Religión en Libertad

Texto íntegro de todos los discursos del Papa en Turquía, su primer viaje apostólico

La visita estuvo marcada por el acto celebrado en Nicea para conmemorar el 1700º aniversario del Concilio.

El encuentro ecuménico en Nicea, ante las ruinas de la antigua basílica de San Neófito, fue el motivo principal del viaje del Papa a Turquía.

El encuentro ecuménico en Nicea, ante las ruinas de la antigua basílica de San Neófito, fue el motivo principal del viaje del Papa a Turquía.Vatican Media.

Redacción REL
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A continuación reproducimos en su integridad el texto de los nueve discursos pronunciados por León XIV en su viaje apostólico a Turquía, el primero de su pontificado, entre los días 27 y 30 de noviembre de 2025.

1/9 - Discurso a las autoridades, representantes de la sociedad civil y cuerpo diplomático - Jueves 27 de noviembre de 2025 - Palacio Presidencial de Ankara

Señor Presidente, distinguidas autoridades y miembros del  cuerpo Diplomático, señoras y señores:

Muchas gracias por su amable acogida. Me complace comenzar los viajes apostólicos de mi pontificado en su país, ya que esta tierra está indisolublemente ligada a los orígenes del cristianismo y hoy llama a los hijos de Abraham y a toda la humanidad a una fraternidad que reconoce y aprecia las diferencias.

La belleza natural de su país nos exhorta a custodiar la creación de Dios. Más aún, la riqueza cultural, artística y espiritual de los lugares en que viven nos recuerda que en el encuentro entre generaciones, tradiciones e ideas diferentes se forman las grandes civilizaciones, en las que el desarrollo y la sabiduría se van construyendo en unidad. Es cierto, nuestro mundo tiene a sus espaldas siglos de conflictos y a nuestro alrededor sigue desestabilizado por ambiciones y decisiones que pisotean la justicia y la paz. Sin embargo, ante los retos que se nos plantean, ser un pueblo con un gran pasado representa un don y una responsabilidad.

La imagen del puente sobre el estrecho de los Dardanelos, elegida como emblema de mi viaje, expresa eficazmente el papel especial de su país. Ustedes ocupan un lugar importante en el presente y en el futuro del Mediterráneo y del mundo entero, sobre todo valorizando sus diversidades internas. Antes de conectar Asia y Europa, Oriente y Occidente, ese puente une a Türkiye consigo misma, compone sus partes y la convierte, por así decirlo, desde dentro, en una encrucijada de sensibilidades, cuya homogeneización representaría un empobrecimiento. De hecho, una sociedad está viva si es plural: son los puentes entre sus diferentes almas los que la convierten en una sociedad civil. Hoy en día, las comunidades humanas están cada vez más polarizadas y desgarradas por posiciones extremas que las fragmentan.

Deseo asegurarles que también los cristianos, que son y se sienten parte de la identidad turca, tan apreciada por san Juan XXIII, a quien ustedes recuerdan como el “Papa turco” por la profunda amistad que siempre lo unió a su pueblo, quieren contribuir positivamente a la unidad de su país. Él, que fue Administrador del Vicariato Latino de Estambul y Delegado Apostólico en Türkiye y Grecia desde 1935 hasta 1945, se esforzó intensamente para que los católicos no se autoexcluyeran de la construcción de su nueva República. «He aquí —escribía en aquellos años— que nosotros, los católicos latinos de Estambul y los católicos de otros ritos: armenio, griego, caldeo, sirio, etc., somos aquí una modesta minoría que vive en la superficie de un vasto mundo con el que sólo tenemos relaciones superficiales. Nos gusta distinguirnos de quienes no profesan nuestra fe: hermanos ortodoxos, protestantes, israelitas, musulmanes, creyentes o no creyentes de otras religiones [...]. Parece lógico que cada uno se ocupe de sí mismo, de su tradición familiar y nacional, manteniéndose dentro del círculo limitado de su propia comunidad. [...] Mis queridos hermanos e hijos: debo decirles que, a la luz del Evangelio y del principio católico, esta es una lógica falsa». Desde entonces, sin duda, se han dado grandes pasos adelante en el seno de la Iglesia y en su sociedad, pero esas palabras siguen irradiando mucha luz y continúan inspirando una lógica evangélica y más verdadera, que el Papa Francisco ha definido como “cultura del encuentro”.

Desde el corazón del Mediterráneo, de hecho, mi venerado predecesor se opuso a la “globalización de la indiferencia” con la invitación a sentir el dolor ajeno, a escuchar el grito de los pobres y de la tierra, inspirando así una acción compasiva, reflejo del único Dios, que es clemente y misericordioso, «lento para enojarse y de gran misericordia» (Sal 103,8). La imagen del gran puente también ayuda en este sentido. Dios, al revelarse, estableció un puente entre el cielo y la tierra; lo hizo para que nuestro corazón cambiara, haciéndose semejante al suyo. Es un puente colgante, grandioso, que casi desafía las leyes de la física: así es el amor, que, además de la dimensión íntima y privada, posee también una dimensión visible y pública.

La justicia y la misericordia desafían la ley de la fuerza y se atreven a pedir que la compasión y la solidaridad sean consideradas criterios de desarrollo. Por eso, en una sociedad como la turca, donde la religión tiene un papel visible, es fundamental honrar la dignidad y la libertad de todos los hijos de Dios: hombres y mujeres, compatriotas y extranjeros, pobres y ricos. Todos somos hijos de Dios y esto tiene consecuencias personales, sociales y políticas. Quien tiene un corazón dócil a la voluntad de Dios siempre promoverá el bien común y el respeto por todos. En la actualidad, esto supone un gran desafío, que debe remodelar las políticas locales y las relaciones internacionales, especialmente ante una evolución tecnológica que, de otro modo, podría acentuar las injusticias, en lugar de contribuir a disiparlas. De hecho, incluso las inteligencias artificiales reproducen nuestras preferencias y aceleran los procesos que, a fin de cuentas, no son las máquinas, sino la humanidad quien los ha emprendido. Trabajemos juntos, pues, para modificar la trayectoria del desarrollo y para reparar los daños ya infligidos a la unidad de la familia humana.

Señoras y señores, he hablado de “familia humana”. Se trata de una metáfora que nos invita a establecer un vínculo —una vez más, un puente— entre los destinos de todos y la experiencia de cada uno. Para cada uno de nosotros, de hecho, la familia ha sido el primer núcleo de la vida social, en el que hacemos experiencia de que sin el otro no hay “yo”. Más que en otros países, la familia conserva una gran importancia en la cultura turca y no faltan iniciativas para apoyar su centralidad. En su seno, de hecho, maduran actitudes esenciales para la convivencia civil y una primera y fundamental sensibilidad hacia el bien común. Ciertamente, cada familia puede también cerrarse en sí misma, cultivar enemistades o impedir que alguno de sus miembros se exprese, hasta el punto de obstaculizar el desarrollo de sus talentos. Sin embargo, no es desde una cultura individualista, ni desde el desprecio del matrimonio y la fecundidad, desde donde las personas pueden obtener mayores oportunidades de vida y felicidad.

A este engaño de las economías consumistas, en las que la soledad se convierte en negocio, conviene responder con una cultura que valore los afectos y los vínculos. Sólo juntos nos convertimos auténticamente en nosotros mismos. Sólo en el amor se profundiza nuestra interioridad y se fortalece nuestra identidad. Quien desprecia los vínculos fundamentales y no aprende a soportar incluso sus límites y fragilidades, se vuelve más fácilmente intolerante e incapaz de interactuar con un mundo complejo. De hecho, en la vida familiar emergen de modo muy específico el valor del amor conyugal y la aportación femenina. Las mujeres en particular, también a través del estudio y la participación activa en la vida profesional, cultural y política, se ponen cada vez más al servicio del país y de la influencia positiva del mismo en el panorama internacional. Por lo tanto, hay que apreciar mucho las importantes iniciativas en este sentido, en apoyo de la familia y de la contribución femenina al pleno florecimiento de la vida social.

Señor Presidente, que Türkiye sea un factor de estabilidad y acercamiento entre los pueblos, al servicio de una paz justa y duradera. La visita a Türkiye de cuatro Papas —san Pablo VI en 1967, san Juan Pablo II en 1979, Benedicto XVI en 2006 y Francisco en 2014— atestigua que la Santa Sede no sólo mantiene buenas relaciones con la República de Türkiye, sino que desea cooperar en la construcción de un mundo mejor con la aportación de este país, que constituye un puente entre Oriente y Occidente, entre Asia y Europa, y una encrucijada de culturas y religiones. La ocasión misma de este viaje, el 1700 aniversario del Concilio de Nicea, nos habla de encuentro y diálogo, al igual que el hecho de que los ocho primeros concilios ecuménicos se celebraran en las tierras de la actual Türkiye.

Hoy más que nunca se necesitan personas que favorezcan el diálogo y lo practiquen con firme voluntad y paciente tenacidad. Tras la época de construcción de las grandes organizaciones internacionales, que siguió a las tragedias de las dos guerras mundiales, estamos atravesando una fase de fuertes conflictos a nivel global, en la que prevalecen las estrategias de poder económico y militar, alimentando lo que el Papa Francisco llamaba “la tercera guerra mundial a pedazos”. ¡No hay que ceder en modo alguno a esta deriva! Está en juego el futuro de la humanidad. Porque las energías y los recursos absorbidos por esta dinámica destructiva se sustraen a los verdaderos retos que la familia humana debería afrontar unida, es decir, la paz, la lucha contra el hambre y la miseria, la salud, la educación y la salvaguarda de la creación.

La Santa Sede, con su única fuerza, que es la espiritual y moral, desea cooperar con todas las naciones que se preocupan por el desarrollo integral de cada hombre y de todos los hombres y las mujeres. Caminemos juntos, pues, en la verdad y en la amistad, confiando humildemente en la ayuda de Dios. ¡Gracias!

2/9 - Encuentro de oración con los obispos, sacerdotes, diáconos, consagrados, consagradas y operadores pastorales - Viernes, 28 de noviembre de 2025 - Catedral del Espíritu Santo (Estambul)

Excelencias Reverendísimas, queridos sacerdotes, religiosas y religiosos, agentes de pastoral, hermanos y hermanas todos:

Es una gran alegría encontrarme aquí en medio de ustedes. Agradezco al Señor que me concede, en mi primer viaje apostólico, visitar esta “tierra sagrada” que es Türkiye, en la cual la historia de Israel encuentra el cristianismo naciente; el Antiguo y el Nuevo Testamento se abrazan, y se escriben las páginas de numerosos Concilios.

La fe que nos une tiene raíces lejanas. En efecto, obediente a la llamada de Dios, nuestro padre Abraham se pone en camino desde Ur de los caldeos y después, desde la región de Jarán al sur de la actual Türkiye, Abraham partió hacia la Tierra prometida (cf. Gn 12,1). En la plenitud de los tiempos, después de la muerte y resurrección de Jesús, también sus discípulos se dirigieron hacia Anatolia y Antioquía —donde posteriormente fue obispo san Ignacio— y fueron llamados “cristianos” por primera vez (cf. Hch 11,26). Desde esa ciudad, san Pablo inició algunos de sus viajes apostólicos, fundando muchas comunidades. Y es precisamente en la costa de la península de Anatolia, en Éfeso, donde, según algunas fuentes antiguas, habría residido y fallecido el evangelista Juan, discípulo amado del Señor (cf. S. Ireneo, Contra los herejes, III, 3, 4; Eusebio de Cesarea, Historia Eclesiástica V, 24, 3).

Además, recordamos con admiración el gran pasado bizantino, el impulso misionero de la Iglesia de Constantinopla y la difusión del cristianismo en todo el Levante. Aún hoy, en Türkiye viven numerosas comunidades cristianas de rito oriental, como armenios, sirios y caldeos, así como las de rito latino. El Patriarcado Ecuménico sigue siendo un punto de referencia tanto para sus fieles griegos como para los que pertenecen a otras denominaciones ortodoxas.

Queridos hermanos, también ustedes han sido engendrados de la riqueza de esta larga historia. Hoy son ustedes la comunidad llamada a cultivar la semilla de la fe que, desde Abraham, los Apóstoles y los Padres de la Iglesia, nos ha sido transmitida. La historia que nos antecede no es simplemente para recordar y después archivar en un pasado glorioso, mientras observamos resignados cómo la Iglesia católica se ha reducido numéricamente. Al contrario, estamos invitados a adoptar la mirada evangélica, iluminada por el Espíritu Santo.

Y cuando miramos con los ojos de Dios, descubrimos que Él ha escogido el camino de la pequeñez para descender en medio de nosotros. Este es el estilo del Señor que todos estamos llamados a testimoniar; los profetas anunciaron la promesa de Dios acerca de un pequeño germen que brotará (cf. Is 11,1), y Jesús elogia a los pequeños que confían en Él (cf. Mc 10,13-16), afirmando que el Reino de Dios no se impone llamando la atención (cf. Lc 17,20-21), sino que se desarrolla como la más pequeña de todas las semillas plantadas en la tierra (cf. Mc 4,31).

Esta lógica de la pequeñez es la verdadera fuerza de la Iglesia. En efecto, esta fuerza no reside ni en sus recursos ni en sus estructuras, ni los frutos de su misión derivan del consenso numérico, de la potencia económica o de la relevancia social. La Iglesia, al contrario, vive de la luz del Cordero y, reunida en torno a Él, es impulsada por el poder del Espíritu Santo en los caminos del mundo. En esta misión, la Iglesia está llamada a confiar constantemente en la promesa del Señor: «No temas, pequeño Rebaño, porque el Padre de ustedes ha querido darles el Reino» (Lc 12,32). Al respecto, recordemos estas palabras del Papa Francisco: «En una comunidad cristiana donde los fieles, los sacerdotes, los obispos, no toman este camino de la pequeñez, no hay futuro, […] el Reino de Dios brota en lo pequeño, siempre en lo pequeño» (Homilía en Santa Marta, 3 diciembre 2019).

La Iglesia que vive en Türkiye es una pequeña comunidad que, no obstante, permanece fecunda como semilla y levadura del Reino. Por eso, los animo a cultivar una actitud espiritual de esperanza confiada, fundada en la fe y en la unión con Dios. Es necesario, ciertamente, dar testimonio del Evangelio con alegría y mirar hacia el futuro con esperanza. Algunos rasgos de esta esperanza ya están presentes, pidamos entonces al Señor que los sepamos reconocer y cultivar; otros, quizá, tengan que ser expresados por nosotros de manera creativa, perseverando en la fe y en el testimonio.

Entre los signos prometedores más hermosos, me vienen a la mente los muchos jóvenes que tocan a las puertas de la Iglesia católica, trayendo consigo sus preguntas y sus inquietudes. A tal propósito, los exhorto a continuar con el riguroso trabajo pastoral que llevan a cabo. Del mismo modo, los invito a escuchar y acompañar a los jóvenes y también a atender aquellas áreas en las cuales la Iglesia en Türkiye está llamada a trabajar, de modo particular: el diálogo ecuménico e interreligioso, la transmisión de la fe a la población local, y el servicio pastoral a los migrantes y refugiados.

Este último aspecto amerita una reflexión. La presencia tan significativa de los migrantes y refugiados en este país, en efecto, supone para la Iglesia el desafío de acoger y servir a aquellos que se encuentran entre los más vulnerables. Al mismo tiempo, esta Iglesia está formada por extranjeros y, de hecho, muchos de ustedes —sacerdotes, religiosas, agentes de pastoral— proceden de otras tierras; esto requiere de su parte un compromiso especial con la inculturación; que la lengua, los usos y las costumbres de Türkiye se conviertan cada vez más en los suyos. La comunicación del Evangelio pasa, de hecho, por esta inculturación.

No quiero olvidar, además, que en esta tierra se celebraron los primeros ocho concilios ecuménicos. Este año se cumple el 1700 aniversario del Primer Concilio de Nicea, «cimiento en el camino de la Iglesia y de la humanidad entera» (Francisco, Discurso a la Comisión Teológica Internacional, 28 noviembre 2024), un acontecimiento siempre actual que nos plantea algunos retos que me gustaría mencionar.

El primero se trata de la importancia de acoger la esencia de la fe y del ser cristianos. En torno al Símbolo de la fe, la Iglesia de Nicea encontró la unidad (cf. Spes non confundit. Bula de convocación del Jubileo Ordinario del Año 2025, n. 17). Por lo tanto, no se trata sólo de una fórmula doctrinal, sino de la invitación a buscar siempre, incluso dentro de las distintas percepciones, espiritualidades y culturas, la unidad y la esencialidad de la fe cristiana entorno a la centralidad de Cristo y a la Tradición de la Iglesia. Nicea nos invita, aún hoy, a reflexionar sobre esto: ¿quién es Jesús para nosotros?, ¿qué significa, en su núcleo esencial, ser cristianos? El Símbolo de la fe, profesado de modo unánime y común, se vuelve de esta manera criterio para discernir, brújula orientadora, eje sobre el cual deben girar nuestro creer y nuestro actuar. A propósito del nexo entre la fe y las obras, quiero agradecer a las organizaciones internacionales, de modo especial a Caritas Internationalis y a Kirche in Not, por el apoyo a las actividades caritativas de la Iglesia y, sobre todo, por la ayuda prestada a las víctimas del terremoto de 2023.

El segundo desafío consiste en la urgencia de redescubrir en Cristo el rostro de Dios Padre. Nicea afirma la divinidad de Jesús y su igualdad con el Padre. En Jesús, nosotros encontramos el verdadero rostro de Dios y su palabra acerca de la humanidad y de la historia. Esta verdad pone constantemente en crisis nuestras representaciones de Dios cuando no corresponden a lo que Jesús nos ha revelado y nos invita a un constante discernimiento crítico sobre las formas de nuestra fe, de nuestra oración, de nuestra vida pastoral y, en general, de nuestra espiritualidad. Hay, sin embargo, otro desafío, que definiría como un “regreso del arrianismo”, presente en la cultura actual y a veces hasta en los propios creyentes, cuando se ve a Jesús con admiración humana, incluso aún con espíritu religioso, pero sin considerarlo realmente como el Dios vivo y verdadero presente entre nosotros. Su ser Dios, Señor de la historia, viene de esta manera oscurecido y nos limitamos a considerarlo un personaje histórico, un maestro sabio, un profeta que ha luchado por la justicia, pero nada más. Nicea nos lo recuerda: Cristo Jesús no es un personaje del pasado, es el Hijo de Dios presente entre nosotros que guía la historia hacia el futuro que Dios nos ha prometido.

Por último, el tercer desafío, la mediación de la fe y el desarrollo de la doctrina. En un contexto cultural completo, el Símbolo de Nicea logró mediar la esencia de la fe a través de las categorías culturales y filosóficas de la época. No obstante, pocos decenios después, en el primer Concilio de Constantinopla, vemos que se profundizó y amplió, y precisamente gracias a esa profundización de la doctrina se llegó a una nueva fórmula: el Símbolo Niceno-Constantinopolitano, que comúnmente profesamos en nuestras celebraciones dominicales.

En esto aprendemos una gran lección. Siempre es necesario mediar la fe cristiana en los lenguajes y categorías del contexto en el que vivimos, como lo hicieron los Padres en Nicea y en los otros concilios. Al mismo tiempo, debemos distinguir el núcleo de la fe de las fórmulas y formas históricas que lo expresan, las cuales siempre son parciales y provisorias, y pueden cambiar a medida que profundizamos en la doctrina. Recordemos que el nuevo Doctor de la Iglesia, san John Henry Newman, insiste en el desarrollo de la doctrina cristiana, porque no es una idea abstracta y estática, sino que refleja el misterio mismo de Cristo. Se trata, por tanto, del desarrollo interno de un organismo vivo, que saca a la luz y explica mejor el núcleo fundamental de la fe.

Queridos hermanos, antes de saludarlos, quisiera recordarles la figura, para ustedes tan querida, de san Juan XXIII, que ha amado y servido a este pueblo, afirmando: “Me gusta repetir lo que siento en el corazón: Yo amo a los turcos, aprecio las cualidades naturales de este pueblo” (cf. Diario del alma, 234). Y observando desde la ventana de la casa de los jesuitas a los pescadores del Bósforo, trabajando entre las barcas y las redes, escribió: «El espectáculo me emociona. La otra noche, hacia la una, llovía a cántaros, pero los pescadores estaban allí, impávidos en su ruda tarea […] Imitar a los pescadores del Bósforo, trabajar día y noche con las lámparas encendidas, cada uno en su propia barca, a las órdenes de los jefes espirituales: ese es nuestro grave y santo deber» (Diario del alma, 235).

Deseo que sean animados por esta pasión, que conserven la alegría de la fe, trabajando como pescadores intrépidos en la barca del Señor. Que María Santísima, la Theotokos, interceda por ustedes y los cuide. Gracias.

3/9 - Visita a la residencia de ancianos de las Hermanitas de los Pobres en Estambul - Viernes, 28 de noviembre de 2025

Queridas hermanas y queridos hermanos, ¡buenos días!

Agradezco de corazón las palabras de bienvenida de las hermanas y la hospitalidad de todos ustedes que me han mostrado. ¡La hospitalidad es el don de esta casa! Un don que viene de Dios y que las Hermanitas de los Pobres, los trabajadores y los benefactores, así como todos los huéspedes, hacen fructificar en su convivencia cotidiana. ¡Gracias a todos!

Me gustaría compartir con ustedes dos sencillas reflexiones.

La primera se inspira en el nombre de ustedes, queridas hermanas: se llaman “Hermanitas de los Pobres”. Un nombre hermoso, ¡y que da qué pensar! Sí, el Señor no las ha llamado sólo para asistir o ayudar a los pobres. ¡Las ha llamado a ser sus “hermanas”! Como Jesús, a quien el Padre envió no sólo para ayudarnos y servirnos, sino para ser nuestro hermano. Este es el secreto de la caridad cristiana: antes que ser para los demás, se trata de estar con los demás, en un compartir basado en la fraternidad.

La segunda reflexión me la sugieren ustedes, queridos huéspedes de esta casa. Ustedes son adultos mayores. Y esta palabra, “mayor”, hoy corre el riesgo de perder su significado más verdadero: en muchos contextos sociales, donde domina la eficiencia y el materialismo, se ha perdido el sentido del respeto por las personas mayores. En cambio, la Sagrada Escritura y las buenas tradiciones nos enseñan que —como solía repetir el Papa Francisco— los ancianos son la sabiduría de un pueblo, una riqueza para los nietos, para las familias, para toda la sociedad.

Por eso, va un doble agradecimiento a esta casa que, en nombre de la fraternidad, se abre a la acogida de los adultos mayores. Esto, lo sabemos, no es fácil, requiere mucha paciencia y mucha oración. Por eso, ahora roguemos al Señor que los acompañe y los sostenga, e invoco sobre todos ustedes la bendición de Dios.

4/9 - Encuentro ecuménico de oración - Viernes, 28 de noviembre de 2025 - Iznik (Nicea), cerca de las excavaciones arqueológicas de la antigua basílica de San Neófito

Queridos hermanos y hermanas:

En una época dramática en muchos aspectos, en la que las personas se ven sometidas a innumerables amenazas a su propia dignidad, el 1700 aniversario del Primer Concilio de Nicea es una valiosa ocasión para preguntarnos quién es Jesucristo en la vida de las mujeres y los hombres de hoy, quién es para cada uno de nosotros.

Esta pregunta interpela de manera particular a los cristianos, que corren el riesgo de reducir a Jesucristo a una especie de líder carismático o superhombre, una tergiversación que al final conduce a la tristeza y la confusión (cf. Homilía S. Misa “Pro Ecclesia”, 9 mayo 2025). Al negar la divinidad de Cristo, Arrio lo redujo a un simple intermediario entre Dios y los seres humanos, ignorando la realidad de la Encarnación, de modo que lo divino y lo humano quedaron irremediablemente separados. Pero si Dios no se hizo hombre, ¿cómo pueden los mortales participar de su vida inmortal? Esto estaba en juego en Nicea y está en juego hoy: la fe en el Dios que, en Jesucristo, se hizo como nosotros para hacernos llegar «a participar de la naturaleza divina» (2 P 1,4; cf. S. Ireneo, Adversus haereses, 3, 19; S. Atanasio, De Incarnatione, 54, 3).

Esta confesión de fe cristológica es de fundamental importancia en el camino que los cristianos están recorriendo hacia la plena comunión: de hecho, es compartida por todas las Iglesias y comunidades cristianas del mundo, incluidas aquellas que, por diversas razones, no utilizan el Credo Niceno-Constantinopolitano en sus liturgias. En efecto, la fe «en un solo Señor, Jesucristo, Hijo único de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos [...] de la misma naturaleza del Padre» (Credo Niceno) es un vínculo profundo que ya une a todos los cristianos. En este sentido, citando a san Agustín, también en el ámbito ecuménico podemos decir que “aunque somos muchos cristianos, en el único Cristo somos uno” (cf. Comentario al Salmo 127). Partiendo de la conciencia de que ya estamos unidos por este profundo vínculo, a través de un camino de adhesión cada vez más total a la Palabra de Dios revelada en Jesucristo y bajo la guía del Espíritu Santo, en el amor recíproco y en el diálogo, todos estamos invitados a superar el escándalo de las divisiones que, lamentablemente, aún existen y a alimentar el deseo de unidad por el que el Señor Jesús rezó y dio su vida. Cuanto más reconciliados estemos, tanto más podremos los cristianos dar un testimonio creíble del Evangelio de Jesucristo, que es anuncio de esperanza para todos, mensaje de paz y de fraternidad universal que trasciende las fronteras de nuestras comunidades y naciones (cf. Francisco, Discurso a los participantes en la Sesión Plenaria del Pontificio Consejo para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, 6 mayo 2022).

La reconciliación es hoy un llamamiento que surge de toda la humanidad afligida por los conflictos y la violencia. El deseo de plena comunión entre todos los creyentes en Jesucristo va siempre acompañado de la búsqueda de la fraternidad entre todos los seres humanos. En el Credo Niceno profesamos nuestra fe «en un solo Dios Padre»; sin embargo, no sería posible invocar a Dios como Padre si nos negáramos a reconocer como hermanos y hermanas a los demás hombres y mujeres, también ellos creados a imagen de Dios (cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decl. Nostra aetate, 5). Existe una hermandad universal, independientemente de la etnia, la nacionalidad, la religión o la opinión. Las religiones, por su naturaleza, son depositarias de esta verdad y deberían animar a las personas, a los grupos humanos y a los pueblos a reconocerla y practicarla (cf. Discurso Encuentro Internacional por la Paz, 28 octubre 2025). El uso de la religión para justificar la guerra y la violencia, como cualquier forma de fundamentalismo y fanatismo, debe ser rechazado con firmeza, mientras que los caminos a seguir son los del encuentro fraternal, el diálogo y la colaboración.

Estoy profundamente agradecido a Su Santidad Bartolomé, quien, con gran sabiduría y clarividencia, ha decidido conmemorar juntos el 1700 aniversario del Concilio de Nicea precisamente en el lugar donde se llevó a cabo. Asimismo, agradezco sinceramente a los Jefes de las Iglesias y a los Representantes de las Comuniones Cristianas Mundiales que han aceptado la invitación a participar en este evento. Que Dios Padre, omnipotente y misericordioso, escuche la ferviente oración que le dirigimos hoy y conceda que este importante aniversario dé abundantes frutos de reconciliación, unidad y paz.

5/9 - Doxología - Sábado, 29 de noviembre de 2025 - Iglesia Patriarcal de San Jorge (Estambul)

Su Santidad, amado hermano en Cristo:

Permítame comenzar expresando mi más profundo agradecimiento por su cálida bienvenida y sus amables palabras de saludo. Asimismo, agradezco a los miembros del Santo Sínodo, junto con el clero y los fieles, con quienes compartimos esta oración vespertina.

Al entrar en esta iglesia, me embargó una gran emoción, pues soy consciente de que sigo los pasos de los Papas Pablo VI, Juan Pablo II, Benedicto XVI y Francisco. También sé que Su Santidad tuvo la oportunidad de conocer personalmente a mis venerables predecesores y de entablar con ellos una amistad sincera y fraterna, basada en la fe compartida y en una visión común de muchos de los principales desafíos que afrontan la Iglesia y el mundo. Estoy seguro de que nuestro encuentro contribuirá a fortalecer los lazos de nuestra amistad, que ya comenzaron a afianzarse cuando nos conocimos al inicio de mi ministerio como Obispo de Roma, especialmente durante la solemne celebración de la Santa Eucaristía, a la que Su Santidad tuvo la gentileza de asistir.

Ayer, y nuevamente esta mañana, vivimos momentos extraordinarios de gracia al conmemorar, junto con nuestros hermanos y hermanas en la fe, el 1700 aniversario del primer Concilio ecuménico de Nicea. Al recordar aquel acontecimiento tan significativo e inspirados por la oración de Jesús para que todos sus discípulos sean uno (cf. Jn 17,21), nos sentimos alentados en nuestro compromiso de buscar la restauración de la plena comunión entre todos los cristianos, tarea que emprendemos con la ayuda de Dios. Impulsados por este anhelo de unidad, nos preparamos también para celebrar la memoria del apóstol Andrés, patrono del Patriarcado Ecuménico. En la oración de esta tarde, el diácono dirigió a Dios la petición “por la estabilidad de las Santas Iglesias y por la unidad de todos”. Esa misma petición resonará también en la Divina Liturgia de mañana. Que Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, tenga misericordia de nosotros y lleve a cumplimiento esta plegaria.

Una vez más, agradezco la fraternal acogida y quisiera extender a Su Santidad y a todos los presentes, mis más fervientes felicitaciones por la fiesta de su santo patrono.

6/9 - Encuentro con Bartolomeo I y firma de la Declaración Conjunta - Sábado, 29 de noviembre de 2025 - Palacio Patriarcal de Estambul

Declaración conjunta

«¡Den gracias al Señor, porque es bueno, porque es eterno su  mor!» (Sal 107,1).

En la víspera de la fiesta de san Andrés, el primero que fue llamado a ser apóstol, hermano del apóstol Pedro y patrono del Patriarcado Ecuménico, nosotros, el Papa León XIV y el Patriarca ecuménico Bartolomé, damos de corazón gracias a Dios, nuestro Padre misericordioso, por el don de este encuentro fraternal. Siguiendo el ejemplo de nuestros venerables predecesores y atendiendo a la voluntad de nuestro Señor Jesucristo, continuamos caminando con firme determinación por la vía del diálogo, en el amor y en la verdad (cf. Ef 4,15), hacia la anhelada restauración de la plena comunión entre nuestras Iglesias hermanas. Conscientes de que la unidad de los cristianos no es simplemente resultado del esfuerzo humano, sino un don que viene de lo alto, invitamos a todos los miembros de nuestras Iglesias —clérigos, monjes, personas consagradas y fieles laicos— a buscar sinceramente el cumplimiento de la oración que Jesucristo dirigió al Padre: «Que todos sean uno: como tú, Padre, estás en mí y yo en ti [...], para que el mundo crea» (Jn 17,21).

La conmemoración del 1700 aniversario del primer Concilio ecuménico de Nicea, celebrada en la víspera de nuestro encuentro, fue un momento extraordinario de gracia. El Concilio de Nicea, celebrado en el año 325 d. C., fue un acontecimiento providencial de unidad. Sin embargo, el propósito de conmemorar este acontecimiento no es simplemente recordar la importancia histórica del Concilio, sino impulsarnos a estar continuamente abiertos al mismo Espíritu Santo que habló a través de Nicea, mientras afrontamos los numerosos desafíos de nuestro tiempo. Estamos profundamente agradecidos con todos los líderes y delegados de otras Iglesias y comunidades eclesiales que quisieron participar en este evento. Además de reconocer los obstáculos que impiden la restauración de la plena comunión entre todos los cristianos —obstáculos que tratamos de abordar mediante el camino del diálogo teológico—, debemos reconocer también que lo que nos une es la fe expresada en el Credo de Nicea. Esta es la fe salvadora en la persona del Hijo de Dios, Dios verdadero de Dios verdadero, homooúsios con el Padre, que por nosotros y por nuestra salvación se encarnó y habitó entre nosotros, fue crucificado, murió y fue sepultado, resucitó al tercer día, subió a los cielos y ha de volver para juzgar a vivos y muertos. A través de la venida del Hijo de Dios, somos introducidos en el misterio de la Santísima Trinidad —Padre, Hijo y Espíritu Santo— y estamos invitados a llegar a ser, en y a través de la persona de Cristo, hijos del Padre y coherederos con Cristo por la gracia del Espíritu Santo. Dotados de esta confesión común, podemos afrontar nuestros desafíos compartidos al dar testimonio de la fe expresada en Nicea con respeto mutuo, y trabajar juntos hacia soluciones concretas con esperanza genuina.

Estamos convencidos de que la conmemoración de este importante aniversario puede inspirar nuevos y valientes pasos en el camino hacia la unidad. Entre sus decisiones, el primer Concilio de Nicea también estableció los criterios para determinar la fecha de la Pascua, común para todos los cristianos. Estamos agradecidos con la Divina Providencia porque este año todo el mundo cristiano celebró la Pascua el mismo día. Es nuestro deseo común continuar el proceso para buscar una posible solución que permita celebrar juntos la Fiesta de las Fiestas cada año. Esperamos y oramos para que todos los cristianos, «con toda sabiduría e inteligencia espiritual» (Col 1,9), se comprometan en el proceso de llegar a una celebración común de la gloriosa resurrección de nuestro Señor Jesucristo.

Este año conmemoramos también el 60 aniversario de la histórica Declaración conjunta de nuestros venerables predecesores, el Papa Pablo VI y el Patriarca ecuménico Atenágoras, que puso fin al intercambio de excomuniones de 1054. Damos gracias a Dios porque este gesto profético impulsó a nuestras Iglesias a proseguir «con espíritu de confianza, de estima y de caridad mutuas, el diálogo que nos lleve con la ayuda de Dios a vivir de nuevo, para el mayor bien de las almas y el advenimiento del reino de Dios, en la plena comunión de fe, de concordia fraterna y de vida sacramental, como existió entre ellas durante el primer milenario de la vida de la Iglesia» (Declaración conjunta del Papa Pablo VI y el Patriarca ecuménico Atenágoras, 7 diciembre 1965). Al mismo tiempo, exhortamos a quienes aún dudan de cualquier forma de diálogo a que escuchen lo que el Espíritu dice a las Iglesias (cf. Ap 2,29), que en las circunstancias actuales de la historia nos insta a presentar al mundo un testimonio renovado de paz, reconciliación y unidad.

Convencidos de la importancia del diálogo, expresamos nuestro continuo apoyo a la labor de la Comisión Mixta Internacional para el Diálogo Teológico entre la Iglesia Católica Romana y la Iglesia Ortodoxa, que en su fase actual está examinando cuestiones que históricamente se han considerado divisivas. Junto con el papel insustituible que desempeña el diálogo teológico en el proceso de acercamiento entre nuestras Iglesias, también valoramos los demás elementos necesarios de este proceso, incluidos los contactos fraternos, la oración y el trabajo conjunto en todos aquellos ámbitos donde la cooperación ya es posible. Exhortamos firmemente a todos los fieles de nuestras Iglesias, y especialmente al clero y a los teólogos, a que abracen con alegría los frutos alcanzados hasta ahora y a que trabajen para que sigan aumentando.

La meta de la unidad cristiana incluye el objetivo de contribuir de manera fundamental y vivificante a la paz entre todos los pueblos. Juntos elevamos fervientemente nuestras voces para invocar el don de la paz de Dios sobre nuestro mundo. Trágicamente, en muchas regiones de nuestro planeta, los conflictos y la violencia continúan destruyendo la vida de tantas personas. Hacemos un llamamiento a quienes tienen responsabilidades civiles y políticas para que hagan todo lo posible a fin de garantizar que la tragedia de la guerra cese inmediatamente, y pedimos a todas las personas de buena voluntad que apoyen nuestra súplica.

En particular, rechazamos cualquier uso de la religión y del nombre de Dios para justificar la violencia. Creemos que el auténtico diálogo interreligioso, lejos de ser causa de sincretismo y confusión, es esencial para la coexistencia de pueblos de distintas tradiciones y culturas. Conscientes del 60 aniversario de la Declaración Nostra aetate, exhortamos a todos los hombres y mujeres de buena voluntad a trabajar juntos para construir un mundo más justo y solidario, y a cuidar la creación que Dios nos ha confiado. Sólo así la familia humana podrá superar la indiferencia, el afán de dominación, la codicia de lucro y la xenofobia.

Aunque estamos profundamente alarmados por la situación internacional actual, no perdemos la esperanza. Dios no abandonará a la humanidad. El Padre envió a su Hijo unigénito para salvarnos, y el Hijo de Dios, nuestro Señor Jesucristo, derramó sobre nosotros el Espíritu Santo para hacernos partícipes de su vida divina, preservando y protegiendo la sacralidad de la persona humana. Por el Espíritu Santo sabemos y experimentamos que Dios está con nosotros. Por esta razón, en nuestra oración confiamos a Dios a todo ser humano, especialmente a quienes están necesitados, a los que sufren hambre, soledad o enfermedad. Invocamos sobre cada miembro de la familia humana toda gracia y bendición para que sus corazones «se sientan animados y que, unidos estrechamente en el amor, adquieran la plenitud de la inteligencia en toda su riqueza. Así conocerán el misterio de Dios», que es nuestro Señor Jesucristo (Col 2, 2).

Desde el Fanar, 29 de noviembre de 2025

7/9 - Homilía en la Santa Misa del I Domingo de Adviento - Sábado, 29 de noviembre de 2025 - Volkswagen Arena de Estambul

Queridos hermanos y hermanas:

Celebramos esta Santa Misa en la víspera del día en que la Iglesia recuerda a san Andrés, apóstol y patrono de esta tierra. Y al mismo tiempo comenzamos el Adviento para prepararnos a rememorar, en Navidad, el misterio de Jesús, Hijo de Dios, «engendrado, no creado, de la misma naturaleza del Padre» (Credo Niceno-Constantinopolitano), como declararon solemnemente hace 1700 años los Padres reunidos en el Concilio de Nicea.

En este contexto, la liturgia nos propone, en la primera lectura (cf. Is 2,1-5), una de las páginas más bellas del libro del profeta Isaías, donde resuena la invitación dirigida a todos los pueblos a subir al monte del Señor (cf. v. 3), lugar de luz y de paz. Me gustaría, pues, que meditáramos sobre nuestro ser Iglesia, deteniéndonos en algunas imágenes contenidas en este texto.

La primera es la del “monte elevado sobre la cima de los montes” (cf. Is 2,2). Nos recuerda que los frutos de la acción de Dios en nuestra vida no son un don sólo para nosotros, sino para todos. La belleza de Sión, ciudad en la montaña, símbolo de una comunidad renacida en la fidelidad que es signo de luz para hombres y mujeres de cualquier origen, nos recuerda que la alegría del bien es contagiosa. Encontramos confirmación de ello en la vida de muchos santos. San Pedro conoce a Jesús gracias al entusiasmo de su hermano Andrés (cf. Jn 1,40-42), quien, a su vez, junto con el apóstol Juan, es llevado al Señor por el celo de Juan el Bautista. San Agustín, siglos más tarde, llega a Cristo gracias a la ardiente predicación de san Ambrosio, y así muchos otros.

En todo esto, también para nosotros hay una invitación a renovar en la fe la fuerza de nuestro testimonio. San Juan Crisóstomo, gran pastor de esta Iglesia, hablaba del encanto de la santidad como un signo más elocuente que muchos milagros. Decía que “el prodigio fue y pasó, pero la vida cristiana permanece y edifica continuamente” (cf. Homilías sobre el Evangelio de san Mateo, 43, 5), y concluía: “Vigilemos, pues, sobre nosotros mismos, para beneficiar también a los demás” (cf. ibíd.). Queridos hermanos, si realmente queremos ayudar a las personas con las que nos encontramos, vigilemos sobre nosotros mismos, como nos recomienda el Evangelio (cf. Mt 24,42); cultivemos nuestra fe con la oración, con los sacramentos, vivámosla coherentemente en la caridad, desechemos —como nos ha dicho san Pablo en la segunda lectura— las obras de las tinieblas y vistámonos con la armadura de la luz (cf. Rm 13,12). El Señor, a quien aguardamos glorioso al final de los tiempos, viene cada día a llamar a nuestra puerta. Estemos preparados (cf. Mt 24,44) con el compromiso sincero de una vida buena, como nos enseñan los numerosos modelos de santidad de los que es rica la historia de esta tierra.

La segunda imagen que nos transmite el profeta Isaías es la de un mundo en el que reina la paz. Él lo describe así: «con sus espadas forjarán arados y podaderas con sus lanzas. No levantará la espada una nación contra otra ni se adiestrarán más para la guerra» (Is 2,4). ¡Con qué urgencia percibimos hoy esta llamada! ¡Cuánta necesidad de paz, de unidad y de reconciliación hay a nuestro alrededor, y también en nosotros y entre nosotros! ¿Cómo podemos contribuir a responder a esta exigencia?

Para comprenderlo, nos ayudamos del “logotipo” de este viaje, en el que uno de los símbolos elegidos es el puente. Puede hacernos pensar también en el famoso gran viaducto que, en esta ciudad, cruzando el Estrecho del Bósforo, une dos continentes: Asia y Europa. Con el tiempo, se han añadido otros dos pasos, de modo que actualmente hay tres puntos de unión entre las dos orillas. Tres grandes estructuras de comunicación, intercambio y encuentro; imponentes a la vista, pero tan pequeñas y frágiles si se comparan con los inmensos territorios que conectan.

Su triple extensión a través del Estrecho nos hace pensar en la importancia de nuestros esfuerzos comunes por la unidad en tres niveles: dentro de la comunidad, en las relaciones ecuménicas con los miembros de otras confesiones cristianas y en el encuentro con los hermanos y hermanas que pertenecen a otras religiones. Cuidar estos tres puentes, reforzándolos y ampliándolos de todas las formas posibles, forma parte de nuestra vocación de ser una ciudad construida sobre la montaña (cf. Mt 5,14-16).

Ante todo, como decía, dentro de esta Iglesia están presentes cuatro tradiciones litúrgicas diferentes —la latina, la armenia, la caldea y la siríaca—, cada una de las cuales aporta su propia riqueza espiritual, histórica y de experiencia eclesial. Compartir estas diferencias puede mostrar de manera eminente uno de los rasgos más bellos del rostro de la Esposa de Cristo: el de la catolicidad que une. La unidad que se consolida en torno al altar es un don de Dios y, como tal, es fuerte e invencible, porque es obra de su gracia. Al mismo tiempo, sin embargo, su realización en la historia está confiada a nosotros, a nuestros esfuerzos. Por eso, como los puentes sobre el Bósforo, necesita cuidado, atención, “mantenimiento”, para que el tiempo y las vicisitudes no debiliten sus estructuras y para que sus cimientos permanezcan sólidos. Con la mirada puesta en el monte de la promesa, imagen de la Jerusalén celestial, que es nuestra meta y madre (cf. Ga 4,26), pongamos entonces todo nuestro empeño en favorecer y fortalecer los lazos que nos unen, para enriquecernos mutuamente y ser, ante el mundo, un signo creíble del amor universal e infinito del Señor.

Un segundo vínculo de comunión que nos sugiere esta liturgia es el ecuménico. Lo atestigua también la participación de los Representantes de otras confesiones, que saludo con vivo aprecio. La misma fe en el Salvador, en efecto, nos une no sólo entre nosotros, sino con todos los hermanos y hermanas que pertenecen a otras Iglesias cristianas. Lo experimentamos ayer, en la oración en İznik. También este es un camino que recorremos juntos desde hace tiempo, y del que fue gran promotor y testigo san Juan XXIII, vinculado a esta tierra por intensos lazos de afecto recíproco. Por eso, mientras pedimos, con las palabras del Papa Juan, que «se realice el gran misterio de aquella unidad que con ardiente plegaria invocó Jesús al Padre celestial, estando inminente su sacrificio» (Discurso de apertura del Concilio Ecuménico Vaticano II, 11 octubre 1962, 8.2), renovamos hoy nuestro “sí” a la unidad, «que todos sean uno» (Jn 17,21), «ut unum sint».

Un tercer vínculo al que nos remite la Palabra de Dios es el que nos une a los miembros de comunidades no cristianas. Vivimos en un mundo en el que, con demasiada frecuencia, la religión se utiliza para justificar guerras y atrocidades. Sin embargo, nosotros sabemos que, como afirma el Concilio Vaticano II, «la relación del hombre para con Dios Padre y con los demás hombres sus hermanos están de tal forma unidas que, como dice la Escritura: “el que no ama, no ha conocido a Dios” (1 Jn 4,8)» (Decl. Nostra aetate, 5). Por eso queremos caminar juntos, valorando lo que nos une, derribando los muros del prejuicio y la desconfianza, favoreciendo el conocimiento y la estima mutua, para dar a todos un fuerte mensaje de esperanza y una invitación a convertirse en “artífices de la paz” (cf. Mt 5,9).

Queridos hermanos, hagamos de estos valores nuestros propósitos para el tiempo de Adviento y, más aún, para nuestra vida, tanto personal como comunitaria. Que nuestros pasos se muevan como sobre un puente que une la tierra con el cielo y que el Señor ha tendido para nosotros. Mantengamos siempre la mirada fija en sus orillas, para amar con todo el corazón a Dios y a los hermanos, para caminar juntos y poder encontrarnos todos, algún día, en la casa del Padre.

8/9 - Visita de oración y saludo al Patriarca Armenio Sahak II - Domingo, 30 de noviembre de 2025 - Catedral Apostólica Armenia

Querido hermano en Cristo:

Es para mí motivo de profunda alegría poder visitar a Su Beatitud, en el mismo lugar donde los difuntos Patriarcas Shenork I y Mesrob II, de feliz memoria, recibieron a mis predecesores. Al presentarle mi saludo, deseo también extender un saludo fraternal a Su Santidad Karekin II, Patriarca Supremo y Catholicós de todos los Armenios, quien recientemente me honró con una visita, así como a los obispos, al clero y a toda la comunidad apostólica armenia de Estambul y Türkiye.

Esta visita me brinda la oportunidad de agradecer a Dios el valiente testimonio cristiano del pueblo armenio a lo largo de los siglos, a menudo en circunstancias trágicas. Deseo expresar, además, mi profunda gratitud al Señor por los lazos fraternales cada vez más estrechos que unen a la Iglesia Apostólica Armenia y a la Iglesia Católica. Poco después del Concilio Vaticano II, en mayo de 1967, Su Santidad el Catholicós Khoren I fue el primer Primado de una Iglesia Ortodoxa Oriental en visitar al Obispo de Roma e intercambiar con él el beso de la paz. Recuerdo también que, en mayo de 1970, Su Santidad el Catholicós Vasken I firmó con el Papa Pablo VI la primera declaración conjunta entre un Papa y un Patriarca Ortodoxo Oriental, invitando a los fieles a redescubrirse como hermanos y hermanas en Cristo con miras a la unidad. Desde entonces, por gracia de Dios, el “diálogo de caridad” entre nuestras Iglesias ha florecido.

Con motivo del 1700 aniversario del primer Concilio ecuménico, mi visita ofrece, sin duda, una oportunidad para celebrar el Credo Niceno. De esta fe apostólica común debemos inspirarnos para recuperar la unidad que existió en los primeros siglos entre la Iglesia de Roma y las antiguas Iglesias orientales. Debemos inspirarnos también en la experiencia de la Iglesia naciente para restaurar la plena comunión, una comunión que no implica absorción ni dominio, sino un intercambio de los dones que nuestras Iglesias han recibido del Espíritu Santo para gloria de Dios Padre y la edificación del Cuerpo de Cristo (cf. Ef 4,12). Espero que la Comisión Mixta Internacional para el Diálogo Teológico entre la Iglesia Católica y las Iglesias Ortodoxas Orientales reanude pronto su fructífera labor, buscando un modelo de plena comunión, «por supuesto juntos», como anhelaba el Papa Juan Pablo II en su encíclica Ut unum sint (n. 95).

En este camino hacia la unidad, nos precede y nos rodea «una verdadera nube de testigos» (Hb 12,1). Entre los santos de la tradición armenia, quisiera recordar al gran Catholicós y poeta del siglo XII, Nerses IV Shnorhali, cuyo 850 aniversario de fallecimiento conmemoramos recientemente. Trabajó incansablemente por la reconciliación de las Iglesias, para hacer realidad la oración de Cristo: «Que todos sean uno» (Jn 17,21). Que el ejemplo de san Nerses nos inspire y su oración nos sostenga en el camino hacia la plena comunión.

Al agradecerle a Su Beatitud por la cordial bienvenida, le aseguro mi plena dedicación a la santa causa de la unidad cristiana. Que recibamos este don celestial con corazón abierto, para ser testigos cada vez más convincentes de la verdad del Evangelio y servir mejor a la misión de la única Iglesia de Cristo.

9/9 - Discurso al término de la Divina Liturgia - Domingo, 30 de noviembre de 2025 - Iglesia Patriarcal de San Jorge (Estambul)

Santidad, amado hermano en Cristo, Beatitudes, queridos hermanos en el Episcopado, miembros del Santo Sínodo del Patriarcado Ecuménico, queridos hermanos y hermanas:

Nuestra peregrinación, en los lugares donde se celebró el primer Concilio ecuménico de la historia de la Iglesia, concluye con esta solemne Divina Liturgia, en la cual hemos conmemorado al apóstol Andrés que, según la antigua tradición, trajo el Evangelio a esta ciudad. Su fe es la nuestra; la misma que han definido los Concilios ecuménicos y que hoy profesa la Iglesia. Con los Jefes de las Iglesias y los Representantes de las Comunidades Cristianas Mundiales lo hemos recordado durante la oración ecuménica, la fe profesada en el Credo Niceno-Constantinopolitano nos une en una comunión real y nos permite reconocernos como hermanos y hermanas. Ha habido muchos malentendidos e incluso conflictos entre cristianos de distintas Iglesias en el pasado, y aún sigue habiendo obstáculos que nos impiden estar en plena comunión, pero no debemos retroceder en el compromiso por la unidad y no podemos dejar de considerarnos hermanos y hermanas en Cristo y de amarnos como tales.

Inspirados por esta conciencia, hace sesenta años el Papa Pablo VI y el Patriarca Atenágoras declararon solemnemente que las desafortunadas decisiones y los tristes acontecimientos que llevaron a las recíprocas excomuniones del año 1054 debían ser borrados de la memoria de la Iglesia. Este gesto histórico de nuestros venerados predecesores abrió un camino de reconciliación, de paz y de creciente comunión entre católicos y ortodoxos, que ha crecido también gracias a los tratos frecuentes, a los encuentros fraternos y a un prometedor diálogo teológico.

A la luz de este camino ya emprendido, muchos han sido los pasos dados también a nivel eclesiológico y canónico y, hoy, estamos llamados a comprometernos más hacia la restauración de la plena comunión. A este propósito, deseo expresar vivo agradecimiento por el continuo apoyo de Su Santidad y del Patriarcado ecuménico al trabajo de la Comisión mixta internacional para el Diálogo teológico entre la Iglesia católica y la Iglesia ortodoxa. Espero que no se ahorren esfuerzos para que todas las Iglesias ortodoxas autocéfalas vuelvan a participar activamente en este compromiso. Por mi parte, deseo confirmar que, en continuidad con lo enseñado por el Concilio Vaticano II y por mis predecesores, buscar la plena comunión entre todos los que están bautizados en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, en el respeto de las legítimas diferencias, es una de las prioridades de la Iglesia católica y, de modo particular, de mi ministerio como Obispo de Roma, cuyo papel específico a nivel de Iglesia universal consiste en estar al servicio de todos para construir y preservar la comunión y la unidad.

Para permanecer fieles a la voluntad del Señor de cuidar no sólo de nuestros hermanos y hermanas en la fe, sino de toda la humanidad y de toda la creación, nuestras Iglesias están llamadas a responder juntas a los llamamientos que el Espíritu Santo les dirige hoy. Ante todo, en este tiempo de sangrientos conflictos y violencia en lugares cercanos y lejanos, católicos y ortodoxos están llamados a ser constructores de paz. Se trata ciertamente de actuar, de tomar decisiones y realizar signos que construyan la paz, sin olvidar que esta paz no es sólo fruto de un esfuerzo humano, sino don de Dios. Por eso, la paz se implora con la oración, con la penitencia, con la contemplación, con esa relación viva con el Señor que nos ayuda a discernir las palabras, los gestos y las acciones que debemos emprender, para que estén verdaderamente al servicio de la paz.

Otro desafío que nuestras Iglesias deben afrontar es la amenazadora crisis ecológica que, como Su Santidad ha recordado a menudo, requiere una conversión espiritual, personal y comunitaria, para cambiar de rumbo y salvaguardar la creación. Católicos y ortodoxos estamos llamados a colaborar para promover una nueva mentalidad, en la que todos se sientan custodios de la creación que Dios nos ha confiado.

Un tercer desafío común que quisiera mencionar es el uso de las nuevas tecnologías, especialmente en el ámbito de la comunicación. Conscientes de las enormes ventajas que pueden ofrecer a la humanidad, católicos y ortodoxos deben trabajar juntos para promover un uso responsable de ellas, al servicio del desarrollo integral de las personas, y una accesibilidad universal, para que tales beneficios no queden reservados a un pequeño número de personas y a los intereses de unos pocos privilegiados.

Al responder a estos desafíos, confío en que todos los cristianos, los miembros de otras tradiciones religiosas y muchos hombres y mujeres de buena voluntad puedan cooperar en armonía en la búsqueda del bien común.

Santidad, con estos pensamientos en el corazón, dirijo a usted y a los hermanos y hermanas que hoy celebran la fiesta de su santo Patrono mis más fervientes deseos de bien, de salud y serenidad. Deseo agradecer sinceramente la cálida y fraterna acogida que me han brindado durante estos días. Por ello, invocando la intercesión del apóstol Andrés y de su hermano el apóstol Pedro, de san Jorge megalomártir, a quien está dedicada esta Iglesia, de los santos Padres del Primer Concilio de Nicea, de los numerosos santos Pastores de esta antigua y gloriosa Iglesia de Constantinopla, pido a Dios Padre misericordioso que bendiga abundantemente a todos los presentes.

Hrònia Pollà! Ad multos annos!

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