¿Dato mata relato? Charlie Kirk

In memoriam Charlie Kirk.
Durante los últimos años se ha repetido una frase que ha ido calando en el lenguaje de tertulias, redes sociales y debates: “El dato mata al relato”. Suena contundente, casi definitiva. La frase tiene algo de tranquilizador porque nos recuerda que, por más discursos que se construyan, hay una realidad dura y objetiva que al final se impone. El dato sería la prueba irrefutable, la evidencia que no admite interpretación, mientras que el relato sería la historia que alguien cuenta, siempre subjetiva, parcial, sesgada.
La batalla por la verdad en la era de la posverdad
Esta forma de pensar sugiere que el dato tiene la última palabra. Que cuando hay un hecho objetivo, el relato —por muy atractivo, creativo o emotivo que sea— termina derrumbándose como un castillo de naipes. Y sin embargo, cada vez más personas están percibiendo que esto ya no es exactamente así. Vivimos en una época en la que el relato no muere frente al dato. Al contrario: el relato se alimenta del dato, lo envuelve, lo reinterpreta y lo coloca al servicio de una narrativa mayor. En la práctica, el relato termina matando al dato.
Cómo un relato puede sepultar la realidad
Basta con mirar algunos casos concretos. Pensemos en el asesinato de Charlie Kirk. El dato es brutal en su sencillez: un hombre ha sido asesinado a sangre fría. No hay interpretaciones posibles, no hay contexto que pueda cambiar el hecho esencial: le arrebataron la vida de forma injusta. En una sociedad que se precie de defender los derechos humanos, esto debería suscitar una condena unánime, sin matices.
Pero eso no es lo que ha pasado. Lo que hemos visto es una estrategia mediática para reducir la fuerza moral de ese dato. En lugar de poner en primer plano que se trata de una víctima de asesinato, se insiste en etiquetar a Kirk de “ultra”, de “conservador”, de “crítico de la teoría de género”, de “contrario al adoctrinamiento LGTBI”. De esta manera, el foco se desplaza. Deja de importar lo que le han hecho para importar quién era, qué pensaba, qué defendía.
El resultado psicológico es perverso: se sugiere —aunque nadie lo diga abiertamente— que, por ser quien era, casi se había ganado lo que le pasó. Que su discurso era tan molesto o tan extremo que de algún modo su muerte se vuelve explicable, quizá incluso inevitable. El dato está ahí, pero ha quedado sepultado bajo una montaña de interpretaciones que buscan moldear la reacción del público.
Esto es lo que hace el relato: no niega el dato, pero lo rodea de tal cantidad de contexto emocional y simbólico que acaba neutralizándolo. Lo que permanece en la mente de las personas no es el hecho objetivo, sino la sensación que el relato les ha provocado. Y esa sensación puede llegar a justificar lo injustificable.
La era de la posverdad: datos que se convierten en armas
Este fenómeno no es nuevo, pero sí se ha agudizado en los últimos años. Entramos de lleno en lo que se ha llamado la era de la posverdad. La posverdad no consiste en inventarse hechos falsos (eso sería mentira directa), sino en reordenar los hechos reales de tal manera que cuenten otra historia. Se eligen algunos datos, se silencian otros, se cargan de emoción los que interesan, y se deja que el público saque la conclusión que el narrador quiere que saque.
De esta manera, los datos se convierten en armas narrativas. Sirven para sostener ideologías, para atacar adversarios, para construir héroes y villanos. Los mismos datos pueden contar dos historias opuestas según quién los interprete. Lo que antes era un terreno firme —“los hechos son los hechos”— ahora parece un terreno resbaladizo en el que cualquiera puede colocar su propio decorado.
Esto es peligroso porque desarma nuestra capacidad de juicio. Si cada dato puede ser reinterpretado, si cada hecho puede tener un giro narrativo, corremos el riesgo de vivir en una realidad fragmentada en la que ya no hay un consenso básico sobre lo que ha pasado. Y cuando no hay consenso sobre los hechos, la sociedad se polariza, se radicaliza y pierde la capacidad de diálogo.
Las emociones como motor del relato
Una de las claves de esta situación es el papel de las emociones. El relato no apela tanto a nuestra razón como a nuestra sensibilidad. Busca que sintamos antes de que pensemos. Si la emoción es suficientemente fuerte —indignación, miedo, odio, compasión— ya no analizamos fríamente los datos. Damos por hecho que la interpretación que nos han servido es correcta porque coincide con lo que sentimos.
Esto explica por qué titulares incendiarios tienen tanta fuerza, por qué se viralizan ciertos vídeos, por qué hay relatos que se quedan grabados en la memoria colectiva aunque los hechos los desmientan más tarde. El cerebro humano está diseñado para responder con rapidez a la emoción; la razón llega después, cuando llega. Y los medios lo saben.
Por eso, aunque los datos estén ahí, se usan como materia prima para provocar una reacción emocional. El asesinato de Charlie Kirk es un dato. Pero el relato que lo rodea busca que, en lugar de compadecernos de la víctima, sintamos rechazo o incomodidad ante sus ideas. De esta forma se logra el efecto de que la injusticia pase a segundo plano y el dato pierda fuerza moral.
El desafío: recuperar la objetividad
Frente a esta dinámica, necesitamos un ejercicio consciente de pensamiento crítico. No podemos limitarnos a aceptar el primer relato que nos llega. Es necesario:
- Contrastar fuentes. Leer medios de distintas líneas editoriales, buscar el dato en bruto, no solo su interpretación.
- Diferenciar hecho de opinión. Preguntarnos: ¿esto que leo es lo que ocurrió o es lo que alguien dice que significa lo que ocurrió?
- Analizar el lenguaje. Palabras como “ultra”, “extremista”, “polémico”, “controvertido” no son datos, son calificativos que condicionan nuestra percepción.
- Preguntarnos qué emoción nos provoca. Si un relato nos llena de rabia o de desprecio, detenernos a pensar si esa emoción nos está impidiendo ver el dato con claridad.
- Buscar contexto real, no inventado. Entender los hechos en su marco adecuado sin que ese marco se convierta en excusa.
Este esfuerzo es incómodo, requiere tiempo y atención, pero es la única forma de defender nuestra libertad interior. Cuando dejamos que otros decidan por nosotros cómo interpretar los datos, les entregamos el poder de moldear nuestra visión del mundo.
La verdad como horizonte
La meta última no es elegir el relato que más nos gusta, sino buscar el relato que más se ajusta a la verdad. La verdad no siempre es cómoda, ni encaja con nuestras simpatías ideológicas. Pero si queremos construir una sociedad justa, necesitamos relatos que no manipulen los datos, sino que los respeten.
Esto implica también un compromiso personal: no caer en la tentación de manipular nosotros mismos los hechos para ganar una discusión o para reforzar nuestra postura. El respeto por la verdad es el primer paso hacia la convivencia sana.
La invitación es clara: no dejemos que el relato mate el dato en nuestra vida. Ante cada noticia, cada titular, cada vídeo viral, preguntémonos: ¿qué pasó de verdad? ¿Cuál es el dato objetivo? ¿Y qué interpretación se me está ofreciendo? Al hacer este ejercicio, recuperaremos la capacidad de pensar por nosotros mismos, de formar criterio, de ver la realidad sin las lentes deformadas de la ideología dominante.
En un mundo que grita relatos, ser buscadores de la verdad es casi un acto de resistencia. Y es un acto que merece la pena.