Por Nicolás Vidal Quadras

 

Me sorprende estar en la calle y ver cómo personas mayores o, dicho de otra forma, “abuelitos”, van caminando cogidos de la mano, proyectando, con esta imagen, su larga e intensa vida juntos, llena de obstáculos y dificultades, afrontadas todas ellas con éxito o, al menos, sin que estas hayan provocado una desunión en su relación. Esta situación es, cuanto menos, satisfactoria. No es fácil estar 50 años con una misma persona, al mismo tiempo que uno va soportando todos los problemas y dificultades que viste la vida misma, así como el mero hecho de ser “humano”.

 Por otra parte, observo a las personas de mi entorno y, cómo, a muchos de ellos, especialmente jóvenes, les incomoda el hecho de pensar en una vida entera junto a otra persona y de que esto conlleve, de manera automática, un esfuerzo por ambas partes para mantener dicha relación de forma sana y estable. Debo decir que en esta última aserción me he equivocado: a mí también me produce cierta inquietud pensar en esas cosas…

 Me pregunto por qué este discurso está tan extendido en los tiempos actuales. Todo lo que conlleva esfuerzo, responsabilidad y compromiso, está, en muchas ocasiones, mal visto. De hecho, al principio, cuando he comentado la sensación que me producía ver a personas ancianas cogidas de la mano lo he calificado como “sorprendente”, como si este suceso fuera algo inusual que ocurre en unas personas concretas y determinadas. Lo cierto es que no me he ido muy lejos con esta última frase. Cada día se producen más divorcios y menos personas son capaces de cultivar una relación de amor.

 Cuando me reúno o salgo de fiesta con mis amigos, y hablamos de estos temas concretos, solemos aplaudir al que consigue “ligar y ya está”, al que ha conseguido “hacerse a esa tía” que no va a volver a ver. Aunque esto sean bromas y comentarios de “colegas”, es cierto que muchas veces las personas funcionamos así, donde llevarse a una chica a la habitación se convierte y se percibe como un objetivo alcanzado. El sexo se comprende como un fin. Nos olvidamos de que somos personas, no animales. Como bien se ha dicho en muchas ocasiones, el ser humano no es una sustancia, sino, el titular de una sustancia. Desatendemos a las cualidades del ser humano que lo hacen único, y nos empezamos a comportar como meros “seres vivos”, asumiendo como funciones únicas la de apareamiento, reproducción y supervivencia de la especie.

 Nos olvidamos de que el ser humano va más allá de lo propiamente “natural”, puede entablar una relación de amistad y puede formar una familia. La relación que existe entre un padre y un hijo no consiste únicamente en una relación de consanguinidad, sino que es una relación más profunda. En definitiva, somos capaces de entablar relaciones interpersonales, esto es, entre personas.

 Al mismo tiempo, como bien he explicado antes, la idea de entablar una relación responsable con otra persona durante tanto tiempo a veces da un poco de “cringe” (grima), ¿para qué casarme o estar con otra persona si puedo ser libre y disfrutar con la chica que me apetezca? Esta idea de entrega se configura como una falta de libertad y un “hacerse prisionero”, como algo que simplemente no deja a uno disfrutar de la vida. El sexo pasa a ser un ideal y el amor un impedimento.

 En conclusión, siento que se da poco valor a lo que conlleva ser un ser humano, y a lo que nos diferencia de las demás especies vivas. A menudo, rebajamos nuestras cualidades y naturaleza, simplemente por comodidad y conveniencia, porque parece mucho más fácil vivir así. En este sentido muchas veces somos egoístas. Vemos el sexo como un fin, en vez de como un medio. Simplemente hay que recurrir a las fuentes de conocimiento propias del ser humano, como la intuición, para saber que algo va mal, que no está funcionando. De la misma forma que a un padre y a un hijo les une la sangre, pero también “algo más”, el sexo y el amor no pueden estar separados, sino que se complementan.