Martes, 19 de marzo de 2024

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Sobre los Padres de la Iglesia (y IV)

por Corazón Eucarístico de Jesús

4) Invitación de altura: la mística
 
            El desarrollo de la vida bautismal desemboca en una vida sobrenatural y mística, profundamente orante, llena del Espíritu Santo. Eso sería la perfección bautismal por gracia y por tanto es accesible a todos, meta de todos.
 
 
 
            En la Tradición de la Iglesia los dones de la vida mística o una profunda espiritualidad y oración no están reservadas para unos pocos consagrados –vírgenes o monjes- mientras que para el común de los fieles fuese suficiente un mínimo de asistencia a la liturgia y alguna fugaz plegaria (o, pasados los siglos, unas ciertas devociones). Para todos se ofrece la mística, a ella encaminan a todos los bautizados.
 
            Ya en el catecumenado, cuando se les hacía entrega de la oración dominical, se les explicaba muy bien qué es la oración cristiana y cuál el sentido de las 7 peticiones del Padrenuestro, como vemos, por ejemplo, en los sermones de S. Agustín (serm. 56-58). La vida cristiana de por sí y para todos es una vida de oración plena.
 
            También entregaron los Padres algunos tratados sumamente prácticos, con honda doctrina: Tertuliano y después S. Cipriano de Cartago, el “De dominica oratione”, y, en Alejandría, Orígenes escribe el “De oratione”. Por su parte, san Agustín escribe una carta que, por su extensión, es un tratado sobre la oración cristiana, la carta 130 a Proba.
 
            El itinerario completo de la vida espiritual, estableciendo las tres etapas clásicas de purificación, iluminación y unión, lo desarrolla san Gregorio de Nisa en su “Vida de Moisés”, mientras que los comentarios al Cantar de los cantares expresan la vida mística en torno a la unión esponsal con Cristo, como los comentarios de Orígenes o el de san Gregorio de Nisa.
 
            Pero no son casos aislados, de algunos Padres tal vez más espirituales o más sensibles a la vida interior y sobrenatural, sino que es algo común a todos ellos. Basta leer los comentarios bíblicos o las homilías y sermones: al predicar, siempre conducen a los oyentes a consideraciones de tipo contemplativo para vivir místicamente la unión con Dios. Son elevaciones del mismo sermón cuando expone el predicador expone el Misterio, o glosa un pasaje bíblico, y tras exponer lo dogmático, la verdad ortodoxa, suben a las altas cumbres de la mística llevando con ellos a los oyentes.
 
            Por ejemplo, tratando san Agustín de la Trinidad y de la creación, se dirige a sus oyentes de forma directa: “¡Oh hombre!, ¿hasta cuándo vas a estar dando vueltas en torno a la creación? Vuélvete a ti mismo, contémplate, sondéate, examínate. Si buscas en la criatura algún conjunto de tres cosas que se manifiestan separadamente y que obren inseparablemente, si lo buscas en la criatura, repito, búscalo antes en ti mismo… Hablabas de la Trinidad, de la inefable Majestad; y porque fracasaste en las cosas divinas, confesaste con la debida humildad tu debilidad, y te volviste al hombre. Examínalo… En efecto, Dios hizo al hombre a su imagen y semejanza. Busca en ti mismo; posiblemente la imagen de la Trinidad haya dejado algún vestigio de la Trinidad misma” (Serm. 52,17).
 
            O de qué forma tan exquisita, el mismo san Agustín enseña las virtudes teologales y el ejercicio pleno de ellas: “Distingamos, pues, cuál es nuestra fe. No nos conformemos con creer. No es tal la fe que limpia el corazón. Purificando, dice, con la fe sus corazones. Pero ¿con qué fe, con qué clase de fe sino con la expresada por el apóstol Pablo al decir: La fe que obra por el amor? Esta fe se distingue de la de los demonios; se distingue de las malvadas y perdidas costumbres de los hombres. La fe, dice. ¿Qué clase de fe? La que obra por el amor y espera lo que Dios promete. Nada más exacto, nada más perfecto que esta definición. Hay, pues, tres cosas. Es preciso que aquel en quien existe la fe que obra por el amor, espere lo que Dios promete. Compañera de la fe es, pues, la esperanza. La esperanza, por tanto, es necesaria mientras no vemos lo que creemos, no sea que al no verlo desfallezcamos de desesperación… Elimina la fe: desaparece el creer; suprime el amor: desaparece el obrar. Fruto de la fe es que creas; fruto de la caridad, que obres. Si, pues, crees y no amas, no te sientes impulsado al buen obrar…” (Serm. 53,11).
 
            Llamado Doctor de la Gracia, san Agustín predica contra la soberbia y enseña a vivir confiadamente en la gracia: “Guárdate, ¡oh cristiano!, guárdate de la soberbia. Aunque imites a los santos, atribuye siempre todo a la gracia, porque el que formes parte de ese resto se debe a la gracia de Dios, no a tu propio mérito…. Es decir, no te vanaglories ya de ningún mérito tuyo, pues de otro modo la gracia ya no es gracia. Si presumes de tus obras, se te da la recompensa y ya no es gratuito lo que se te concede. Si, pues, es gracia, se da gratuitamente… Posees lo que creíste. ¡Oh gracia, otorgada gratuitamente! Y tú, ¡oh justo!, ¿por qué crees que sin Dios no puedes mantener la justicia? Atribuye entonces de forma absoluta a su piedad el ser justo, y el ser pecador atribúyelo a tu maldad. Sé tú el acusador y él será tu indultor. Todo crimen, todo delito, todo pecado se debe a nuestra negligencia, y toda virtud, toda santidad, a la divina clemencia” (Serm. 100,4).
 
            La radicalidad de la vida cristiana llegará hasta el martirio; san Agustín saca las consecuencias de la vida eucarística animando a la entrega absoluta en un sermón sobre el natalicio de los mártires: “Fueron comprados los fieles y los mártires, pero la fe de los mártires fue sometida a prueba: testigo es la sangre. Devolvieron lo que por ellos se había invertido, y dieron pleno cumplimiento a lo que dijo Juan: Si Cristo dio su vida por nosotros, también nosotros debemos dar nuestras vidas por los hermanos. Y en otra parte está escrito: Te has sentado a una gran mesa, está muy atento a lo que te sirven, pues deberás preparar otro tanto. Gran mesa es aquella en que los manjares son el mismo anfitrión de la mesa. Nadie alimenta a sus convidados de sí mismo. Eso sólo lo hace Cristo: él es quien invita, él es la comida, él es la bebida. Los mártires se fijaron bien en lo que comían y bebían y, a su vez, sirvieron lo mismo” (Serm. 329).
 
            Las densas y compactas homilías de S. León Magno durante el año litúrgico ofrecen los mismos principios para el desarrollo de la gracia. Tratando del nacimiento del Redentor, y habiendo recalcado los dogmas cristológicos, se dirige a los fieles diciendo: “Todo creyente que en cualquier parte del mundo es regenerado en Cristo, rotos los errores de su vejez original, se cambia al renacer en un hombre nuevo. En adelante no se cuenta en la descendencia de su padre según la carne, sino en la raza del Salvador” (Hom. 26,2). O anima a reconocer la dignidad de hijo adoptivo de Dios: “Dejemos al hombre viejo con sus acciones y renunciemos a las obras de la carne nosotros que hemos sido admitidos a participar del nacimiento de Cristo. Reconoce, ¡oh cristiano!, tu dignidad, pues participas de la naturaleza divina, y no vuelvas a la antigua vileza con una vida depravada” (Hom. 21,3).
 
            ¡Estaban convencidos!, la vida mística es para todos y a todos se les debe conducir para que suban, progresen, se eleven. Les hablaban de oración, de unión con Cristo, de esperanza en Dios, de cruz amada, de compartir la pasión de Jesús, de elevarse a Dios, de orar sin cesar, de los dones del Espíritu, de mendigar la gracia. Les abrían las fuentes y recursos de una vida mística cimentada en la oración.
 
            En cierto sentido, son sermones exigentes que no se conforman con una espiritualidad de mínimos, con un listón bajo para no asustar a nadie; muy al contrario, animan y estimulan para vivir la exigencia de la santidad, la espiritualidad completa, la mística desarrollada. Acompañan a sus fieles, los orientan constantemente, les suministran teología espiritual al predicarles. Sentirían que los defraudaban si les rebajasen el contenido o les hablasen de vaguedades, o de algún compromiso buenista o genérico (“sonreíd…”, “haced la vida agradable a los demás…”, “cuidad el planeta…”) sino que los Padres querían fortalecer esa vivencia mística en sus fieles.
 
            Sólo así se entiende cómo la Iglesia pudo producir tantos mártires, porque ya estaban cimentados en Jesucristo y el martirio coronaba la vida mística desplegada en ellos: Inés, con doce años, prefiere el martirio antes que romper su virginidad esponsal consagrada al Señor; Sebastián, soldado, prefiere a Cristo y el martirio antes que ofrecer sacrificios en el ejército al Emperador… y tantos mártires más de todos los estados de vida cristianos y de todas las edades y profesiones. ¡Qué formación espiritual y dogmática no recibirían de los Padres para llegar a preferir el martirio!
 
            Sólo así se entiende el amplio desarrollo y crecimiento de la Iglesia, con un pueblo cristiano de tan honda raigambre espiritual que se volvían apóstoles en sus ambientes, evangelizadores muy eficaces y entregados, incapaces de callar, de silenciar, de disimular, de reducir la fe a la esfera subjetiva de la emoción.
 
            Los Padres, con sus enseñanzas escritas o sus predicaciones, procuraban elevar al pueblo cristiano; no se rebajan ellos ni se adaptan a sus oyentes en el sentido de rebajar cada vez más el nivel y la doctrina. Ejercen una sana y eficaz pedagogía para que todos avancen, y eso no lo lograrían restando exigencias al Evangelio, o empleando un lenguaje coloquial o vulgar sin enseñar. El buen maestro pone al discípulo en tensión de crecimiento, en la tesitura de descubrir elementos nuevos y desearlos. Una predicación pobre, acomodaticia, con lugares comunes, no le sirve al pueblo cristiano en su vida cristiana ni en su progreso espiritual. El contraste es claro si se compara, en general, con la pobreza homilética de hoy en su forma y en su fondo.
 
            Finalmente, es destacable el interés por la vida espiritual, mística y orante, de los fieles. No era algo superfluo, añadido u opcional y se conformaban con “ser buenas personas”. Querían el florecimiento de la vida mística, querían que la gracia se desplegase en sus fieles con toda su riqueza espiritual. Enseñaban a orar y sostenían esa vida mística. Esta lección de los Padres es interpelante hoy, recordando caminos que hemos dejado de transitar. La vida de oración, la vida espiritual en general, es común y necesaria a todos y la Iglesia debe educar y acompañar a sus hijos en ese desarrollo de la vida mística porque eso dará profundidad a la vida cristiana, le dará consistencia y verdad. Se impone un giro pastoral hoy, construyendo así el futuro, y es abandonar los métodos, que son simplemente dinámicas humanas y psicológicas y en muchos casos terapia de ayuda, para desarrollar en serio la vida espiritual: ¡estar ante el rostro del Dios vivo y adorarle!
 
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Éstas son, en cuatro entradas o catequesis, algunas de las reflexiones que me han ido surgiendo después de volver a impartir, un año más, la Patrología en CC.RR. Siempre son sugerentes los Padres, siempre apasionantes. Ellos marcan el camino: ¡hay que escucharlos!
 
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