A leer una catequesis del Papa sobre la oración el 7 de marzo último, me ha venido a la cabeza aquella expresión  anecdótica  del Rey D. Juan Carlos dirigidas al Presidente de Venezuela: ¿Por qué no te callas? Y es que Benedicto XVI habla del silencio como condición de una buena oración.

En una serie de catequesis precedentes he hablado sobre la oración de Jesús y no quisiera concluir esta reflexión, sin detenerme brevemente sobre el tema del silencio de Jesús, tan importante en la relación con Dios.

La cruz de Cristo no sólo muestra el silencio de Jesús como su última palabra al Padre, sino que también revela que Dios habla a través del silencio: “El silencio de Dios, la experiencia de la lejanía del Omnipotente y Padre es la etapa decisiva en el camino terreno del Hijo de Dios, la Palabra encarnada. Colgado en la cruz, se ha lamentado por el dolor causado por este silencio: ´Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?´ (Mc 15, 34, Mt 27, 46). Continuando en la obediencia hasta el último aliento de vida, en la oscuridad de la muerte, Jesús ha invocado al Padre. A Él se ha confiado en el momento del pasaje, a través de la muerte, a la vida eterna: ´Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu´. (Lc 23, 46)” (ib., Verbum Domini, 21). La experiencia de Jesús en la cruz es profundamente reveladora de la situación del hombre que reza y de la culminación de la oración: después de haber escuchado y reconocido la Palabra de Dios, debemos mesurarnos con el silencio de Dios, expresión importante de la misma Palabra divina.

La verdad es que se agradece esta llamada al silencio en un ambiente tan ruidoso como el nuestro. Hablamos sin parar. Los medios de comunicación nos aturden con tanta palabrería. La calle es una máquina de hacer ruidos. Todo se convierte en una máquina de resonancia. Y nos aturdimos, perdemos la armonía interior. No se oye a Dios porque no escuchamos. Pero tampoco nos oímos a nosotros mismos porque no prestamos atención. Oímos mucho, pero no escuchamos.

 Sigue diciendo el Papa:

La dinámica de la palabra y el silencio, que marca la oración de Jesús en toda su vida terrena, sobre todo en la cruz, toca también nuestra vida de oración en dos direcciones.

La primera es la que se refiere a la recepción de la Palabra de Dios. Es necesario el silencio interior y exterior para que esa palabra se pueda escuchar. Y este es particularmente un punto difícil para nosotros en nuestro tiempo. De hecho, la nuestra es una época que no favorece el recogimiento; es más a veces se tiene la impresión de que haya miedo a salirse, aunque sea por un instante, del río de palabras e imágenes que marcan y llenan los días. Por esto en la citada Exhortación Apostólica Verbum Domini, he recordado la necesidad de educarnos sobre el valor del silencio: “Redescubrir la centralidad de la Palabra de Dios en la vida de la Iglesia significa también redescubrir el sentido de paz interior y de meditación. La tradición patrística nos enseña que los misterios de Cristo están engastados al silencio, y sólo en el silencio la Palabra puede encontrar morada en nosotros, como ocurrió en María, inseparablemente mujer de la palabra y el silencio” (n. 21). Este principio de que sin el silencio no se oye, no se escucha, no se recibe una palabra, este principio vale para la oración personal, especialmente, pero también para nuestras liturgias: para facilitar una escucha auténtica, éstas deben también estar llenas de momentos de silencio y de acogida no verbal. Es siempre válida la observación de San Agustín: Verbo crescente, verba deficiunt - “Cuando la Palabra de Dios crece, disminuyen las palabras del hombre” (cf. Sermo 288,5: PL 38,1307, Sermón 120,2 PL 38.677). Los Evangelios presentan a menudo, sobre todo en las decisiones cruciales, a Jesús se que se retira solo en un lugar apartado de las multitudes y de los mismos discípulos para orar en silencio y de excavar un espacio interior en lo profundo de nosotros mismos para hacer que en él habite Dios, para que su palabra quede dentro de nosotros, para que el amor por Él eche raíces en nuestras mentes y en nuestros corazones y anime nuestras vidas. Así pues la primera dirección, es la de volver a aprender el silencio para escuchar, que nos abre a los demás, a la palabra de Dios.

 ¿Qué  decir del silencio de Dios?

Pero hay también una segunda e importante relación del silencio con la oración. De hecho, no hay sólo nuestro silencio para prepararnos a la escuchar la Palabra de Dios; a menudo en nuestras oraciones, nos encontramos con el silencio de Dios, probamos casi una sensación de abandono, nos parece que Dios no escuche y no responda. Pero este silencio de Dios, como pasó con Jesús, no marca su ausencia. El cristiano sabe bien que el Señor está presente y escucha, incluso en la oscuridad del dolor, del rechazo, y de la soledad. Jesús tranquiliza a los discípulos y a cada uno de nosotros de que Dios conoce bien nuestras necesidades en cualquier momento de nuestras vidas. Él enseña a sus discípulos: “Cuando recéis, no habléis mucho, como hacen los paganos: ellos creen que por mucho hablar serán escuchados. No hagáis como ellos, porque el Padre que está en el cielo sabe bien qué es lo que os hace falta, antes de que lo pidáis”. (Mt 6, 7-8). Un corazón atento, silencioso, abierto, es más importante que muchas palabras. Dios nos conoce por dentro, más que nosotros mismos, y nos ama: saber esto debería ser suficiente. En la Biblia la experiencia Job es particularmente significativa al respecto. Este hombre, en poco tiempo, pierde todo: familiares, bienes, amigos, salud; pare que la conducta de Dios hacia él sea el abandono, el silencio total. Y sin embargo, Job, en su relación con Dios, habla con Dios, clama hacia Dios en su oración. A pesar de todo, conserva intacta su fe y al final descubre el valor de su experiencia y del silencio de Dios.

De este modo, al final, dirigiéndose al Creador, puede concluir: “Yo te conocía sólo de oídas, pero ahora te han visto mis ojos”. (Jb 42, 5).

Casi todos nosotros conocemos a Dios sólo de oídas y cuán más abiertos estamos a su silencio y a nuestro silencio, más empezamos a conocerlo realmente.

Esta extrema confianza que se abre al encuentro profundo con Dios ha madurado en el silencio. San Francisco Javier rezaba diciendo al Señor: yo te amo, no porque puedes darme el cielo o condenarme al infierno, sino porque eres mi Dios. Te amo porque Tú eres Tú.

                Que bonitas y profundas palabras para repetirlas estos días de Pasión: Señor, yo te amo porque Tú eres Tú. Y nada más. En el silencio del alma escucharemos la respuesta del Señor: Y yo te amo porque tú soy Yo. ¿Por qué no nos callamos un tiempo para darle la Palabra a Dios? 
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La oración de un niño:

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