Hay una parte de un poema de Sir Walter Scott [el inicio del Canto VI de The Lay of the Last Minstrel] que se suele conocer con el título de My Native Land [Mi tierra natal]. En los tiempos en que la poesía era apreciada y, a menudo, memorizada, sus primeros versos eran muy conocidos. Dicen:
 
Allí respira un hombre con un alma tan muerta
que nunca se ha dicho a sí mismo:
¡Ésta es mi tierra, mi tierra natal!

 
La percepción de Scott [autor de la célebre novela histórica Ivanhoe, varias veces llevada al cine] es relevante a la luz de la reciente controversia relacionada con los jugadores de futbol americano que se arrodillan durante el himno nacional. El contraste no podría ser mayor. Este gran escritor escocés expresa los sentimientos naturales de patriotismo que la tierra natal despierta en cada persona de manera innata. Y cuestiona a quienes no aman a su país.
 
El tono del poema no es nacionalista, o de una veneración desequilibrada de la propia tierra. Es, más bien, el de un sereno y, a la par, apasionado poema que intenta expresar las verdades universalmente conocidas acerca del amor a la patria. 

Las normas perdidas

Fue escrito en una época en la que estas cosas eran obvias. Nadie tenía que explicarle a la gente por qué la nación y sus símbolos tenían que ser respetados. Era algo natural. Sin duda, si Sir Walter Scott pudiera observar nuestro tiempo, sacudiría la cabeza con incredulidad ante la visión de individuos egocéntricos que, de manera habitual, hacen caso omiso de las más elementales normas de comportamiento.
 
Tal vez éste sea el problema. Ya no hay normas de comportamiento estándar. Todo se cuestiona, incluso la identidad. Muchos ya no honran a sus padres. Algunos incluso los ridiculizan. En estos tiempos, en los que el individuo reina soberano, muchos ven a la nación sólo como un instrumento que les ayuda a disfrutar de la vida. La respetan poco, o nada.
 
Además, hay una ignorancia culpable. Muchos saben poco, y no se preocupan de saber más, sobre su tierra natal, su historia, su funcionamiento. Los sentimientos naturales de patriotismo que deberían henchir sus almas encuentran tierra yerma y no pueden echar raíces. 

La enseñanza de la Iglesia sobre el patriotismo

El amor al propio país no se impone. Es algo natural, es una proyección del amor a los padres y a la familia. Según la enseñanza de la Iglesia católica, el amor al propio país descansa en las exigencias de la naturaleza y la religión. Ambas requieren que los niños tengan un comportamiento adecuado hacia sus padres, a los que deben su existencia. Del mismo modo, ambas imponen obligaciones a los ciudadanos respecto de su nación.
 
La Iglesia enseña que este sentimiento de reverencia deriva de la práctica de la virtud de la piedad, derivada a su vez de la justicia. La piedad nos pide a todos que rindamos a nuestros padres y al país todos los actos de honor, servicio y obediencia que les debemos.
 
Por consiguiente, la piedad llama al patriotismo, que hace peticiones razonables y extraordinarias a los individuos. 

Las exigencias del patriotismo

La exigencia más fundamental es que el ciudadano demuestre una estima y un amor razonables hacia su país. Cuando se enseñaba educación cívica en las escuelas, la gente aprendía a demostrar este afecto apreciando la historia y las instituciones de su nación, y respetando sus símbolos. La gente aprendía a participar en actividades cívicas como la Pledge of Allegiance, tocando y cantando el himno nacional y arriando y doblando adecuadamente la bandera.
 
Sin embargo, el patriotismo nos exige más cuando pide a los ciudadanos que ignoren su egoísmo y se sacrifiquen por el bien común en tiempos de desastres y guerras. Estos sacrificios unen a la nación.
 
Por último, el patriotismo puede incluso requerir de nosotros el sagrado deber de sacrificar la propia vida por la nación para que, de esta manera, otros puedan vivir libres y en paz. Exige de los vivos que recuerden y respeten a quienes hicieron el sacrificio último.
 
Esto es lo que antes significaba ser un ciudadano patriótico, para que, así, uno pueda exclamar con Scott: “¡Ésta es mi tierra, mi tierra natal!”. 

Sensibilidad al lugar

El segundo aspecto del patriotismo está menos estructurado. Implica tener una sensibilidad mayor hacia un lugar en particular dentro de la nación. Sir Walter Scott comprendía muy bien por qué la gente podía desarrollar una preferencia natural hacia el lugar en el que había nacido o crecido. Saboreaban su paisaje, tierra, clima o alimentos. Incluso lugares escarpados, desolados o inhóspitos podían tener un significado especial para la gente, que prefiere su propia nación, en general, y su propia región, en particular, aunque haya lugares mejor dotados por Dios.
 
El verdadero patriotismo no engendra actitudes arrogantes y condescendientes. Es, más bien, un sentimiento en el que la gente comprende que su tierra natal está hecha para ellos y que ellos están hechos para su país. Para estas personas, su tierra tiene una gran variedad de delicias supremas que no hay en otros lugares. En lugar de codiciar las delicias de los otros, comprenden y disfrutan del hecho que estos otros tengan también una alta consideración de su propio país.
 
Por lo tanto, la tierra natal de una persona es como una torre que proporciona a sus habitantes una perspectiva única, y les ayuda a ver su mundo de una manera mejor. Dicha visión no excluye apreciar, usar o estimar las cosas de otros países.
 
Esta íntima conexión con la propia tierra natal está actualmente debilitada por una cultura que menosprecia las naciones, las regiones y sus tesoros arraigados en Dios. A los individuos posmodernos se les dice que persigan su propia felicidad dondequiera que aparezca y siempre que aparezca. En un mundo globalizado, la percepción del lugar es reducida a un mero portal desde el cual uno puede acceder a bienes y servicios. 

Un sano contragolpe

La erosión de lo que sostiene el patriotismo es la tragedia de la actual controversia sobre el himno nacional. Muchas de las influencias naturales que fomentan el amor hacia la propia tierra natal, a saber: religión, comunidad y familia, se han debilitado. Quedan ya pocos rituales unificadores, como el himno nacional, que aúne a la gente como pueblo.
 
Por esto sorprende tanto este sano contragolpe contra la actitud teatral en el fútbol americano. A pesar de la disminución del sentimiento patriótico en todas partes, los que han reaccionado han recuperado sus vestigios, reavivando en sus corazones una orgullosa defensa de la nación. 

Un improbable campo de batalla

Han elegido centrarse en el aspecto más sublime del patriotismo: el sacrificio de quienes dieron la vida por su país. Han hecho una cuestión de honor que el país y sus símbolos sean respetados.
 
Son americanos que quieren que la nación sea una torre gigantesca desde la que surja una luz suprema. Creen que ningún otro lugar puede ofrecerles lo que América les ha dado. No es un estúpido nacionalismo que desprecia a otras naciones y pueblos. Es más bien patriotismo. Es ese amor profundo y natural por “¡mi tierra, mi tierra natal!” 

Sacrificio, no egoísmo

Así, una improbable escaramuza en el campo de juego se ha convertido en algo que va más alla de un simple partido de fútbol. Es una batalla que afecta al corazón de lo que Estados Unidos es y debería ser: un pueblo llamado al sacrificio, al “deber sagrado” y a la práctica de la virtud de la piedad.
 
Por desgracia, Sir Walter Scott advierte a sus lectores de lo que hay que evitar. En ese mismo poema, habla de quienes poseen “títulos, poder y riquezas” y que “concentrando todo [el poder] en ellos mismos” volverán al polvo, de donde surgieron, “y no serán llorados, honrados ni recordados”.
 
Publicado en Crisis Magazine.
Traducción de Helena Faccia Serrano.