II Domingo del Tiempo Ordinario
Reflexiones homiléticas
- Introducción
Juan, el evangelista escribe su testimonio sobre Jesús de Nazaret al final del primer siglo de nuestra era, por tanto, un cierto tiempo después de la muerte y resurrección de Cristo. Este evangelio es un texto más elaborado teológicamente, ya que a partir de los episodios históricos de la vida pública del Señor se oculta, a través de gestos y señales, un mensaje muy profundo que es necesario desentrañar.
El domingo anterior hemos terminado la Navidad y hemos iniciado el denominado Tiempo Ordinario con la Fiesta del Bautismo de Cristo, que forma parte –según una antiquísima tradición litúrgica– de una “trilogía de la manifestación divina” con la Epifanía del Señor, y el signo realizado en las bodas de Caná. En la primera escena teofánica, el niño-Dios es reconocido en su vulnerabilidad por los sabios del Oriente como rey de los judíos; por otro lado, en el fenómeno sobrenatural ocurrido sobre las aguas del rio Jordán, Dios Padre presenta públicamente a Jesús de Nazaret como su Hijo y, por tanto, como mesías; y, finalmente, en un contexto nupcial es el propio Hijo el que se presenta como mesías, a través del primero de los milagros descritos por Juan.
Sabemos por la Sagrada Escritura, la infinidad de referencias a las “bodas” en la historia de tantos personajes bíblicos, incluso encontramos un texto sagrado conocido como el “Cantar de los Cantares” de Salomón que, exalta el amor de una pareja en su dimensión pasional y en la palabra revelada por los profetas, la imagen nupcial aparece también para describir la relación de Dios con el pueblo de Israel. Pero esta “esposa” es adúltera porque ha ido a buscar otros dioses (los ídolos de los cananeos, por los que se ha prostituido) e infiel porque no ha aceptado con gratitud y custodiado el don de la alianza.
El propio Jesús en su predicación, a través de parábolas usó en varias ocasiones la imagen de las bodas, para presentar aspectos importantes del mensaje del reino de Dios, en aquello que se refiere a la acogida o rechazo de la propuesta de la salvación ofrecida por Cristo o de las decisiones definitorias en el horizonte escatológico, como, por ejemplo: La parábola del banquete de bodas (Mt 22,1-14) y la parábola de las diez vírgenes (Mt 25,1-13).
Las bodas son una de las fiestas más importantes en la cultura familiar del judaísmo. Los preparativos podrían durar mucho tiempo, dependiendo de las tratativas en torno a la dote, que la mujer ofrecía a la nueva sociedad conyugal. La ceremonia de las bodas desde los tiempos inmemoriales se dividían en dos partes: La consagración (“kidushin”) que consiste en las bendiciones, la lectura del contrato y la entrega de los anillos; y la segunda parte corresponde a las nupcias (“nissuin”), que son las siete bendiciones, seguidas por el gesto de tirar un vaso al suelo para quebrarlo, y finalmente, por un rito que hoy es meramente simbólico, porque los novios se quedan recluidos en una habitación solos, ya que antiguamente en ese momento el matrimonio era consumado.
Una fiesta nupcial era preparada con mucho cuidado y el vino era un elemento fundamental que no podía faltar, ya que era la expresión de la alegría fecunda de los familiares y amigos de los novios. ¿Una fiesta de boda sin vino? ¡No es concebible!
La bebida del vino, o sea, la fermentación del zumo de la uva es una de las grandes conquistas de la creatividad e ingenio humano. La historia de esta bebida mediterránea se remonta hasta 6.000 años antes de Cristo. Esta bebida marcó tan profundamente la civilización grecorromana, que en la mitología existe el dios del vino y de la diversión: Dionisio para los helenos y Baco para los latinos. En la cultura judaica también fue asimilada la bebida del vino por la producción y el uso, por eso, pasó a formar parte de las grandes festividades religiosas y familiares, principalmente en la celebración de la Pascua.
- Evangelio
La escena descrita por el Evangelio de Juan presenta a Jesús y a María, su madre participando de unas bodas. El milagro narrado en las bodas es el primer signo que revela el mesianismo del Señor. El relato está elaborado casi como un pretexto, ya que los novios, que deberían ser los protagonistas de la boda, pasan a un segundo plano, puesto que no aparecen. Los detalles de la imagen nupcial que están presentes en el fragmento evangélico tienen un significado profundo y deben ser interpretados (descodificados) paso a paso:
El evangelio empieza con un detalle cronológico importante: “al tercer día” (2,1). En Juan la misión inicial de Jesús es descrita en el contexto de una semana completa. A diferencia de los otros evangelios, la vida pública del Señor se abre con un milagro. Esta misma expresión –que va más allá de la dimensión temporal, porque tiene un sentido teológico– aparece en el AT en el momento en que Moisés recibe de parte de Dios la “ley” escrita (Torá) en el monte Sinaí, cuando “al tercer día” contempla su gloria, y el pueblo que peregrina en el desierto creyó en él (Ex 19,11.9). Este número también alude al momento de la resurrección de Cristo en la conclusión épico-dramática de la pasión: “al tercer día” Jesús reveló su gloria, y sus discípulos creyeron en él (Jn 2,1.11).
Jesús es el esposo dado por Dios a la humanidad. Israel, en la lengua hebraica es un sustantivo femenino, por eso en la predicación profética se desenvolvió la relación de Yahveh con su pueblo de una forma conyugal. En la nueva alianza el Verbo de Dios se hace hombre en el seno de María y asumiendo la condición mortal, Jesús desposa una novia desfigurada por el pecado, que no es solo Israel, sino la toda humanidad. La llegada en medio de los hombres es el inicio de la fiesta y, por tanto, de nuestra salvación. La salvación se consumará en el altar de la Cruz –que también es el “tálamo”–, donde Jesús hará una oblación gratuita y obediente de la propia existencia a Dios Padre.
María, la mujer. Jesús llama a su madre “mujer” y con esto revela toda la dimensión femenina necesaria de la historia de la salvación. En el Evangelio de Juan, María aparece en dos momentos fundamentales de la vida de Jesús: en el inicio y en el fin, o sea, en las bodas (2, 4a) y a los pies de la cruz (19,25-27). En ambas escenas, María es llamada por su hijo con el apelativo de mujer. La figura de María aparece como instrumento en las manos de Dios “empujando” a su Hijo, para que se manifieste como Mesías. María es la nueva Eva, la nueva mujer que por la obediencia ha deshecho el lazo atado por la primera mujer, en el inicio de la historia humana relatada por el libro del Génesis.
La hora es el misterio de la cruz. Jesús orienta toda su misión para la hora de su entrega en Jerusalén. Las bodas de Caná sirven al Señor para manifestar el primer “signo” de su gloria. Todas las señales de Jesús a lo largo de su ministerio público (milagros, curas, etc.), son esbozos de la verdadera señal gloriosa: bajar al profundo y oscuro camino de la muerte y resucitar victorioso al tercer día. La hora de Jesús no puede anticiparse, pero se prepara sacramentalmente a través de la transformación del agua en vino, imagen del misterio de la Pascua.
El vino es señal de alegría y de la fiesta pascual. La Sagrada Escritura condena la embriaguez, pero el vino es símbolo de felicidad y del amor (Ecl 10,19; Ct 4,10; Sl 103). Una fiesta sin vino se transforma en un funeral, es decir, un evento sin canto, sin fiesta y sin alegría. La vida del pueblo de Israel y de la humanidad es una fiesta sin vino, la irrupción de Cristo en el medio de los hombres comporta una celebración que supera las antiguas tradiciones judaicas (representadas en las seis tinajas de piedra vacías), que indican la esterilidad de la ley y el peso que generan en las conciencias de los fieles.
Había allí seis tinajas de piedra, puestas para las purificaciones de los judíos, de dos o tres medidas cada una. Los judíos a través de la simbología bíblica consideran que el número que representa la perfección es el siete. En la fiesta nupcial en Caná de Galilea –de la que participan Jesús, sus discípulos y su madre– falta un ánfora. Este detalle está en relación con la “hora de Jesús”, ya que la “séptima ánfora” es el cáliz de la última cena, la copa de la Pascua llena de la sangre de su pasión… Esta séptima ánfora es también imagen del cáliz que cada comunidad cristiana ofrece en el altar en la celebración de la Eucaristía, que hace presente a la Iglesia y del cual los fieles se embriagan sacramentalmente. Dios, en su “eterno hoy” guarda el mejor vino, o sea, el Espíritu Santo para el pecador arrepentido que suplica: “Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar buenas cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan?” (Lc 11,13).
- Actualización catequética
En las nupcias de Jesucristo con la humanidad, o sea, con cada uno de nosotros miembros de su cuerpo que es la Iglesia, el Señor viene y presenta la “dote” del amor y de la misericordia. Este tesoro inmenso es ofrecido cuando su cuerpo es entregado a cambio de nuestro rescate: “Pagó con su propia vida el precio de nuestra salvación”. Normalmente es la novia la que ofrece la dote para las nupcias, en este caso es por cuenta del esposo, Jesucristo.
Nosotros como “esposa” solo podemos parafrasear con el personaje femenino del Cantar de los Cantares: “Negra soy, pero graciosa” (1,5) –aunque esta frase en la actual revisión del lenguaje que afecta a las minorías o ciertos grupos humanos, podría sonar a racista o políticamente incorrecta–. En efecto, como afirma San Ambrosio, porque estamos ennegrecidos a causa del pecado y de nuestras infidelidades e idolatrías, pero somos bellos, porque fuimos agraciados por el perdón y por la gracia misericordiosa de Dios.
El vino nuevo, más allá de la fiesta y la alegría, es el sentido profundo que Cristo aporta a nuestra vida al revelarnos el amor gratuito e infinito de Dios que nos ama tal como somos y nos perdona siempre (siendo malos y pecadores). No somos fruto del azar, sino que formamos parte de un plan divino y nuestra existencia está proyectada para la eternidad. Si hay una tristeza continua y la acedia invade nuestro corazón no tenemos el vino nuevo de Cristo. Sólo tenemos agua que no nos permite ver la vida a la luz de la fe. Es cierto que la vida es precaria y hay muchas pruebas, pero el vino nuevo de Cristo debe ayudarnos y darnos valor para seguir adelante, para abrazar la cruz y creer a pesar de la oscuridad del mal.
María nos presenta a su Hijo como aquel que puede transformar el agua en vino, no nos conduce al mayordomo, pero sí al autor de la vida: “Haced lo que él os diga”, o sea, “escuchad” que remite al “Shema”, que es el grande imperativo de la ley judaica. Para ser feliz y realizarse en plenitud es necesario acoger la Palabra de Cristo y dejarse transformar por ella. El Señor ha venido a dar sentido a nuestra existencia como “camino” y “verdad” (en cuanto hombre) y “vida” (en cuanto Dios), como afirma magistralmente San Agustín. Jesús tiene el poder sobre el mal y la muerte, vino a transformar la esterilidad que nos acompaña con la entrega de su amor gratuito, por eso, ¡el agua viva por Él dada es una fuente de felicidad plena!
María es imagen de la Iglesia, en ella somos generados en la fe y ella nos conduce hacia Cristo, para transformar nuestra agua en vino. La Iglesia nos dice y dirá: ¡Haced lo que él os diga! Pero ¿qué es esta Iglesia? ¿Es un grupo religioso, pero amorfo, donde no nos conocemos y simplemente tenemos una relación superficial, en la cual existe una autoridad y un conjunto de normas morales? Al contrario, la Iglesia es una comunidad viva, donde formamos parte –a pesar de las diferencias– del mismo “cuerpo” de Cristo, una realidad espiritual fundamentada en Dios, que paradójicamente también es frágil, pero que profesa por el Espíritu Santo la fe de forma existencial y vive de la Palabra y de los Sacramentos y que siempre nos remite a la verdadera fuente de redención: El misterio de Cristo.
En cada Eucaristía somos invitados a embriagarnos con el vino de la sangre del Hijo de Dios derramado en la cruz y que actualiza sacramentalmente las bodas definitivas en esta celebración de la alianza de su amor.