Ahora que Europa y la civilización occidental no dejan de dar tumbos a lo largo de un tenebroso camino en el que la oscuridad parece haberse instalado sin solución de continuidad; ahora que no logramos atisbar un mínimo resquicio de luz que nos alumbre ante tanta adversidad; ahora que andamos escasos de identidad, virtudes y valores; ahora que materialismo e individualismo han echado el candado a nuestros cada vez más ásperos y superficiales corazones; ahora que terribles e inesperados acontecimientos asolan nuestro mundo sin derecho a la réplica de una merecida tregua; ahora que el villano campa a sus anchas y sibilinamente denosta al héroe, sus gestas y la Historia; ahora, sí ahora, ha llegado el momento de la fe, la esperanza y los milagros cuando, asomándonos al tercer domingo de Adviento, el de la Alegría, deseamos que ocurra algo excepcional.

Vivimos, por desgracia, en permanente convulsión, contratiempo tras contratiempo, en un continuo quiero y no puedo por la dificultad de todo lo que rodea a una humanidad apagada, temerosa, asustada, manipulada y dispuesta a poner rodilla en tierra ante las sucesivas imposiciones de gestores con vidas acomodadas, apoyadas en el servilismo de su prójimo y la permanente sumisión de un continente moral y espiritualmente abatido.

Ahora, me traslado a finales del siglo XVI, a aquel 7 de diciembre de 1585 y el asedio del almirante Holak con un cuantioso y confiado ejército frente al Tercio Viejo del maestre de campo Francisco Arias de Bobadilla

Aquel gélido invierno, habitual por aquellas latitudes, venía acompañado de una intensa y constante humedad por la cercana presencia de las aguas del Mosa y del Waal en las inmediaciones de la Isla de Bommel, donde la posición española era defendida con bravura y orgullo por nuestros aguerridos infantes, herederos de los temidos almogávares de la Corona de Aragón y sólida raíz de la afamada Infantería que, todavía hoy, engrandece la labor de nuestro Ejército y Fuerzas Armadas dentro y fuera de nuestras fronteras a pesar del interesado señalamiento de la hispanofobia y leyendas negras al uso de indocumentados enemigos, internos y externos, de España.

Hambrientos, sedientos, agazapados, asustados, somnolientos, congelados y sin escapatoria, alrededor de cinco mil infantes españoles parecían haber sido abandonados a la peor de sus fortunas en tierras de Flandes tras sus recientes enfrentamientos en zonas próximas al dique de Grave. La Muerte, con su guadaña bien afilada, merodeaba por aquellas tierras en busca de almas que diariamente evitaban el movimiento oscilante de su insaciable, ejecutora y fiel herramienta. Despertar y contemplar el amanecer era como una prueba de vida, un pellizco matutino para sentir la realidad, el hecho de sentirse vivos y afrontar un nuevo día con el anhelo de la victoria.

La acometividad de aquellos bravos soldados se había reducido a la mínima expresión, casi al mismo nivel que marcaba el termómetro bajo cero con una climatología tan adversa que, si cabe, les hacía rememorar constantemente el lejano sol de aquella Patria que habían abandonado meses atrás para defender la fe católica a miles de kilómetros de su tierra natal. Era cuestión de fe, de la defensa a ultranza de esa religión que, desde la cuna, corría por sus venas y había sido testigo de tantas y tantas tumbas de los que, en uno u otro confín del orbe, les habían precedido en defensa de los intereses de su nación.

A principios de aquel diciembre de 1585, la situación se había hecho insostenible ante la ausencia de agua, víveres, equipo, armas, auxilio y ropa seca. A perro flaco, como se suele decir, todo son pulgas. 

Las posibilidades de salir con vida del infierno del norte eran prácticamente nulas y, en esta ocasión, contrastaban con la resaca de la reciente victoria tras el asedio de Amberes en el verano anterior. Todo éxito, como la felicidad, es efímero y las garantías de su continuidad en el tiempo, por desgracia, también. Era cuestión de, en la medida de sus posibilidades, no bajar la guardia y afrontar los sucesivos embates del enemigo con templanza y fortaleza a pesar de la crudeza e incertidumbre de aquellos trágicos momentos.

La lluvia, la humedad, el hambre, el frío, el barro, la moral baja y el desconsuelo eran invitados habituales en el campamento español y entre las filas de millares de compatriotas cuyas esperanzas de supervivencia se desvanecían progresivamente ante la ausencia de los refuerzos prometidos por Alejandro Farnesio, gobernador de los Países Bajos, y la escasa cobertura de las naves españolas que, prisioneras, se consumían en llamas ante el bullicio, carcajadas y algarabía de los sitiadores de islotes cercanos.

No había escapatoria, sólo la propuesta de una rendición honrosa para aquellos bravos Tercios. Sin embargo, el desafiante orgullo español resplandeció como el sol a través de las palabras de Bobadilla: "Los infantes españoles prefieren la muerte a la deshonra. Ya hablaremos de capitulación después de muertos". Honor, honra y dignidad no se echaron de menos en el eco de una arenga que, como no podía ser de otra manera, incendió la ira de un adversario al acecho.

Ante la osada afrenta por respuesta de aquel capitán de los Tercios, el almirante Holak buscó su venganza en la alianza con el medio físico y, así, se valió de las aguas del Mosa y su discurrir por un canal más elevado que el terreno ocupado por la resistencia hispana. El objetivo, aparentemente de poca complejidad, consistía en abrir una gran brecha en el dique y hacer que sus aguas estancas se vertieran sobre la posición española en un intento de anegarla para definitivamente hundir las pocas expectativas de supervivencia de los nuestros y, así, provocar su muerte o rendición.

Afortunadamente, quedaba el pequeño montículo de Empel, un último halo de esperanza y, presumiblemente, la última tabla de salvación de aquellos curtidos y bregados soldados.

Fue entonces cuando un infante del Tercio, que paradójicamente cavaba una trinchera para el descanso eterno de su alma, halló en el barro una pequeña tablilla flamenca con una imagen policromada de la Inmaculada Concepción. Aquel inesperado hallazgo y la intención de buscar el merecido descanso eterno para su cuerpo y el del resto de compañeros iban a propiciar nuevos impulsos vitales a la continuidad de un combate que, no exento de épica, abriría el camino de la sempiterna gloria.

Los gritos del sorprendido soldado alertaron a sus compañeros que, colocando el cuadro sobre la bandera española, se arrodillaron ante un improvisado altar para rezar la Salve a aquella Virgen cubierta de lodo. ¡Salve, Virgen Inmaculada! 

Todos lo interpretaron como una señal divina pero, especialmente, Francisco Arias de Bobadilla, que no tardó en urgir a sus hombres al abordaje nocturno de casi un centenar de naves enemigas amarradas en la isla: "¡Soldados! ¡El hambre y el frío nos llevan a la derrota, pero la Virgen Inmaculada viene a salvarnos!". Del desafío se iba a pasar al contraataque de unos hombres reforzados en espíritu y moral de combate, invencibles, sabedores del rescate in extremis de aquella bienvenida alianza mariana.

A última hora de esa misma tarde, un viento frío arreció y heló las aguas de los ríos. Desde aquella ubicación tan desoladora, en la madrugada del 8 de diciembre, los españoles avanzaron por el inesperado camino de hielo al amparo de la oscuridad y con la inestimable guía de aquella tabla de salvación, la de la benefactora y protectora Inmaculada Concepción.

El ataque por sorpresa de los españoles les condujo a una inenarrable victoria sobre un Holak que pronunció las siguientes palabras: "Tal parece que Dios es español al obrar, para mí, tan gran milagro". Los diablos parecían haber abandonado el Infierno para, con presteza y gran definición, dar un tremendo golpe de efecto.

Se había producido el milagro y los barcos protestantes se hacían a la mar levantando el asedio a la Isla de Bommel entre profundas oraciones y atronadores gritos de aquellos bienaventurados infantes españoles que, embravecidos por el súbito cambio de escenario, habían logrado esquivar la invitación cursada por la Muerte.