La restauración tras el «wokismo»
¿Se puede reconstruir lo destruido... sobre los mismos principios?

El wokismo no puede combatirse con los mismos principios que lo generaron. Hay que ir a la raíz de un orden distinto, el orden social cristiano.
El llamado “wokismo” y la serie de reacciones que este movimiento ideológico suscita es una buena ocasión para reflexionar acerca la cultura en la vida del hombre.
Por lo pronto, exige definir, someramente, qué significa cultura. En resumen, y según los clásicos, cultura se relaciona con dos ideas fundantes: el cultivo del espíritu y la celebración del culto. Examinar las implicancias de ambos significados reclama otra nota. Lo que sí puede decirse es que ambas significaciones se vinculan estrechamente con la naturaleza humana y, en este sentido, tienen algo de inmutable. Otros significados de cultura, en cambio, son más bien descriptivos que esenciales.
Dicho esto, conviene avanzar en nuestra reflexión respecto del diagnóstico actual de la “situación cultural” en la que nos toca vivir. Pocas veces se ha dado un fenómeno como el contemporáneo: el predominio del materialismo unido al individualismo en contra de la vida del espíritu y la inversión de la verdadera religión en una serie de sustitutos que alimentan la credulidad en cualquier cosa salvo en la verdad, el bien y la belleza.
En este contexto se inscribe el “wokismo”. Y teniendo en cuenta lo dicho arriba deben interpretarse, también, las diversas reacciones que se adoptan al respecto. Aquí me interesa, ahora, detenerme en la reacción liberal frente a los excesos del “wokismo”.
Recientemente, Ignacio Balcarce publicó una columna de opinión en el blog del Centro Pieper que puede ayudar para comprender, al fin de cuentas, el intento fallido que representa el liberalismo como respuesta ante un fenómeno, sin dudas grave, como es el “wokismo”.
Precisando que la ideología woke “no es un retoño bolchevique sino un liberalismo llevado a sus últimas consecuencias”, Balcarce señala que el antagonismo entre el liberalismo de izquierda y de derecha es superficial. En el mismo sentido, resulta ridículo en la nueva derecha “querer combatir el progresismo woke apelando a derechos y libertades individuales, la autodeterminación y el respeto irrestricto por el proyecto de vida de otros, que es justamente lo que la nueva izquierda también reivindica”. Se trata, en ambos casos, de “propuestas que luchan por extraer conclusiones diferentes a [de] los mismos axiomas”.
Pareciera, a su vez, que el “momento woke” está llegando a su final. Sin embargo, como advierte Balcarce, “debemos tener claro que los principios ideológicos que lo engendraron permanecen vigentes y están intactos”.
Aquí es donde Balcarce se detiene a analizar el fenómeno de la denominada “nueva derecha”. Observa que ella, por una parte, sostiene que “el elemento novedoso de su estructura pasa en luchar por los dispositivos culturales que constituyen la opinión pública”. A propósito de esto, Balcarce formula dos observaciones: “primero: la nueva derecha busca acaparar las palancas culturales para difundir liberalismo conservador (lo que legitima y permite al progresismo circular en sus versiones atenuadas hasta que le vuelva a tocar el turno de apretar el acelerador y profundizar su ideario). Segundo: el reciclaje de la izquierda fue –sobre todo a partir de la Escuela de Frankfurt y Laclau– abrazar el liberalismo y exaltar sus principios, abandonando la causa proletaria y la lucha de clases. Por lo tanto, es errado culpabilizar al marxismo por el principio de destrucción que han introducido ellos, los mismos liberales”.
De esta manera, con la irrupción de la nueva derecha “no hay verdaderos cambios porque el régimen queda reforzado en sus fundamentos, esto es, en la antropología liberal con todas sus consecuencias políticas, institucionales y jurídicas. El caldo de cultivo que dio vida al progresismo woke permanece disponible para su reactivación como para la generación de nuevas ideologías”.
Balcarce observa con acierto que “la batalla cultural planteada por la nueva derecha frente a una nueva izquierda opera como pantalla que impide a la gente comprender la complejidad profunda de nuestro deterioro social e inhibe la posibilidad de crear verdaderos proyectos alternativos. Nos envuelven en una rosca política, mera puja de poder, que sirve para potenciar y validar a todas las partes, como una gran ventana de Overton, que otorga identidad de alternativa lícita a las más aberrantes ocurrencias, configurando un escenario para discutir de igual a igual cualquier proyecto por perverso que sea”. Y concluye: “Con todo esto continuamos en el ámbito de las grandes ficciones modernas: la libertad, la soberanía popular, los derechos del hombre, la democracia partidocrática y relativista, a la vez que se polariza la sociedad entre progresistas radicales y progresistas más o menos moderados que resisten con objeciones mal fundadas a fracciones de los programas que nos intentan imponer. Sabemos que las ideas radicalizadas siempre encuentran resistencia, hay fases de conflicto y luego de atemperamiento, y terminan penetrando de modo gradual a través de los cauces moderados, auténticos caballos de Troya”.
Concluyo, de mi parte, y estimo que en la misma línea que la de Ignacio Balcarce, agregando lo siguiente: el liberalismo –en todas sus dimensiones o caras: la religiosa, la (contra)cultural, la política, la económica– nunca podrá encabezar una auténtica restauración cultural. Esto se debe a una sencilla razón: el liberalismo es uno de los componentes de la revolución social operada en contra del orden social cristiano edificado, no sin las limitaciones características de la condición humana, entre la caída del Imperio Romano de Occidente y del de Oriente –no obstante haberse conservado en algunos islotes en Europa y en la América hispana–.
Si se trata de restaurar genuinamente el orden social y, por lo tanto, la cultura, lo que debe hacerse es volver –del mismo modo que se vuelve a Dios en la liturgia de siempre– a los principios sobrenaturales y naturales enseñados por la Doctrina Social de la Iglesia que es tanto como decir –y conviene recordarlo a 100 años de la Quas primas– al restablecimiento del Reinado Social de Cristo.