Domingo, 28 de abril de 2024

Religión en Libertad

Los cristianos de hoy y «su gran pecado»: la transgresión

Los cristianos de hoy y «su gran pecado»: la transgresión
"Gente libre, 'underground', sin frenos estéticos ni morales; gente que de ser tan rompedora se volvió como todos los demás".

por Juan Cadarso

Opinión

Cae la tarde en la Gran Vía de Madrid. Un sol cuasi mortecino rebota en los majestuosos edificios de la red de San Luis, dejando un pintoresco espectro lumínico, sociológico y multicultural. Piercings bovinos insertados en narices romanas, tatuajes con la marca de su legítimo poseedor, pulseras, cadenas y todo tipo de herrajes y andamiajes. Lentejuelas, brillantinas, pelos de colores… y fuegos de artificio; todo por llamar tu atención: "¡Que el punto de fuga sea lo extraño que voy!"… (y no lo vacío que estoy). Mujeres semi vestidas llevan caniches en carritos… mientras hombres barbudos pasean agarraditos. 

El escenario pareciera ser muy contracultural, propio de una sociedad que ha alcanzado el cénit de la razón pura y el más alto refinamiento intelectual. Sin embargo, para cualquier observador mínimamente avezado, es lo más sistémico que uno bien pudiera imaginar. Caminan tan únicos, tan estupendos, como si la literatura tibetana fuera ya cosa del pasado, ahora es que ellos leen... autores samoanos. Gente libre, underground, sin frenos estéticos ni morales; gente que de ser tan rompedora se volvió como todos los demás. Samaritanos del reconocimiento unos de otros. "Me miras, luego existo", gritan devotos. 

Pero, entonces, ese intercambio tácito de miradas pactadas... comienza a desmoronarse a cada paso que doy. Me siento como un aguafiestas, como una odiosa mosca cojonera. Los miembros de ese "exclusivo" club, cuyo primer mandamiento era, precisamente, no reconocerse parte de un mismo club, se sienten violentados. Alguien ajeno, un advenedizo, está yendo más allá. Y, por un momento, descubro que todos me miran a mí, bueno, a mí exactamente no. Siento punzantes sus ojos penetrantes, sobrecogidos, en cierta medida, un tanto desarmados… no lo entienden, ¿cómo ha podido ocurrir? ¿no acordamos ser diferentes, pero... como todos los demás?

El semáforo se pone en rojo y no podemos cruzar, no queda otra que tener que esperar. Soy-bueno, es ella- como una estrella saliendo de un musical. Miradas, gestos, habladurías, flashes, sí, algunos flashes también… Y es cuando me pongo a pensar, ¿qué tendrá mi acompañante de tan singular? Es cierto, a simple vista, ¿una posmoderna más?; pero ellos, los patriarcas de las tribus urbanas, lo saben bien, "no es de las nuestras", se les escucha cuchichear. Su outfit es algo diferente, transmite paz, pureza y, lo más desconcertante, ¡autenticidad! ¡Y que nadie nos dijera que ese estilo también se podía llevar!  

Llegando a nuestro destino nos cruzamos con un mendigo que construye su casa en un oscuro portal. Mi acompañante vive encerrada en un caserón medieval, pero, por circunstancias de la vida, hoy me ha querido acompañar. Va de blanco radiante, es joven, alta, y bastante risueña. ¿Por qué se viste así, si nadie la va a contemplar? ¡Eso no renta! Saca de su mochila una caja de pastas, y las deja junto al saco de dormir. El hombrecillo, con una sonrisa cómplice, de oreja a oreja, sólo alcanza a decir: "Muchas gracias, hermana, que Dios la bendiga. Ya lo decía El Principito: aunque vaya así vestida, lo esencial es invisible a los ojos, y sólo con el corazón... podremos un día llegar a mirar". 

Porque... mientras nosotros dábamos culto a los más brutales esnobismos, acabamos uniformados, sufriendo en soledad y, lo que es peor, pasando desapercibidos. Ella, en cambio, entregó su vida vistiendo como las demás, encontró la autenticidad en comunidad… y, ahora, acapara para sí, como 'signo de contradicción', todas las miradas.

*A sor Teresa de Jesús OP.

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