéntrica- puede adoptar tonos de panteísmo moderado o espiritualismo difuso: la naturaleza es sagrada, la Tierra es nuestra madre, el cosmos se equilibra por sí mismo. En este marco, el pecado ya no es ruptura con Dios, sino daño ecológico; la conversión se transforma en reciclaje; y la salvación en equilibrio climático.

Se trata, en el fondo, de una secularización del discurso teológico, donde las categorías de gracia, pecado, redención y vida eterna son sustituidas por bienestar, sostenibilidad, armonía y desarrollo sostenible. El Evangelio se moraliza y pierde su dimensión sobrenatural.

La moralización del mensaje cristiano

Cuando la ecología se convierte en el hilo conductor de la misión eclesial, el lenguaje cristiano tiende a moralizarse. Se habla de responsabilidad, de compromiso, de respeto, pero apenas se menciona la gracia o la vida nueva en Cristo. El anuncio kerigmático cede su lugar a un discurso ético-humanitario.

El problema no está en el contenido -pues cuidar la creación es una consecuencia legítima de la fe-, sino en la inversión del orden teológico: el Evangelio deja de ser el principio y se convierte en un apéndice del mensaje ecológico. Así, la Iglesia corre el peligro de presentarse al mundo como una ONG verde con trasfondo espiritual, en lugar de ser el sacramento universal de salvación.

Cuando el hombre pierde su centralidad como hijo de Dios redimido, también se difumina la noción de pecado y redención. La injusticia ya no es la ofensa a Dios ni la ruptura del amor, sino el desequilibrio ecológico o la falta de políticas medioambientales. De ese modo, la fe deja de ofrecer una salvación trascendente para limitarse a un programa ético de sostenibilidad global.

La visión cristiana de la creación

La auténtica espiritualidad cristiana no se opone al cuidado del mundo, pero lo subordina al misterio de la redención. La creación es el primer don de Dios, y su custodia forma parte del plan divino, pero solo adquiere sentido pleno en Cristo, “por quien y para quien fueron creadas todas las cosas” (Col 1,16).

Cristo es el centro de la creación.

Cristo es el centro de la creación.

Por eso, la ecología cristiana no puede entenderse separada de la cristología ni de la escatología. El fin de la creación no es el equilibrio del ecosistema, sino la recapitulación de todas las cosas en Cristo. Los desórdenes ecológicos son, en el fondo, expresión del desorden moral y espiritual del hombre caído; su remedio último no será una política ambiental, sino la conversión del corazón.

En este sentido, el auténtico “cuidado de la casa común” comienza con la restauración de la imagen divina en el hombre. Solo un corazón reconciliado con Dios puede reconciliarse con la creación. Y solo desde la gracia redentora se puede construir un orden social y ambiental verdaderamente humano.

Conclusión: el primado del Evangelio

El cuidado del mundo es una exigencia del amor cristiano, pero el Evangelio no se subordina a la ecología, sino que la ilumina desde dentro. La Iglesia está llamada a anunciar a Cristo, y desde esa relación filial con el Creador brota la responsabilidad ecológica.

Cuando la ecología se convierte en el principio estructurante de la fe, se corre el riesgo de que la salvación se traduzca en equilibrio natural y la misión en activismo medioambiental. En cambio, cuando Cristo ocupa el centro, el amor a la creación se convierte en expresión del amor a Dios y al prójimo.

El desafío del tiempo presente no consiste en elegir entre Evangelio y ecología, sino en reordenar las prioridades: primero el Creador, luego la creación; primero la gracia, luego la responsabilidad; primero la salvación, luego el equilibrio.

Solo así la Iglesia seguirá siendo luz del mundo y sal de la tierra, sin disolverse en los discursos del tiempo, recordando que el mundo no será salvado por un programa ecológico, sino por un Redentor.

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