El mito de la Edad Media como un periodo oscuro para la razón y la ciencia forma parte de la ideología ambiente, que desacredita así a la fe católica, inspiradora absoluta de esos mil años de historia occidental. Solo a raíz de la Modernidad, liberada de ese lastre, los avances científicos se habrían disparado hasta su realidad actual.

Dos curvas útiles

El mito podría expresarse muy bien en esta curva exponencial:

La curva presenta en el eje vertical la producción científica, y en el eje horizontal la línea de tiempo. Tom Gilson, apologista cristiano, propone en The Stream esta representación idealizada de la historia de la ciencia entre el año 500 y el año 2000. Conforme a la creencia anti-medieval, ofrecería un avance prácticamente nulo durante mil años, para empezar a remontar en el siglo que enmarcan dos figuras como Leonardo Da Vinci y Galileo Galilei, y despertar definitivamente a partir del siglo XVII, tanto más cuanto más la cultura se va despegando de la religión.

Pero, ¿qué pasaría si esta visión hacia atrás del crecimiento exponencial de la investigación científica en la historia lo hiciésemos, no en el año 2000, sino en el año 1600, es decir, en los albores de ese periodo de "luces" en el que la humanidad habría empezado a desperezarse de la siesta medieval? La curva se presentaría entonces así:

Es decir: veríamos el despegue de la ciencia en torno al siglo XIII, considerada la centuria más esplendorosa de la Edad Media.

Error de perspectiva al mirar atrás con presunción

Estas dos curvas no demuestran nada por sí mismas, porque parten de un presupuesto irreal: en la Historia las cosas no suceden conforme a leyes matemáticas sino, normalmente, a impulsos de personas. Y tampoco existe una forma totalmente satisfactoria de cuantificar y medir los avances científicos en unidades mensurables y estandarizables.

Pero sí son útiles para visualizar lo que quiere transmitir Tom Gilson con ellas: el error de perspectiva del envanecido hombre moderno, que mira con desprecio aquellos mil años. Pues, asumiendo que el progreso científico sigue una pauta de crecimiento acelerado -lo que parece intuitivamente cierto, aunque no solo una curva exponencial serviría para representar el fenómeno-, el momento desde el cual se mira hacia atrás distorsiona nuestra percepción del pasado. Es decir: mirando desde el año 2000, apenas se detectan avances durante unos siglos que, mirados desde el año 1600, parecen incluso florecientes.

¡Y lo fueron!

Edad Media, edad luminosa

Se encarga de demostrarlo, no ya con curvas idealizadas sino con la historia real, un libro de reciente aparición en inglés que rompe moldes desde el título: The light ages, unos "Tiempos de luz" que no serían, como quiere la denominación oficial, los del Siglo de las Luces, pues el texto aborda, como subraya el subtítulo, "la sorprendente historia de la ciencia medieval".

Esta obra es, según Tom Holland, autor de Dominio, "lectura obligada para cualquiera que piense que la Edad Media fue una época oscura".

The light ages, en sus ediciones para Estados Unidos (izquierda) y Europa y la Commonwealth (derecha).

Su autor, Seb Falk, es historiador (y también licenciado en Filología Hispánica) por la Universidad de Oxford, y profesor de Historia de la Edad Media y de Historia de la Ciencia en la Universidad de Cambridge, ciudad donde vive con su esposa y sus dos hijos. Además es aventurero activo que lleva a cabo escaladas y navegaciones utilizando solo técnicas antiguas de orientación.

Seb Falk, con un antiguo astrolabio en las manos. Foto: Jason Bye.

Una de las especialidades -teóricas y prácticas- del profesor Falk es la historia del astrolabio, y precisamente el hilo conductor de The light eyes es la vida de un monje benedictino inglés, John de Westwyk (c. 1350-c. 1400), experto en el equatorium, un instrumento similar que calcula la posición según los planetas, no según las estrellas.

Un genio enmarcado en una tradición

Westwyk nació en una mansión cerca de la abadía de St Albans, la mayor de Inglaterra. En ella fue educado y profesó como monje, y se cree que allí murió. En 1383 fue movilizado para la cruzada promovida en Flandes por el obispo de Norwich, Enrique le Despenser, contra el antipapa Clemente VII

Pero lo reseñable de su vida es su prodigiosa capacidad de estudio e investigación de las leyes de la naturaleza y en particular del movimiento de los astros.

En 1955, Derek Price descubrió en Peterhouse, el más antiguo de los colleges de Cambridge, un manuscrito titulado El equatorium de los planetas con una completa explicación sobre dicho aparato. Inicialmente el texto se atribuyó a Geoffrey Chaucer, el autor de Los cuentos de Canterbury, atribución no descabellada porque aparecía su nombre en un margen y porque el gran poeta había escrito un librito sencillo sobre el astrolabio.

No fue hasta 2014 cuando la investigadora noruega Karie Anne Rand pudo corregir el error comparando la letra de ese manuscrito con uno ciertamente atribuible a Westwyk, a quien quedó asignada definitivamente la autoría de la obra.

El equatorium era un instrumento menos frecuente y más complejo que el astrolabio. Foto: Equatorium francés de finales del siglo XV. Museo de Historia de la Ciencia de Oxford.

Tirando del hilo de ese manuscrito y de las anotaciones al margen del propio monje, Falk muestra una panorámica del pensamiento científico de aquella época, basado en la razón y en la experimentación, no en el curanderismo ni la superstición, como pretende la leyenda negra antimedieval.

Conocemos sus técnicas médicas porque él vivió en el campo de batalla las infecciones y la disentería, abordados con las terapéuticas al alcance de los médicos de entonces. Conocemos sus sistemas de navegación con el pretexto de que el ejército al que Westwyk acompañó tuvo que cruzar el Canal de la Mancha para lanzarse al asalto de Ypres (hoy Bélgica). Y nos introducimos -Westwyk fue alumno en Oxford- en el mundo de las universidades europeas en la Edad Media, sedes del conocimiento donde se calcula que en tres siglos se formaron más de un millón de jóvenes.

Cálculos de asombrosa precisión

Pero, sobre todo, el autor de The light ages detalla los cálculos astronómicos de Westwyk y sus instrucciones para el uso del astrolabio y del equatorium, el cual era prácticamente como una calculadora que permitía determinar la posición de los planetas, así como la fecha y la hora.

Este benedictino desarrolló métodos de cálculo sencillo para enfrentarse a sumas y restas hasta una cifra de 9.999 y a divisiones complejas que permitían operar con millonésimas partes del círculo. Así podía determinar la deriva infinitesimal de las constelaciones en sus recorridos celestiales observables, causada por su diferente distancia a la tierra, en periodos de decenas de miles de años.

Abiertos al cualquier saber

Pensar que personas acostumbradas a esta complejidad analítica, a esta precisión y a este respeto por los datos empíricos y a su análisis riguroso iban a creer que la Tierra era plana cuando había evidencias de lo contrario o a rasgarse las vestiduras si alguien justificaba el paradigma heliocéntrico frente al geocéntrico es desconocer la Historia tal como sucedió en realidad.

Johannes de Sacrobosco (recuerda Falk en un reciente artículo en el Time)  escribió en 1230 un tratado titulado La esfera donde sostenía el carácter esférico de la tierra y calculaba con bastante precisión su distancia al Sol. Su aportación fue debatida con entusiasmo en las universidades medievales, que nacían precisamente en esa época, más de doscientos años antes de Nicolás Copérnico y más de cuatrocientos antes de Galileo.

Los pensadores medievales eran abiertos a ideas viejas y nuevas, y copiaron y tradujeron sistemáticamente cuantas obras de valor conocieron procedentes de Grecia, Arabia o Persia. Falk señala además en el libro "la irresistible tendencia de los medievales a rediseñar, mejorar y actualizar la tecnología".

La ciencia, patrimonio monacal

Porque, más allá de las genialidades personales de Westwyk, lo relevante es que su trabajo se enmarcaba en una tradición. Sin ir más lejos, Richard de Wallingford, un antiguo abad de St Albans, había inventado a principios del siglo XIV el reloj astronómico más avanzado del mundo, instalado en una plataforma erigida en la abadía. Y todo esto, señala Falk, porque consideraban que "el estudio del mundo, esto es, de todo el cosmos creado, era un camino para la sabiduría moral y espiritual". Ni se les pasaba por la cabeza que ser monje pudiese ser incompatible con ser científico.

En Time, Seb Falk remata ese punto: "Contrariamente al mito popular, la Iglesia era el mayor apoyo de la ciencia. No es difícil entender por qué: el objetivo de los cristianos devotos era acercarse a Dios; y la clave del plan divino, decían los teólogos, estaba escrita en dos libros: el libro de la Escritura y el libro de la Naturaleza. En otras palabras, para comprender la mente de Dios tenían que estudiar Su Creación tanto como la Biblia. Y donde la experiencia contradecía a la Escritura, los estudiosos cristianos no vieron la necesidad de interpretar literalmente las descripciones bíblicas. Muchos de los mayores nombres de la ciencia medieval era monjes y frailes, y algunos como Robert Grosseteste y Thomas Bradwardine fueron obispos e incluso arzobispos".

The light ages no es un libro para justificar a la Iglesia, pero sí para defender a una Edad Media que fue vivificada por la Iglesia. Al concluir el estudio, escribe el comentarista del Wall Street Journal, "ni los lectores antes más indiferentes volverán a usar la palabra 'medieval' como un insulto".

Publicado en ReL el 30 de noviembre de 2020.