Domingo, 19 de mayo de 2024

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Presentación del Concilio

por Corazón Eucarístico de Jesús

A poco que se conozca el magisterio de Pablo VI, veremos una sucesión de catequesis, audiencias, discursos y homilías sobre el Concilio Vaticano II, que él sancionó y promulgó, presentándolo a los fieles. En su palabra hallamos las interpretaciones exactas de los documentos conciliares, presentaciones globales, precisiones de matices que, en su momento y en gran medida, se ignoraron.
 
 
Pablo VI quiso explicar el Concilio Vaticano II a toda la Iglesia con mucha paciencia; quiso explicarlo subrayando sus grandes ideas, sus claves de interpretación y el modo de aplicarlo correctamente a la vida de todo el pueblo cristiano.
 
Otros, tal vez, prefirieron ampararse en la propia subjetividad, apelar al "espíritu del Concilio" y despreciando los documentos aprobados y la interpretación autorizada del Papa, forzar el Concilio según las propias ideologías y corrientes de moda.
 
A nosotros, ahora, a punto de iniciar el Año de la Fe nos corresponde, según el deseo de Benedicto XVI conocer el Concilio Vaticano II, difundirlo y estudiarlo. Para ello hoy veremos una presentación global que hizo Pablo VI señalando los principios fundamentales que dan cohesión a todo el corpus conciliar.
 
 
                "Después del Concilio estamos buscando en sus enseñanzas las líneas directrices de la renovación de la vida cristiana. Algunas de estas líneas, ciertamente las principales, se refieren a la doctrina, otras, que ahora queremos evocar sumariamente en estos nuestros coloquios familiares de las audiencias semanales, se refieren a la acción, la vida práctica, la formación moral y ascética del discípulo de Cristo.
 
 
 
 
Líneas fundamentales de espiritualidad
 
 
 
                Ahora nos preguntamos cuál es la dirección espiritual, formativa e interior, que con mayor evidencia podemos descubrir en los documentos Conciliares. Podríamos observar que el Concilio supone que ya está realizándose la obra de la Iglesia sobre la formación de sus miembros en la escuela de Cristo (LG 10), sobre la vocación común a la santidad (LG 40 y 41), sobre la perfección que deben practicar los obispos (CD 15) y que deben procurar los religiosos, dando a la vida espiritual la primacía que le corresponde (PC 5, 6 y 7); pero no desarrolla expresamente una doctrina propia sobre la interioridad de la religión católica. Queriendo  más bien destacar globalmente los aspectos característicos del Concilio sobre la espiritualidad que el mismo intenta promover, podríamos observar cómo su atención no se dirige tanto a la formación religiosa personal e interior del creyente, como más bien a la del cuerpo social de la Iglesia, siguiendo una triple línea directriz: la litúrgica, la comunitaria y la social. El alma individual es principalmente considerada en su participación en la liturgia, que es la acción sagrada por excelencia, pública y oficial de la Iglesia, y “ninguna otra acción de la Iglesia iguala su eficacia con igual título e igual grado” (SC 7), de donde se deriva la primacía de la plegaria litúrgica; es considerada también en su inserción en el Pueblo de Dios, en la comunidad reunida en la misma fe y en la misma caridad, porque, dice el Concilio, que “Dios quiso santificar y salvar a los hombres no individualmente y sin vínculo alguno entre ellos, sino que quiso formar con ellos un Pueblo; que lo reconociera en la verdad y le sirviera fielmente” (LG 9; cf. Bossuet, Carta IV a una dama de Metz, sobre el misterio de la unidad de la Iglesia, 1662; obras, XI, 114 ss); primacía de la unidad salvífica (cf. S. Cipriano, Ep. 69,6; PL 3, 1142); es considerada, finalmente, en su adhesión a la misión que la Iglesia desarrolla en medio de la sociedad en la que ésta vive en contacto con el mundo para ser en él sacramento de salvación y anunciadora del Evangelio: primacía de la acción apostólica (cf. GS 93).
 
 
 
La vida interior en la doctrina del Concilio
 
 
 
                Se habla ciertamente en los documentos conciliares de la persona humana y de la personalidad cristiana (por ejemplo, GS 41), de la conciencia individual (Ibíd.., 16 y 19), de la libertad, etc.; se habla de la esencia del hombre, de su dignidad y de sus derechos; pero puede parecer a quien no preste atención al conjunto de la doctrina conciliar que el gran tema de la vida interior, de la religión personal, de la adoración, de la meditación y de la contemplación (cf. sin embargo PC 5 y 7; GS 56 y 57, etc.) haya sido abandonado al estudio y a la práctica de la iniciativa eclesial tradicional y privada; de aquí ha surgido alguna queja de que la piedad personal salga del Concilio menos reforzada, y que se pueda notar en algunos ambientes y en algunos momentos cierta decadencia de la religiosidad interior en el santuario de las almas individuales.
 
 
 
 
Necesidad de estudiar el Concilio
 
 
 
                Ayuda a esta decadencia la difusión de algunas formas de actividad pastoral, de suyo legítimas, más aún, encomiables, pero que pueden llevar, si se aíslan del contexto propiamente religioso de la fe y de la gracia, al predominio del estudio de la vida religiosa y moral en sus aspectos estadísticos, sociológicos, culturales e incluso artísticos y folklóricos, que son exteriores y parciales, y contribuyen no menos, si se debilita la vigilancia de la ortodoxia doctrinal, a la difusión peligrosa, por no llamarla de otra manera, de ciertas corrientes de pensamiento secularizado que consideran y admiten solamente un cristianismo llamado “horizontal”, filantrópico y humanista, prescindiendo de su esencial contenido “vertical”, teológico, dogmático y sustancialmente religioso. Por eso deberemos hacer dos cosas: en primer lugar, deberemos estudiar mejor las enseñanzas del Concilio; y después deberemos integrarlas a la luz de aquel patrimonio doctrinal, esencialmente religioso, místico, ascético y moral, que el Concilio no ha repudiado en absoluto, sino que ha querido confirmarlo, ampliándolo en un cuadro más vasto y más orgánico, y nos ha encargado conservarlo y actualizarlo. Estas enseñanzas conciliares contienen, en efecto, algunas llamadas a la importancia de ciertos elementos religiosos, los cuales no pueden asumir su auténtico y eficiente valor, si no es en la interioridad personal del hombre. Vamos a referirnos a dos de estas llamadas: al estudio de la Sagrada Escritura (Cf. DV 7, 25; 8ss) y al culto del Espíritu Santo. En qué grado deba la Sagrada Escritura interesar la vida personal del cristiano lo saben bien todos aquellos que observan el honor y el desarrollo conferido a la “Liturgia de la palabra” (SC 33-35): una célebre cita de San Jerónimo es recordada a este propósito (DV 25): “la ignorancia de las Escrituras es ignorancia de Cristo” (Comm. A Isaías,  prol.; PL 24,17); y toda la Constitución Dogmática Dei Verbum hace la apología de la sagrada Escritura, como regla suprema de la fe (n. 21), a la cual “es necesario que los fieles tengan amplio acceso” (n. 22). Ahora bien, ya se sabe que la inteligencia y la asimilación de la Palabra de Dios, contenida en la Sagrada Escritura, exige una actitud religiosa personal, en el silencio interior, en la meditación, en la aceptación del magisterio de la Iglesia, en la experiencia secreta de su luz y de su fuerza espiritual, sin la cual la semilla de la Palabra de Dios resulta infecunda y crea a quien la escuchó, sin hacerla propia, una responsabilidad y no una salvación.
 
 
 
Iglesia carismática e institucional
 
 
 
                Sobre el Espíritu Santo, tal y como nos ha sido anunciado y enaltecido por todo el Concilio, el discurso sería largo. No deberíamos dejar de rectificar ciertas opiniones que algunos tienen sobre su acción carismática, como si cada uno pudiera atribuirse el sentirse favorecido con ella para sustraerse a la obediencia de la autoridad jerárquica, como si se pudiera apelar a una Iglesia carismática en oposición a una Iglesia institucional y jurídica (cf. Enc. Mystici Corporis, 1943, n. 62 ss); y como si los carismas del Espíritu santo, cuando son auténticos (cf. 1Ts 5, 19-22; 1Tm 1,18), no fueran favores concedidos para utilidad de la comunidad eclesial, para la edificación del Cuerpo Místico de Cristo (1P 4,10) y no fueran preferentemente concedidos a quien en ella tiene funciones directivas especiales (cf. 1Co 12,28) y sujetos a la autoridad de la Jerarquía (cf. LG 7 y AA 3). Sigue en pie para quien quiere vivir con la Iglesia y de la Iglesia el gran misterio de su animación por virtud del Espíritu Santo; animación que el Concilio ha destacado enormemente y que nos obliga a valorarlo donde él está presente y operante, en la oración, en la meditación, en la consideración de la presencia de Cristo en nosotros (cf. Ef 3,17), en la apreciación suprema de la caridad, el grande y primer carisma (cf. 1Co 12,31), en la celosa defensa del estado de gracia. La gracia es la comunión de la vida divina en nosotros: ¿Por qué se habla de ello ahora tan poco? ¿Por qué son tantos los que parecen no hacer caso de ello, más atentos a engañarse a sí mismos sobre la licitud de todas las experiencias prohibidas y a destruir en sí mismos el sentido del pecado, que no a defender en la propia conciencia el testimonio interior del Paráclito? (Jn 15,26).
 
 
 
Espiritualidad no individualista
 
 
                Os exhortamos a esta espiritualidad, queridos hijos; no es espiritualidad propiamente subjetiva ni nos quita la sensibilidad ante la necesidad del prójimo, no es inhibición ante la vida cultural y exterior en todas sus exigencias; es la espiritualidad del Amor, que es Dios, en la cual Cristo nos ha iniciado y que el Espíritu Santo llena con sus siete dones de la madurez cristiana" (Pablo VI, Audiencia general, 26-marzo-1969).
 
 
El Concilio presenta líneas de espiritualidad para todo el pueblo cristiano: litúrgica, comunitaria y social. Mira a la Iglesia entera inyectándole savia nueva, regeneradora y espiritual.
 
Pero se sustrae a la enseñanza conciliar quien sólo quiera limitarse a las líneas más horizontales (lo personal, lo social), pensando que "lo vertical", la espiritualidad, es alienante. No es esto lo que el Concilio afirma ni enseña. La vida interior posee la primacía y todos -cada cual según su propio estado de vida- estamos llamados a la santidad, a la perfección cristiana.
 
Nos interesa la invitación de Pablo VI que ahora repite Benedicto XVI: hay que estudiar el Concilio; sus documentos deben ser objeto de estudio serio y de meditación para su sana aplicación. Sin duda, con ese estudio y la formación, seremos medios aptos para la obra que el Espíritu Santo continuamente realiza con su Iglesia.
 
 
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