¿Murió o no murió la Virgen? Hacia el siglo VI, la Iglesia oriental celebraba la Dormición de Santa María. En la centuria siguiente también en Roma se denominaba así lo que luego fue Ascensión o Tránsito.

Cuando en 1950 definió el dogma de la Asunción, Pío XII no quiso zanjar el debate. Proclamó que fue asunta a los cielos “cumplido el curso de su vida terrena”, sin decidir si el hecho de ser concebida sin pecado original implicaba asimismo escapar a una de las consecuencias de la caída de Adán: la muerte.

Pueden pues seguir discutiéndolo los teólogos, concordes sin embargo en lo que ya proclamó San Juan Damasceno: “Tu cuerpo no sufrió corrupción. Inmaculado y limpio de toda mancha, no fue abandonado a la tierra, sino que fuiste trasladada a las reales mansiones del Cielo”.


Esa escena se representa cada año en Elche el 14 y 15 de agosto, con tanta fidelidad a sus orígenes medievales que la Unesco lo declaró en 2001 obra maestra del Patrimonio de la Humanidad oral e inmaterial.
Los reconocimientos oficiales a esta tradición ilicitana parten, curiosamente, de un momento álgido de la irreligión en España: fue la Segunda República, el 15 de septiembre de 1931, quien le dio carácter de Monumento Nacional. Aunque el 20 de febrero de 1936 el rencor frentepopulista incendió la iglesia del prodigio.

Existe constancia documental de la celebración del Misteri desde mediados del siglo XVI. La fecha precisa que le dio origen es incierta, aunque muchos la sitúan en el 29 de diciembre de 1370.

Francesc Cantó acudió a cumplir su guardia en la playa de Tamarit, en previsión de los frecuentes asaltos costeros de los piratas argelinos. Desde su puesto de vigía en la Torre del Pinet, hoy Castillo de Santa Pola, vio cómo el mar acercaba a la costa, hasta vararla en la arena, un arca misteriosa.

No tenía cerradura ni encaje por donde abrirla, pero sí una inscripción: Soc pera Elig, “Soy para Elche”. Allí acudió el buen soldado para dar aviso a las autoridades. Escuchado su relato, el procurador general, Francisco Miró, y el vicario de la ciudad, mosén Juan de Mena, ordenaron abrir el cofre.

Dentro encontraron una imagen de Nuestra Señora, vestida con pobreza, y el auto sacro que todavía hoy se canta e interpreta en la basílica de Santa María, sustancialmente idéntico a partir del siglo XVII.
Es el Consueta o libreto de la Festa, una pieza en valenciano con algunas partes en latín, breve en sus 259 versos de distinta métrica y rima, cuya audición conmovedora esos dos días del año constituye un espectáculo visual único (ver abajo el vídeo completo).


Nadie que asista a él olvida la voz inocente de los niños de la Escolanía del Misterio cantando a la Virgen su melodía dulce y sencilla. Aunque es la tramoya que pende de la cúpula del templo, y que permite el ascenso y descenso de los personajes, lo que ha dado fama mundial al acto, por su emoción y lucimiento.

Son tres aparatos: la Mangrana o Granada, una especie de esfera de pétalos que se abren y permiten alojar a uno de los pequeños actores y mostrarlo en el momento escénico preciso; la Rescélica o Araceli, impresionante retablo humano; y la Coronación o Trinidad, el artefacto más específico del Misteri respecto a los que eran comunes en el teatro popular medieval.

Todos ellos, de hierro, subidos o bajados mediante maromas forradas de tela azul que penden de un entramado de vigas y poleas. Brazos expertos los manejan con precisión para dar tiempo a quienes en ellos viajan a entonar sus estrofas completas.

Es la única obra íntegramente cantada de nuestro primitivo drama lírico, que algunos consideran precursora de la ópera moderna, máxime tras la incorporación en el siglo XVI de unos arreglos polifónicos que resaltaron la belleza de la composición primitiva.

“El gran secreto del arrollador dinamismo del Misterio de Elche se cifra en la abolición de barreras con que se nos ofrece. Nada separa aquí el escenario del público. Nada, el drama, de los oficios religiosos; nada, el cielo de la tierra ni la anécdota doméstica de la crisis sobrenatural. El presbiterio se ha vuelto nave; el altar, alcoba. El templo es calle, y la calle templo”: son palabras de Eugenio d’Ors, uno de los grandes apologistas de esta maravilla escénica.

La crean voces de tiple para los niños que hacen de la Virgen y de los ángeles; o de tenor, bajo y contralto para San Juan, San Pedro, Santiago o Santo Tomás. Y a los solistas se suman los coros de las marías (María Salomé y María Cleofás) y los de los apóstoles.

Por cierto: en el Misteri, la Virgen muere. En un sobrecogedor momento previo a la Asunción, en el foso de la tarima se intercambia al niño que la representa viva por la imagen de la Patrona yacente.

Si el sensus fidei del pueblo cristiano es, como dicen, lugar teológico, y si fue lo Alto quien guió el arca entre las olas hasta besar la orilla levantina… entonces en Elche encontramos resuelta la única incógnita que dejó abierta el Papa hace sesenta y cuatro años.

«He asistido en Delfos a unas representaciones de las tragedias de Esquilo. En Weimar, una ejecución íntegra del Fausto me retuvo dos jornadas. También estaba, en el castillo de Leopoldskron, entre los invitados de Reinhardt, para su ensayo general perfecto de El enfermo imaginario, a estilo exactamente de la corte de Luis XIV. En el mismo Salzburgo, presencié la presentación del Jedermann; y en París, las de los primeros bailes rusos; y en Venecia, Campo Trovasso, la de El mercader de Venecia.

»Y he oído la Tetralogía de Wagner; la voz de oro de Sara Bernhardt; el monólogo de Hamlet en boca de Ermette Zacconi; el falsete de Mefisto, en boca de Max Pellenberg; las arias de Rossini en la de Conchita Supervia; los estilizados gemidos de Sada Yako, cuando su amante caballero se abría el vientre; la Capilla Rusa y el Barrabás flamenco.

»Jamás, empero, en lo que lleva mi historia de espectador y oyente en teatro, he experimentado una emoción tan profunda como presenciando en el Templo de Santa María de Elche, su Misterio