Del dogma de la Asunción: fundamentación escriturística
| Pentecostés. El Greco (1597). |
Si ayer veíamos cómo se produce materialmente la declaración del dogma de la Asunción, me partece adecuado que veamos hoy cuáles son los argumentos en los que se apoyó dicha declaración. Y al respecto, lo primero que se ha de decir es que la fundamentación escriturística de la Asunción de María no es, en modo alguno, explícita. Vale decir que en los textos canónicos, dicho evento de la elevación de la madre de Jesús a los cielos en cuerpo y alma, o de cualquier otra manera, no aparece jamás mencionado. Por no aparecer, no aparece ni siquiera insinuado. De hecho, la última referencia que los escritos canónicos contienen a propósito de la madre de Jesús, la recoge San Lucas en los Hechos de los Apóstoles, donde se limita a dejar constancia de su pertenencia a la primera comunidad cristiana: “Todos ellos [los apóstoles] perseveraban en la oración, con un mismo espíritu, en compañía de algunas mujeres, y de María la madre de Jesús, y de sus hermanos” (Hch. 1, 14). Nada nos cuenta ni Lucas, ferviente admirador de la figura de María, ni ninguno otro de los autores canónicos sobre el posterior devenir de la madre de Jesús. Ni tan siquiera de su presencia en otro evento en el que la tradición acostumbra a imaginarla presente, cual es la venida del Espíritu Santo en Pentecostés.
| La Anunciación. Francesco Albani. |
A falta de elementos explícitos, el apoyo escriturístico de la Asunción de María suele recurrir a los mismos pasajes de San Lucas que sirvieron en su día para argumentar el dogma de la Inmaculada Concepción, dirigidos a probar que María es especialmente grata a Dios, los cuales son, básicamente, dos: “Al sexto mes envió Dios el ángel Gabriel a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María. Y, entrando, le dijo: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo.»” (Lc. 1, 26-28).
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Magnificat. Juan Correa de Vivar. “En cuanto oyó Isabel el saludo de María, saltó de gozo el niño en su seno, Isabel quedó llena de Espíritu Santo y exclamó a gritos: «Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno” (Lc. 1, 41-42) Tales textos son los que, sin citarlos expresamente, aporta la constitución Ineffabilis Deus por la que en 1854 fue declarada la Inmaculada Concepción de María, cosa que hace en su apartado 12 titulado, precisamente, “El Ave María y el Magnificat”. “Mas atentamente considerando los mismos Padres y escritores de la Iglesia que la santísima Virgen había sido llamada llena de gracia, por mandato y en nombre del mismo Dios, por el Gabriel cuando éste le anunció la altísima dignidad de Madre de Dios, enseñaron que, con ese singular y solemne saludo, jamás oído, se manifestaba que la Madre de Dios era sede de todas las gracias divinas y que estaba adornada de todos los carismas del divino Espíritu; más aún, que era como tesoro casi infinito de los mismos, y abismo inagotable, de suerte que, jamás sujeta a la maldición y partícipe, juntamente con su Hijo, de la perpetua bendición, mereció oír de Isabel, inspirada por el divino Espíritu: Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre”. Una circunstancia, la del recurso a los argumentos de la Ineffabilis Deus, que no tiene empacho en reconocer con toda claridad la propia constitución Munificentessimus Deus que declara el nuevo dogma de la Asunción: “Este privilegio [el de ser asunta al cielo en cuerpo y alma sin esperar al fin de los tiempos] resplandeció con nuevo fulgor desde que nuestro predecesor Pío IX, de inmortal memoria, definió solemnemente el dogma de la Inmaculada Concepción de la augusta Madre de Dios” (aptdo. 4). A los argumentos de la Ineffabilis, exégesis y hermenéutica suelen añadir -aunque en honor a la verdad, la Munificentessimus no los cite en ningún momento- otros dos argumentos escriturísticos, los cuales, de hecho, acompañan a menudo la liturgia del día de la Asunción.
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