Martes, 08 de octubre de 2024

Religión en Libertad

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La fidelidad brota de la tierra

por Contemplata aliis tradere

 

           

 

            Hay un texto del salmo 85 que se repite muchas veces en la liturgia de adviento y de Navidad. Dice así: La justicia mira desde el cielo y la  fidelidad brota de la tierra. Sobre la primera parte ya hemos meditado hace poco pero la visión no quedaría completa sin hablar de esa fidelidad que brota de la tierra. San Agustín en su sermón 185 en vez de fidelidad habla de verdad, tal vez por aquello de que no puede haber fidelidad si no es en la verdad.

            La justicia que mira desde el cielo sucede en la tierra con el nacimiento de Cristo. Por eso brota de la tierra y de la carne, es decir de las entrañas de la Virgen María. La justicia que mira desde el cielo es pura misericordia, es mirada de perdón, de clemencia y de olvido. Dios quiere olvidarse del pecado con el que el hombre rompió con él. Con esa mirada pone su corazón en el mísero que soy yo y tú, que lees esto. Esa justicia que nos hace justos es gratuita pero pasa por la carne de Cristo y después por la nuestra. Brota de la tierra, se realiza en Jesucristo y en todos los que creen en él. Lo mismo que sucede en Cristo, mediante la fe sucede en nosotros y configura nuestra historia.

           

Siempre me chocó y nunca entendí una frase de Santo Tomás. Te la voy a compartir, amiga mía, como diría el Cantar, para ver si me ayudas a profundizar en ella. Sabemos que Cristo se autodescribe en el evangelio con muchas imágenes, a saber: yo soy el camino, la verdad, la vida; yo soy la luz, el pan nuevo, el agua viva. Dice de sí mismo que es el hijo del hombre, la vid, el que sirve, y muchas otras. La que me interesa en este caso es la de : Yo soy la puerta. Santo Tomás de Aquino comentando esta imagen dice que si Cristo es la puerta todos tenemos que entrar por ella. Añade que también la propia humanidad de Cristo tiene que pasar por esa puerta. ¿Cómo es posible? Entrando por sí mismo. Cristo para llegar a Dios tiene que entrar por sí mismo. Esto es lo que yo  no acabo de entender.

            A veces se oye que el Padre  es la casa, el Hijo la puerta y el Espíritu Santo la llave. Bien, pero el Hijo no puede ser puerta en cuanto Dios porque si la puerta es para llegar a Dios, él ya lo es. Luego sólo puede ser puerta en cuanto hombre. De acuerdo, pero así y todo: ¿para qué necesita Cristo pasar por sí mismo? ¿Necesita redimirse a sí mismo? Cristo no necesita redimirse porque no cometió pecado, luego está fuera de su propia redención. La Virgen no, porque aunque no cometió pecado y fue inmaculada desde el principio, sin embargo esto acaeció en previsión de la muerte y méritos de su Hijo. Cristo, sin ser redimido, tuvo que pasar por sí mismo, y  él más que nadie porque la carga de tierra que traía acumulada durante siglos de humanidad recorridos tenía que tocar su carne limpia para quedar purificada. Porque Cristo tenía como dos partes: una era la carne limpísima por su hipóstasis con el Verbo y otra es esa misma carne, hecha pecado, por cagar con todo lo nuestro. Por eso la parte que cargó tuvo que pasar en el mismo Cristo para ser limpiada con su parte limpia que no deja de ser la misma. Yo no sé a ti, amiga mía, cómo te suena esto, pero a mí me encanta porque aunque no entiendo nada intuyo un misterio maravilloso que me hace feliz.

            Existen muchos pecados que son la tierra de donde tiene que brotar la verdad pero hoy me voy a referir a uno que no suele considerarse mucho. Uno de los grandes descubrimientos del siglo XX es el del inconsciente. Además del inconsciente de cada persona existe el inconsciente colectivo que opera en la humanidad desde Adán para acá. En él han dejado huella todos los crímenes de la historia. En el inconsciente quedan las huellas de todo, tanto bueno como malo. A veces vemos cómo el inconsciente individual en alguna persona es una carga explosiva que estalla en diversas y duras psicopatías y trastornos. Lo mismo sucede con el inconsciente colectivo. En él se almacena y cristaliza el pecado y por lo tanto tiene que haber sido objeto especial de redención. Jesús de una manera misteriosa ha cargado con él y lo ha redimido. En el evangelio se dice que algunos pensaban que Jesús no estaba en sus cabales. Tampoco es de extrañar que en algún momento sufriera alucinaciones y depresiones. Al fin y al cabo tenía también que redimir ese mundo de la psicología profunda. La fidelidad y la verdad de la humanidad pasan por esta redención. Quizás este tema sea una de las asignaturas pendientes de la pastoral de la Iglesia. No tenemos sacramento ni siquiera para la sanación del inconsciente individual, al menos según el ritual vigente, aunque Santo Tomás tiene sobre el sacramento de la Unción una teología distinta de la del ritual, más acomodada a los tiempos actuales. Pero la verdad tiene que brotar de la tierra, por encima de nuestro inconsciente y de sus patologías porque para eso ha sido redimido, también sobre él se anuncia la buena noticia. Yo estoy seguro que los que tienen una fe muy honda lo notarán. Este mundo ya no es botín del demonio porque ha sido redimido. Jesús ha pasado por ello.

El furor y la rabia del inconsciente colectivo de su pueblo, y un poco de todos los pueblos, se vio en la condena a muerte. Fue desechado radicalmente. En él confluyeron las venganzas de todas las frustraciones de dos mil años de historia del pueblo judío. En ese rechazo acontecía la sanación más profunda. Quizás ni el mismo Jesús comprendió por qué tanto encono. El fondo del mar y el fondo de la tierra tendrán que devolver algún día sus cadáveres y ahí brotará clara la verdad y la fidelidad. Jesús no sólo murió por estas cosas sino con estas cosas y con ellas fue enterrado porque murió por nuestros pecados y fue resucitado para nuestra justificación. El pecado del hombre fue juzgado en su muerte y de ahí brotó la verdad de cada uno y de todos y en la resurrección se encontró con la justificación, es decir, con la justicia que mira desde el cielo.

Uno se pregunta: ¿Tienen que ver estas cosas conmigo? No serán sueños y alucinaciones imaginarias. No, porque un loco te puede dar un tiro en la calle, un loco con inconsciente. Sucede tantas veces, eso o algo semejante, que tiene uno que caminar por las aceras un poco prevenido. ¿No tienen remedio estos infortunios? Parece que no. Ni siquiera después de la redención de Cristo. Pero ésta ha sucedido. Después de ella nada hay definitivo en la línea del mal, porque la verdad brota de la tierra. A mí esto me consuela mucho, yo necesito la verdad última, la que aclarará todo lo que suceda en la tierra.

Es curioso que estos textos se citen tanto en la liturgia de adviento y de navidad. Cristo es el deseado de las naciones, el esperado de los siglos, la nostalgia de los collados eternos; en él todas las víctimas de la historia alcanzarán la justicia, pero la justicia que mira desde arriba no la que desea vengarse. Cuando se acerca la navidad imagino el portal en las afueras, siempre bajo la nieve (reminiscencias infantiles) y la luna llena enviando sus rayos de complacencia sobre él. Después quito la luna y veo otra luz más amable, más poderosa y mucho más potente que mira desde el cielo al portal. Esa luz, es la justicia de Dios, el mimo de Dios, el designio de Dios sobre la fría humanidad de una noche gélida. Justicia justificadora, justicia don, justicia paternal. Cuando Dios mira hacia abajo, todo el cielo se conmueve y bajan los ángeles y cantan villancicos y despiertan a los pastores y a los magos para que dejen sus somnolencias y se apresuren al portal. Todo es bellísimo, pero la verdad brota de la tierra, brota en el niño, porque en él se resume y recapitula el pecado del mundo y en él es perdonado pero no olvidado porque esta verdad que brota de la tierra tendrá que cantar por toda la eternidad las maravillas del Señor.

 Yo no sé, amiga mía, si Cristo tuvo alucinaciones, o depresiones o un tanto de esquizofrenia. Pudo ser pero no te escandalices. No eran suyas, no procedían de su pecado; cargó con ellas porque era una tierra abonada por el pecado del hombre. Mucha gente sufre hoy de esas cosas y tienen que saber que su verdad ya está en el cielo porque Cristo la llevó al sepulcro y ya está resucitada. Cristo bajo a los infiernos, sobre todo a los infiernos personales y colectivos de la historia. No hay lugares irredentos, no hay lugares ajenos a la victoria de Cristo. Ahora es el Espíritu Santo el que penetra con el poder de Cristo en tus infiernos personales. En tus depresiones, complejos, traumas y en toda la huella y el reato del que has padecido desde siempre. Este Espíritu, huésped de tu alma, cuida de ti y te quiere, pase lo que pase. Aunque te tires del puente, tu verdad ha sido redimida y te encontrarás con ella en la otra vida.

Existe la navidad para ti. No se han acabado las noticias bellas a pesar de los telediarios. La alegría siempre será más honda que la pena. Alegrémonos, por tanto, dice San Agustín, para que el testimonio de nuestra experiencia constituya nuestra gloria. No porque hayamos de gloriarnos en nosotros mismos, sino en Dios. Por eso se ha dicho. Tú eres mi gloria, tú mantienes alta mi cabeza. Es difícil imaginar gloria más alta. Si no hubiera navidad la pasión del hombre sobre la tierra no tendría sentido, sería inútil. Pero no, año tras año el niño de Belén nos recordará que la única pena será no creer en él, de donde brota toda verdad y fidelidad. Y cada navidad seguirá naciendo niño porque su mensaje no envejece. Su novedad seguirá haciendo emocionarse a muchos ancianos, como al viejo Simeón: “Ya puedo irme en paz porque durante muchos años he celebrado el nacimiento de tu Salvador, que me ha mantenido joven y en la esperanza”. La Iglesia nos lo seguirá testificando con las palabras del salmo cada adviento y cada navidad. Yo no sé, mi querida amiga, lo que piensas; yo lo tengo claro. Mi verdad, cada año, seguirá brotando de la tierra.

      
      

            

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