¿Mi vida es mía? El surgir de mis derechos
Al hablar de "mis" derechos, me encuentro en una situación semejante a la que plantea la pregunta de si "mi vida es mía". Quien ponga en juego su "mirada profunda", advertirá pronto que cada uno de sus derechos surge de un deber.
Cuando tengo el deber de superar un examen, me veo asistido del derecho de contar con un profesor que me oriente acerca de cómo prepararlo y me facilite los medios para ello. Contar con los medios es mi derecho, pero el movilizarlos con el esfuerzo correspondiente es mi deber.
Al subir al nivel 2 –el de la creatividad y el encuentro–, nos sentimos llevados a crear relaciones de encuentro con otras personas y con las obras culturales que la humanidad ha creado para fundar relaciones de unidad cualificada con el entorno. Para realizar estos deberes, nos vemos dotados de ciertos derechos correlativos, que constituyen en conjunto lo que llamamos "la formación". Es una trama de deberes y derechos que deciden nuestro futuro como personas.
La adhesión de otras personas a nuestra vida
Por ser relacional, abierta, colaboradora, nuestra persona tiene la capacidad de asumir como propias en algún sentido ciertas realidades que, en el correr de la vida, entran de alguna forma en ella. En un viaje que realicé, de joven, por el extranjero, resbalé al subir al tren –en el momento de arrancar–, y dos jóvenes desconocidos me ayudaron a salir del peligro. No volví a verlos, pero desde entonces su vida forma parte de la mía, de modo tangencial, si se quiere, pero muy efectivo. Su generosidad determinó que pudiera culminar aquel viaje, decisivo para mi carrera, y ésta trazó en buena medida los caminos de mi vida. ¿Cómo no van a tener dichos jóvenes un lugar de excepción en mi recuerdo?
Nuestra vida es moldeada en primer lugar por la relación con los familiares y allegados. Pero luego entran en ella de una u otra forma personas que contribuyen a moldearla o incluso a decidir su destino. Un día, ya de noche, tras un aterrizaje extraño, me enteré de que estuvimos en extremo peligro, y sólo la pericia increíble del piloto nos salvó de la muerte. Este gran profesional, cuyo nombre lamentablemente nunca llegué a conocer, quedó inscrito para siempre en el libro de mi vida. Mi vida es mía, ciertamente, pero mía significa aquí multitud de relaciones entrañables que le han dado en buena medida el colorido que tiene.
Después de un cordial homenaje familiar al que asistieron un gran número de personas –familiares, exalumnos y colaboradores–, un sobrino mío joven se me acercó y me dijo, muy lleno de razón: "Tío, cuídate mucho; ya ves lo que tienes detrás". Estas someras palabras equivalen a estas otras: "Tu vida es tuya, naturalmente, pero también en buena parte nos pertenece a nosotros".
Es bien cierto, pero este pertenecer significa algo distinto a cuando el profesor encuentra un libro en la sala de clase y pregunta a los alumnos a quién pertenece. Son niveles distintos. La pertenencia del libro se sitúa en el nivel 1. La pertenencia mía a mis familiares y amigos es de nivel 2.
Tengo derecho a cuidarme, pero la razón no es que la vida sea mía, sino que mi vida afecta a todas las personas a las que debo mucho, y es deber de mi condición relacional vivir a la recíproca. La vida no me la procuré a solas, como puedo montar un negocio por mi cuenta. La vida la recibí y la fui desarrollando en relación con otras muchas personas y circunstancias de la vida. Mi vida no es un objeto, cerrado en sí; es una "realidad abierta", un "ámbito", realidad que vive y se desarrolla dando y recibiendo, recibiendo y devolviendo.
En un viaje de estudios, tuve que hacer noche en un pueblecito del sur de Austria. Se reducía a una calle larga flanqueada de casitas bajas. Casi todas eran hotelitos. Busqué hospedaje, pero en vano... Por ventura, al final de la calle encontré una fondita muy humilde. Tanto, que en las habitaciones de huéspedes no ardía la calefacción. Tenían un artilugio muy antiguo que tardaba mucho en calentarse. Estábamos a -25ºC y yo no me atrevía a quitarme el abrigo, ni el pasamontañas, ni la gruesa bufanda…Y no bien me puse a cavilar qué iba a hacer, llama a mi puerta la buena hospedera, que intuyó mi apuro, y me ofreció una mantita eléctrica.
Cuando me acurruqué en la cama intentando matar el frio con aquel bendito artefacto, pensaba en lo que significa a veces un vulgar enchufe: nos comunica con la sociedad, con tantos centenares de personas que vigilan sabe Dios dónde para cuidarnos. Y toda mi amada Antropología Dialógica se me volvió algo vital y acogedor. Cientos de operarios se convirtieron de súbito en amigos, que se pasaban la noche en vela para que yo, un día, cansado del largo viaje, y perdido en un pueblecito de montaña, pudiera conciliar el sueño. Y me dormí pensando en una frase muy querida de Martin Buber: "Donde no hay participación no hay realidad. (…) El yo es real merced a su participación en la realidad" (Yo y tú).
Los derechos surgen para hacer el bien
De lo antedicho se infiere que mis derechos surgen siempre como contrapartida al deber que tengo de desarrollar mi vida creando relaciones con mi entorno. Y ese deber tiende siempre a lograr mi bien, y el bien de quienes forman conmigo una trama de relaciones. Un padre tiene el deber de cuidar a los hijos y el derecho correlativo de poder procurar su bien. No tiene en cambio el derecho de retener a los hijos en sus trabajos –por ejemplo, del campo– y no darles la educación más elemental. Eso sería, a medio y largo plazo, un mal irreparable para los pequeños.
Cuando uno defiende una concepción relacional de la vida humana, como es mi caso, se ve llevado a usar con mucho tino los términos "poseer", "dominar", "apropiarse", pues todo cuanto tenemos es, en buena medida, fruto de nuestra inserción en una trama de "ámbitos" –o fuentes de posibilidades– que nos influyen a diario muy positivamente.
Si, como muestro ampliamente en el libro La mirada profunda y el silencio de Dios (capítulo VI: Carácter relacional-dialógico de la persona humana. Necesidad de adoptar una mentalidad abierta), la vida humana y su desarrollo como realidad personal tiene un carácter relacional, abierto, comunicable, colaborador, resulta patente que mi manera de poseerla tiene un carácter muy distinto a cuando digo que soy dueño de un ordenador o de un coche. Mi vida la poseo en cuanto la recibí, como un don, y desde niño la he compartido estrechamente con otras personas, intercambiando posibilidades creativas y viviendo toda suerte de experiencias reversibles.
Ya vemos que el verbo poseer –muy usado en el nivel 1– debo entenderlo de modo abierto y colaborador para poder aplicarlo a la relación que tengo con mi vida en el nivel 2. ¿En qué sentido y hasta qué punto mi vida es mía, si la he recibido de mis padres, la he compartido con mis hermanos y amigos, depende de mil circunstancias en distintos órdenes: sanitario, alimenticio, cultural, pedagógico, religioso…? Es obvio que los adjetivos "mi", "mis" y los pronombres "mío", "mía" renuncian aquí a su condición cerrada, posesiva, para abrirse colaboradoramente a nuestro entorno.
Por eso nos conviene tener bien ante los ojos nuestro modo singular de ser. No es un ser cerrado, que se nos otorga como un objeto del todo hecho; es una "realidad abierta", que nos viene dada –en una cadena indefinida de donaciones–, y en ella realizamos una serie de tareas que superan con mucho el manejo de instrumentos. Pensemos en la creación de vínculos estrechos y fecundos, en el cuidado de los demás en muy diversos órdenes, en actividades que nos remiten a niveles de la realidad muy elevados, incluso trascendentes, como es el dejarnos inspirar por los grandes valores...
Al vivir con cierta elevación, observamos que nuestra vida es una realidad peculiar: frágil como un vidrio, pero fuerte como el acero en otros aspectos; quebradiza, presa de un hilo, pero trascendente a todos los sucesos humanos.
De ahí nuestro deber de extremar el cuidado en el uso de expresiones como "derecho a elegir la muerte", "derecho a engendrar y derecho a abortar", "a considerar la propia vida como una posesión, de la que puedo disponer a mi arbitrio"… Son expresiones muy imperfectas por cuanto proceden del nivel 1 –el del manejo de objetos–, y sólo pueden ser aplicadas justamente a objetos, algo manejable a voluntad. Las realidades relativas al hombre no pueden ser expresadas con un lenguaje propio del manejo de objetos. Exigen un lenguaje creativo, creador de relaciones.
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