La valiente, inesperada, sorpresiva y sin precedentes decisión del Papa Benedicto XVI- de finalizar su pontificado mediante renuncia, sin esperar al momento en que sea llamado a rendir cuentas ante aquél de quien todavía es su vicario en la tierra, no pasará por la historia del papado sin tener importantes repercusiones, no me cabe duda al respecto.
 
            La primera de todas será la de que la de la renuncia será, según creo, la regla general a partir de ahora en el final de los papados que nos esperan, una regla que sólo cederá ante la eventualidad de un accidente o de una enfermedad repentina y definitiva. Hoy estamos sabiendo que la práctica totalidad de los pontífices contemporáneos, y muchos que no lo son tanto, sopesaron la posibilidad de abdicar, y si no lo hicieron tal vez tuvo que ver con dos razones: la inexistencia de precedentes claros que no podrá volver a ser invocada pues disponemos ya del más perfecto; y la regulación de la extraña y hasta ahora irregulada situación de sede vacante por renuncia que produce, la cual se va a subsanar con la de Benedicto XVI, allanando así el camino a las nuevas abdicaciones.
 
            Es más, ni siquiera descarto que en este próximo papado o en uno futuro no muy lejano, -porque el próximo no va a ser el último, diga lo que diga el apócrifo Malaquías-, incluso se regule la edad máxima para permanecer en la silla de Pedro, de parecida manera a como Pablo VI reguló la edad máxima tanto para permanecer al frente de una diócesis, como para participar en un cónclave en condición de cardenal elector.
 
            Todo lo cual tendrá una segunda (o tercera) consecuencia implícita: la elección de papas más jóvenes para obtener papados que duren ese período que parece entenderse como ideal de entre diez y veinte años, supuesto que los nuevos obispos de Roma ya no tendrán que esperar a morir para abandonar la silla de Pedro, y que, por el contrario, la abandonarán bastantes años antes de rendir la vida ante el Altísimo.
 
 
            ©L.A.
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