Mucho revuelo ha causado la aparición de un fragmento de papiro en el que junto a la palabra Jesús aparece la palabra “esposa”, que ya está sirviendo a muchos para hablar de la prueba definitiva de que Jesús no era célibe, conclusión que es la contraria de la que con toda claridad cabe extraer de los evangelios canónicos y revelan las palabras salidas de su boca ():
            “Porque hay eunucos que nacieron así del seno materno, y hay eunucos que fueron hechos tales por los hombres, y hay eunucos que se hicieron tales a sí mismos por el Reino de los Cielos. Quien pueda entender, que entienda” (Mt. 19, 12).
 
 

            Pero lo cierto es que el fragmento en liza, del tamaño de una tarjeta de crédito según nos dicen, y con unas decenas de palabras de las cuales la mayoría no legibles, más allá de su dudosa autenticidad, ni siquiera aporta nada, absolutamente nada nuevo a la cuestión, la cual permanece formulada en los mismos términos que lo estaba antes de su aparición. Por lo que no se trata tanto de que el nuevo fragmento no demuestre que Jesús estaba casado, sino de que incluso para los que quieren basar en la papirología su convicción de tal era el estado civil de Jesús, como tal prueba el papiro que traemos a colación es de las flojitas.
 
            Con mucha más entidad y contenido, disponemos desde 1945 de manuscritos mucho más completos, por supuesto no canónicos, que son los que tradicionalmente han inspirado, -con escaso rigor en general- las tramas científicas o novelísticas en las que Jesús aparece como casado.
 
            No desvelo nada nuevo si les digo cuáles son esos textos, que no son ningún secreto.
 
            El primero es el llamado Evangelio de Felipe, en el que leemos:
 
            “La compañera [de Cristo es María] Magdalena. [El Señor amaba a María] más que a [todos] los discípulos y la besó en [la boca repetidas] veces. Los demás [...] le dijeron: “¿Por qué [la quieres] más que a todos nosotros?” El Salvador respondió y les dijo: “¿A qué se debe el que no os quiera a vosotros tanto como a ella?”” (EvFe. 55).
 

            Existe otro texto procedente del mismo hallazgo y por lo tanto con idéntica inspiración gnóstica, expresamente dedicado a la figura de una María que se identifica fácilmente con la Magdalena aunque el texto no le dé jamás el apelativo, del que se conocen dos fragmentos, uno copto y otro griego. Hablamos del Evangelio de María. En él leemos como cuando la tal María, informa a los apóstoles de que Jesús ha resucitado, encuentra la incomprensión de Pedro, quien la increpa y le objeta que no tiene sentido que Jesús se haya manifestado a una mujer sin haberlo hecho antes a ellos. Semejante agresión no queda sin respuesta, la cual proviene del mismo colegio de apóstoles:
 
            “Entonces Leví [el apóstol Mateo] habló y dijo a Pedro: “Pedro, siempre fuiste impulsivo. Ahora te veo ejercitándote contra una mujer como si fuese un adversario. Sin embargo, si el Salvador la hizo digna ¿quién eres tú para rechazarla? Bien cierto es que el Salvador la conoce perfectamente, por eso la amó más que a nosotros”” (EvMg. 18).
 
            El fragmento griego del mismo, relatando la misma escena, pone en boca de Leví estas palabras algo diferentes:
 
“El [Jesús] al verla [a Magdalena] la ha amado sin duda”
 
            A ellos cabe añadir un tercero, el Evangelio de Tomás, de antiquísima datación, tanto que según algunos autores sería incluso anterior a los canónicos, cuyo último logión también se refiere a María (una vez más a secas, sin el apelativo Magdalena), y en la misma línea de irremediable enfrentamiento a Pedro que relata el Evangelio de María, relata el siguiente episodio:
 
            “Simón Pedro les dijo: “Que se aleje Mariham de nosotros, pues las mujeres no son dignas de la vida” Dijo Jesús: “Mira, yo me encargaré de hacerla macho, de manera que también ella se convierta en un espíritu viviente, idéntico a vosotros los hombres; pues toda mujer que se haga varón, entrará en el reino de los cielos” (EvTo. 114).
 
            Un libro que contiene aún otra referencia, la más explícita quizás de las que conocemos por lo que a la relación de Jesús con las mujeres concierne, que es la siguiente, aunque no tenga que ver precisamente con la Magdalena:
 
            “Dijo Jesús: “Dos reposarán en un mismo lecho: el uno morirá, el otro vivirá”. Dijo Salomé: “Quien eres tú, hombre, y de quién? Te has subido a mi lecho y has comido en mi mesa”. Díjole Jesús: “Yo soy el que procede de quien me es idéntico; he sido hecho partícipe de los atributos de mi Padre”. Salomé dijo: “Yo soy tu discípula”” (EvTom. 61).
 
            Los tres libros en cuestión no son sino algunos de los muchos que, procedentes del gigantesco hallazgo de la Biblioteca del Nag Hammadi en 1945, fueron escritos por los miembros de la primera herejía importante del cristianismo, el gnosticismo, herejía con un predicamento, justo es reconocerlo, limitado, y que si bien ha impregnado algunas de las herejías posteriores, el catarismo entre otras pero no sólo, no ha conocido una expansión importante en ningún momento de la historia.
 
            Una correcta interpretación de estos libros exige colocar en su adecuado contexto las teorías gnósticas, en las que a imagen de las teorías platónicas, el cuerpo es algo denigrante, la prisión de la que el alma quiere escapar, y en las que el amor es cualquier cosa menos carnal, hasta el punto de que en algunas de las manifestaciones gnósticas más extremas de las muchas que se producen a lo largo de la historia, el acto sexual es repugnante, y los niños la peor de sus producciones. Unas teorías que, por lo que hace a Jesús, nos lo retratan a menudo etéreo, incluso sin masa, carente de materia. Un Jesús en el que las relaciones carnales no es que, como en los evangelios, no se produzcan, sino que incluso carecen de sentido.
 
            A estos efectos, y sin salir del propio Evangelio de Felipe, es muy interesante conocer la idea que del amor tiene su autor:
 
            “Los perfectos son fecundados por un beso y engendran. Por eso nos besamos nosotros también unos a otros y recibimos la fecundación por la gracia” (EvFe. 31).
 
            Una idea que permite a los gnósticos comparar el amor que Jesús tiene por sus discípulos con el que tiene por María en términos de mera intensidad, no necesariamente porque adopte formas carnales o tenga consecuencias diferentes.
 
 
            ©L.A.
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